El barrio parecía de fiesta. Los vecinos abandonaron sus
tareas y se acomodaron cerca del cordón para ver pasar el
coche negro que llevaba el cajón de nogal con Candela. Los
móviles de televisión transmitían en vivo lo que estaba pasando
en ese barrio del Conurbano bonaerense. Donde la
foto de Candela aparecía pegada en cada vidriera.
El dueño de la carnicería vestido con su delantal blanco
y una boina marrón se descubrió la cabeza cuando el coche
fúnebre pasó delante de su negocio. Señoras en batones
floreados levantaban las manos para saludar a Carola. Una
murmuró: “Es un Cordero de Dios”. Algunas lograban tocar
el vidrio del auto principal y luego volvían tímidas a la vereda.
Una nena de la misma edad que Candela lloraba viendo
el paso del cortejo.
Los chicos hacían rugir sus motos. El ruido de las bocinas
de los autos era ensordecedor y se entremezclaba con
el grito de justicia. Colectivos escolares y otros de línea
abarrotados de gente que no quería perderse el entierro de la
que fuera la nena más buscada de la Argentina. Mil personas
seguían la caravana fúnebre que avanzaba lenta por la calle
Ontiveros. Atrás del coche principal, había otro que llevaba
las cuatro coronas de claveles blancos y rojos.
En un Citroën C4 de la cochería Lizardo, vestida con un
saco color manteca y un jean, Carola Labrador apoyaba la
cabeza en el hombro de su hermana Sabrina. A su izquierda,
su mejor amiga Cecilia sostenía un ramo de pimpollos de
rosas rojas. Al lado de ella estaba Betiana Labrador con la
mirada perdida.
Los eucaliptus en el cementerio Parque Municipal de
Hurlingham son una plaga. En las ocho hectáreas no hay
nichos ni bóvedas, los muertos están bajo tierra. Durante
la mañana del 1° de septiembre los empleados del cementerio
cavaron la fosa donde enterrarían a Candela. La hicieron
cerca de la entrada. También cortaron el pasto, levantaron
las tiras de corteza de los árboles y sacaron las flores podridas
de otras tumbas. La orden había sido precisa: esa zona
debía lucir impecable para las cámaras de televisión. Cristian,
el encargado de ese sector, se enteró ese día que iba a
ser el custodio del cuerpo de Candela.
A las dos y cuarenta de la tarde, los autos estacionaron
a quince metros de la futura tumba. Un rayo de sol pegaba
de lleno en la cara de Cristian, que fruncía la nariz mientras
veía desde lejos cómo mil personas pisaban el resto de las
tumbas que él también cuida. De la amargura se alejó. Carola
bajó del auto, la escoltaron Sabrina, Cecilia y Betiana. A
Carola le habían dicho que le iban a hacer una misa de responso
en la capilla del cementerio. Sin pensar y sin dejarse
guiar por nadie, las cuatro mujeres se lanzaron a correr sin
rumbo hasta perderse en el cementerio buscando la capilla
y la tumba de Candela. Esa fosa que los sepultureros habían
cavado cerca de la puerta para evitar el desorden. Como en
una película de enredos, atrás de ellas corrían siguiéndolas
sus familiares más íntimos. En medio de la carrera, arrastrando
los pies, depositando todo el peso de su cuerpo en los
brazos de Sabrina y Cecilia, con el torso más adelante que
sus piernas, la madre de Candela repetía:
–Hijos de puta, esto no queda así.
Mientras tanto el ataúd con el cuerpo de Candela quedó
adentro del coche, custodiado por una multitud que miraba
desorientada cómo se perdía Carola.
Los cables de las cámaras de televisión eran cortos para
seguir los pasos erráticos de Carola. Cinco cronistas de radio
corrían a la par de la madre de Candela para intentar tener
una declaración. Apoyaban los celulares cerca de la boca de
Carola que suplicaba:
–Tengan piedad, voy a enterrar a una criatura.
Carola Labrador estaba perdida en el medio del cementerio.
Betiana miró a su hermana y murmuró:
–Esto parece una película de terror, estamos pisando
tumbas.
Carola inclinó más su cuerpo, como si una arcada le hubiese
doblado la espalda. Levantó la vista y le dijo a su hermana:
–Necesito enterrar a mi hija. ¿Dónde está la tumba?
Un familiar alcanzó a Carola. La agarró del brazo, ella lo
miró:
–¡Pará! ¡No podés seguir corriendo como una loca! Voy a
averiguar con los de la cochería dónde es la tumba. Vos metete
en la capilla y esperá ahí hasta que yo te diga.
Carola obedeció. Los rayos del sol pegaban de lleno en la
cabeza de la madre de Candela que tenía los labios blancos,
las ojeras más marcadas y una gota de transpiración que
corría por su frente: estaba agitada luego de correr unas ocho
cuadras entre tumbas y flores. En diez minutos el hombre
panzón abrió la puerta de la Capilla Resurrección del Señor
y dio la orden. Carola salió y volvió a pedir clemencia:
–Hace diez días que busco a mi hija. Quiero enterrarla.
Cuando llegó Carola, el cajón seguía dentro del coche.
Abrieron la puerta trasera del auto y retiraron el ataúd. Varios
familiares, entre ellos la madre de Candela, agarraron
las manijas, caminaron cinco pasos hasta que escucharon el
grito de una mujer:
–¡Hubieses entregado la plata, nena, antes de que tu hija
estuviese ahí!
Betiana Labrador perdió el control. Diego García Rufino
la tomó de los brazos para calmarla. Otros familiares también
perdieron el equilibrio y cayeron dentro de la fosa. Durante
cinco minutos hubo gritos y corridas. Solo había un patrullero
de la policía. De la luneta del móvil 13 505 ya habían
despegado el afiche con la cara de Candela.
Cuando volvió la calma, depositaron el cajón en la fosa.
Carola alcanzó a dejarle un ramo de flores a su hija, antes de
la primera palada escapó corriendo y se subió a un auto importado
que la esperaba en la calle lateral del cementerio. Esa
sería la última vez que Carola vería a Diego García Rufino,
el maestro de Candela. Él no le mandó más mensajes de texto,
tampoco la volvió a llamar. Ella hizo lo mismo. Diego cumplió
con su palabra: la acompañó durante todos los días de la
búsqueda. Después del crimen de Candela, Diego no volvió a
dar clases, ocho meses después continúa con licencia médica.
Luego de que Carola se fue del cementerio quedaron los
familiares íntimos y la multitud que la fue a acompañar. Permanecieron
más de dos horas en silencio junto a la tumba.
Algunos nenes se sacaban fotos cerca de la sepultura Nº 83,
otros a modo de souvenir se llevaron una flor.
Dos hombres altos de jogging y zapatillas se acercaron
hasta el auto donde estaban las coronas de flores. Buscaron
la que le había mandado el intendente de Hurlingham Luis
Emilio Acuña:
–A este hijo de puta se le ocurre mandar una corona.
Eso dijo uno de los hombres mientras de un manotazo
arrancó el faldón bordó y se lo guardó dentro de sus ropas.
–Guardalo que para algo nos va a servir –contestó el otro.
Durante esa semana el faldón apareció en la puerta de la
comisaría de Villa Tesei.
Está todo bien, ma
Carola Labrador acaba de despertarse. Arriba de la mesa de
luz, donde Candela había dejado el número de teléfono de sus
amigas antes de desaparecer, ahora hay un portarretrato con
una foto de ella. Todos los días al levantarse saluda a su hija:
–Hola, Pocha. ¿Cómo estás? Hoy tengo que hacer trámites.
Durante la noche soñó con Pocha. La nena reía a carcajadas
mientras movía la cabeza, y su pelo negro y largo
hasta la cintura se balanceaba lento. Tenía un vestido blanco,
como el que usó para la comunión. En el sueño Candela miraba
a su madre, levantaba el dedo pulgar y le decía:
–Está todo bien, ma.
Dos semanas después del entierro de su hija, Carola Labrador
abandonó el barrio. Glenda, la amiga y confidente
de Candela, se mudó con su familia a esa casa cuya puerta
había sido filmada y fotografiada hasta el hartazgo por los
medios de comunicación.
Los familiares más íntimos de Carola la ayudaron a hacer
la mudanza. En la camioneta de Adrián, el marido de Betiana,
cargaron la heladera, el microondas, las sillas, la mesa. Lo
que más le costó fue sacar del placard la ropa de Candela, que
Carola guardó en cajas rotuladas. Veinte días después pudieron
doblar las sábanas de Barbie y el acolchado de princesas. La
cama de la nena la guardaron en el garage de Coraceros 2552.
De las paredes despegaron los cartelitos y dibujos que Candela
había hecho con témperas y fibras. Emanuel se llevó el
cartel que le regaló su hermana para su cumpleaños: “Feliz
cumple te amo. Cande”. Carola agarró las dos tablas de madera
de medio metro por medio metro donde su hija escribió
con témperas: “Mami te amo mucho”. “Papi te extraño”.
Sacaron los carteles del portón negro, que durante los
nueve días de búsqueda sirvió de altar. El barrio de a poco
fue retornando a la normalidad: la calle se abrió al tránsito,
la panadería de la cuadra volvió a la recaudación habitual y
el kiosco de la esquina no se quedó más sin cigarrillos. Ya
no se escucha el ruido constante de los grupos electrógenos
de los móviles de televisión. Los vecinos volvieron a dormir
la siesta tranquilos: ya no hay periodistas que les toquen el
timbre a cualquier hora para preguntarles si saben algo de la
familia Labrador.
La Policía de Morón le alquiló una casa a Carola cerca de
la estación de trenes de Castelar, una localidad del partido
de Morón que queda a unos veinte kilómetros de Hurlingham.
Por mes costaba unos ocho mil pesos y tenía cubiertos los primeros
nueve. En Coraceros 2552 quedó el sueño de Carola:
ser una familia más del barrio. Para Navidad, según una persona
de su entorno, la Policía de la ddi de Morón le hizo otro
regalo: de una camioneta de la Bonaerense bajaron un horno
pizzero, bolsas de harina y frutas abrillantadas, para que
la madre de Candela hiciera pan dulce y lo vendiera en las
fiestas. Con las ganancias Carola se habría pagado el pasaje
a Mar del Plata. Pero ella dice que el horno era del dueño
de la casa y que la plata para las vacaciones se la dieron sus
abogados: Fernando Burlando y su socio Fabián Améndola.
Durante los primeros días de abril de 2012 un temporal
azotó a Buenos Aires. Hubo ráfagas de viento de hasta
250 kilómetros por hora. La nueva casa de Carola sufrió roturas
y ella tuvo la excusa perfecta para irse de ahí. Decidió
mudarse a la casa de Zulema, su mamá, en Pablo Podestá, en
el partido de Tres de Febrero. En Castelar, la madre de Candela
tenía miedo porque la Policía bonaerense la controlaba
demasiado, además sospechaba que ella no era la única que
tenía las llaves de entrada. De noche pensaba que alguien
podía entrar y asesinarla como habían hecho con su hija.
Candela ya estaba muerta y enterrada, pero todavía no
podría descansar en paz.
*Fragmento del libro Cordero de Dios, de Candelaria Schamun, publicado en 2012 por Editorial Marea.
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