Por Silvina Cena en La Palta
El fútbol, mucho el fútbol. Algunas cumbias de Los Ángeles Azules. Atlético, muchísimo Atlético. Algunas canciones de Daddy Yankee. Jugar a la Play. Los sánguches de milanesa que una vecina le vendía todas las noches a $ 20. La novela “Elif”, que cada tarde veía con su abuela.
Cosas que solía decir Facundo: que Zampedri jugaba mejor que el Pulguita, aunque toda su familia se lo discutiera. Que las empanadas de su tía Rita eran las mejores, su comida preferida en el mundo. Que Messi se había hecho de abajo y que él también así se haría. Que llegaría a ser un futbolista hábil, famoso, millonario. Que con la plata que ganara le compraría una mansión a su abuela, una mansión cientos de veces más grande que la humilde casa del barrio Juan XXIII en la que convivían con otros dos familiares. Decía eso Facundo y estaba seguro de que cumpliría su sueño. Lo decía con la ilusión de quien, a los 12 años, tiene la vida por delante. O, más bien, de quien cree tenerla: el jueves pasado, la Policía de Tucumán mató a Facundo por la espalda.
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En realidad, lo que la familia Ferreira tenía planeado para este fin de semana era una celebración.
El lunes 5 había sido el cumpleaños de Mercedes, la abuela de Facundo, y estaba previsto que hijos y nietos se reunieran a agasajarla en la cena del domingo. El niño estaba entusiasmado con la idea: no sólo por la fiesta de su Pachona, como él llamaba a Mercedes, sino también porque su mamá, Romina, vendría a la cita desde Santa Fe, donde vive desde hace años. Y él la esperaba para mostrarle, entre otras cosas, el pantalón y las zapatillas que había separado para empezar la secundaria, en la ENET 5.
Lo que la familia Ferreira tenía planeado para este fin de semana era una celebración y, en cambio, lo que los terminó congregando fue el dolor más hondo del que tengan memoria. A las 4 del jueves, a Mercedes la despertaron los gritos de Rita, su hija menor: “mamá, abrí la puerta”. Una vecina le había avisado que Facundo estaba internado en el hospital Padilla. Hasta ese momento, creían que se trataba de un accidente automovilístico. Mercedes no perdió el control; sólo era un susto, seguramente su Negrito se recuperaría. Se puso un vestido y, en medio de la noche, salió con su hija.
Los primeros diagnósticos de los médicos, indican las mujeres, repetían la versión del accidente. “El doctor me dijo que estaba bien, que iba a mejorar. Me dejaron pasar después de mucho insistir y me partió el corazón verlo con la cabeza destrozada. Ya estaba muerto, pero ellos no nos lo decían”, señala Rita.
Dos situaciones ocurrieron casi simultáneamente. Por un lado, un taxista se presentó en el Padilla y les contó que él había sido testigo de lo ocurrido: dos uniformados en moto habían disparado al niño a quemarropa. “Me dijo que él vio todo, pero que no declarará porque le teme a la Policía”, cuenta Rita.
Por otro lado, por las redes sociales empezó a viralizarse la foto de Facundo tendido en la calle, en medio de un charco de sangre. La versión del accidente se desmoronaba. Más tarde, la responsable de la guardia entrante del hospital les confirmaría que el chico había fallecido como consecuencia de un disparo en la cabeza.
El médico con el que habían hablado al llegar no las recibió otra vez.
Las zapatillas que Facundo había separado para la escuela son las que Rita llevó luego a la morgue: con ellas lo vistió para el velorio.
La mesa alrededor de la cual iban a agasajar ayer a Mercedes fue la que tristemente los convocó para analizar cuál era la mejor manera de pedir justicia por un niño muerto. Por un niño al que fusiló la Policía.
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Aquella tarde, la última tarde, Facundo y su Pachona vieron la novela Elif. Como la mujer se dormía (“hace 40 años que trabajo como empleada doméstica y llego a casa cansada”), él le iba contando la trama en voz alta. Más tarde llegó Rita con un puñado de alfajores de maicena para acompañar el mate.
Ambas mujeres compartieron la crianza de Facundo prácticamente desde que era un bebé, al punto de que él las llamaba “mamá” a las dos. Aunque la más joven vive en Villa Muñecas, lo visitaba casi a diario. “Su madre se fue a vivir a Santa Fe y lo dejó conmigo —relata Mercedes—. El año pasado se lo llevó durante cinco meses, para que él se probara en el club Unión de Sunchales. Le fue bien, estaba jugando en Infantiles, pero lloraba porque quería venir. Entonces fui a traerlo para que pasáramos juntos las fiestas de fin de año”.
Ahí, en el estrecho comedor que tanto dista de las mansiones que imaginaba Facundo, las Ferreira amontonaron algunos objetos que sobrevivieron a su dueño. Entre ellos, la camiseta verde de Unión en cuya espalda está estampado su nombre. También hay muchas fotos, de él y de otros niños, y una pila de peluches multicolor sobre un estante alto. Ni la casa ni sus integrantes parecen haber acusado el impacto de la ausencia: el sábado, en un gesto inconsciente, lo llamaron a comer. “Para mí esto que pasó es un sueño. Ahora, por ejemplo, me imagino que él está jugando con los amigos de la par”, señala Rita.
Aquella tarde, la última tarde, Facundo les pidió 30 pesos para cargar el crédito del teléfono y llamar a su mamá. “Quería preguntarle cuándo llegaría”, dice la abuela. Horas después, la mujer se fue a dormir en el cuarto que compartía con el niño. Despertó un rato después y notó que él no estaba: “Se me disparó por la ventana”.
En un primer momento, creyó que estaba jugando con un vecino amigo. Después supo que había ido a ver las picadas en el parque 9 de Julio. Después supo también que quien manejaba la moto en la que iba su nieto era Juan: “Ellos no eran muy amigos, pero sí sabíamos que ese chico tenía antecedentes. ¿Eso les da derecho a quitarles la vida?”.
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Otras preguntas que se hacen las Ferreira, y que hasta ahora no tienen respuesta:
¿Por qué, si es verdad que los perseguían por una actitud sospechosa, los policías no encerraron a los dos chicos con sus motos y los obligaron a bajar en vez de dispararles?
¿Es posible que no hayan notado que quien iba detrás en el vehículo era un menor? ¿Por qué lo trasladaron al Padilla y no al Hospital de Niños —donde correspondía por su edad— o al Centro de Salud, a pocas cuadras de donde ocurrió el hecho? ¿Por qué los médicos dieron la versión de un accidente automovilístico? ¿Dónde está el arma que supuestamente manejaban los menores? ¿Por qué esa noche, después del velorio, la Policía entró sorpresivamente en el barrio en lo que ellas definen como una razia?
Si la gente no se hubiera agolpado alrededor de ellos esa madrugada, ¿habrían liquidado también al chico que conducía la moto? ¿Por qué, además del disparo en la nuca, en el cuerpo de Facundo había impactos de balas de goma y la marca de una patada en la cara? ¿Por qué los policías que dispararon están libres? ¿Por qué ellos sí pueden hoy sentarse a la mesa con sus familias y, en cambio, el lugar de Facundo quedó vacío para siempre?
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¿Cómo se sigue ahora?
La respuesta de Rita es inmediata: “No queremos que haya otro Facundo”. Para eso, dice, se movilizarán hasta Tribunales, pedirán precisiones en la fiscalía, intentarán conseguir los videos de las cámaras de seguridad de la zona en donde ocurrió todo. Buscarán justicia por todos los medios, aunque en principio, dice, pareciera que “es algo que sólo les llega a los millonarios”.
Mercedes tarda un poco más en contestar. “Él era muy compinche conmigo…”, empieza a decir. Repasa algunos momentos precisos del día: la plata que le dejaba para el pan cada mañana antes de ir a trabajar, las ganas con que hacía los mandados, las veces que la acompañaba al médico, la euforia cada vez que jugaba Atlético. Y, sobre todo, la sonrisa del Negrito: “Él estaba siempre contento, contento, contento”.
Pero los recuerdos no le devuelven una respuesta más precisa. “Van a ser días difíciles”, atina a decir. Es su única y lamentable garantía en medio de tantos interrogantes.