Por Alvaro Murillo – La Nación.-*
En Costa Rica circulan más de 450.000 armas en manos de “buenos” y “malos”.
El país sin ejército que promueve el desarme es en la realidad una sociedad armada. El 2013 rompió la marca de delitos con armas de fuego, muchas venidas del ámbito legal. Hay 230.000 registradas y se calcula otro tanto ilegales. La suma sorprende: una por cada 10 ticos.
Carlos Calderón se queda todas las noches unos segundos con su potente pistola Sig Sauer calibre 40 en la mano, esperando a que se acabe de cerrar el portón eléctrico de su casa, en San Sebastián, San José.
Luego entra a su casa con el arma de fuego que compró unos días después de que le fue decomisada para investigación la Walther Smith &Wesson que, cuenta, le salvó la vida en la noche de Halloween de 2012, en el kilómetro 63 de la ruta 27 desde el Pacífico, volviendo de la playa de Caldera. No soporta estar desarmado y menos cuando los policías le advirtieron que se cuidara, porque los asaltantes quedaron vivos y estas historias suelen tener segundas partes.
La pistola nueva es más potente, a tono con la tendencia nacional de buscar armas con mayor capacidad de fuego. Así lo quiso después de que la anterior apenas alcanzó para herir a los dos hombres que lo apuntaron en la frente con un revólver calibre 38 supuestamente robado, segundos antes de que él sacara la pistola de su cinturón y pusiera en práctica las horas y horas de entrenamientos en polígonos. Era como si se hubiera preparado por años para un duelo vital.
Fue un encuentro entre delincuentes y un ingeniero que siempre ha confiado en el poder defensivo de las armas de fuego. Ambos son parte de la realidad de este país que no tiene ejército pero sí un arsenal mayor de lo que refleja su discurso pacifista y sus estadísticas de homicidios, de 9 por cada 100.000 habitantes. Esto, a pesar de estar en la región considerada más violenta del mundo, la cintura continental donde la tasa anual de asesinatos es de 26 personas por cada 100.000, según cifras de Naciones Unidas para la zona que aloja a seis países con sus 45 millones de pobladores.
Entre armas de fuego legales e ilegales, en manos de buenos o malos, hay más de 450.000 unidades, en un país de 4,5 millones de habitantes. Alcanza un arma para cada diez habitantes, una proporción mayor a la de Honduras, a pesar de que por cada homicidio en la población tica hay diez entre los hondureños, lo que la convierte en la sociedad de mayor tasa de asesinatos en el mundo. La tabla comparativa del proyecto internacional especializado Small Arms Survey, basado en Suiza, también coloca a Costa Rica con una mayor proporción de armas de fuego que países de altos índices de violencia como El Salvador o Colombia, aunque superado por sociedades más seguras como la suiza, la finlandesa o la uruguaya o Estados Unidos, donde la tasa de homicidios es solo la mitad que en Costa Rica. La cantidad de armas de fuego en un país no parece ser un indicador consecuente con sus tasas de violencia.
Costa Rica, sin embargo, se precia no solo de su seguridad relativa en la región, sino también de la abolición del Ejército en 1948 y de una cultura de paz acompañada de un discurso oficialista matriculado en el activismo pro desarme mundial. Suele aparecer en la cima de las mediciones de felicidad en una población, recibe aplausos en foros internacionales y lideró en la Organización Naciones Unidas (ONU) el avance del Tratado sobre Comercio de Armas (ATT), que intenta reglamentar este poderoso negocio en el mundo. El país que aloja la Universidad para la Paz auspiciada por la ONU, con lo que ello pueda pesar en el imaginario nacional, tiene en manos de sus civiles una cantidad de armas que equivale a multiplicar por 30 el número de policías.
En las calles hay pólvora. Los datos oficiales indican que en los últimos 25 años se han registrado 228.500 armas, propiedad de ciudadanos particulares o de empresas, incluidas las de seguridad, pero sin contar las que tienen los 15.000 policías de la Fuerza Pública, pues el dato lo oculta el Gobierno. Tampoco se cuentan, desde luego, las que ingresan al país de manera ilícita, aunque los cálculos de Naciones Unidas indican que la relación es de un arma ilegal por cada una incluida en los registros oficiales. Así lo indicó Max Loría, viceministro de Justicia y Paz en el gobierno de Laura Chinchilla, activista anti armas y actual director del Programa de Prevención de Violencia de la Fundación para la Paz y la Democracia (Funpadem). De esa forma sale la cifra de más de 450.000 armas en Costa Rica, una por cada diez habitantes. “Más bien la cifra es conservadora”, dijo Loría, contraparte de grupos defensores de las armas, en un debate político que parece aún lejos de cuajar.
Mientras continúa la discusión política y dos proyectos de ley antagónicos flotan en la marea de la Asamblea Legislativa, cada año ingresan nuevas armas al registro, a un ritmo estable de unas 9.000 anuales desde 2009, después de un pico de casi 15.000 unidades inscritas durante 2008. Este mismo año coincide con la subida de la percepción de inseguridad y también con el auge de empresas de seguridad privada, cuyos datos de posesión de armamento no están especificados, según las autoridades. Cada día se incorporan 10 nuevas armas en el arsenal legal costarricense con fines de defensa y minoritariamente para deporte, pues la cacería deportiva está prohibida por ley.
Entre pólvora. Armas hay debajo de los colchones, entre la alfombra del carro o en la cartuchera de un ciudadano capacitado, como Calderón. Hay otras en poder de los “buenos”, ciudadanos que tampoco quieren someterse a la burocracia de los permisos de ley, ahora con plataforma exclusiva en Internet y la necesidad de una firma digital. “Tengo 16 años de tener el revólver guardado en la casa y solo lo saco si tengo que salir de noche para vigilar que no me roben ganado”, contó Anselmo, un finquero anciano de la provincia de Guanacaste que sabe leer, pero no escribir. Dice que no dispara desde la Navidad de 2005, cuando sacó el arma para espantar unos coyotes y acabó jugando a la puntería con su familia. “Ganaba el que le daba al tronco de un almendro”. Otros usos son menos lúdicos. Los delincuentes tienen miles de armas y las autoridades creen que muchas de ellas fueron algún día legales. Entre 2010 y 2012 se reportó el robo de 4.340, según el Organismo de Investigación Judicial (OIJ).
Una de estas pistolas robadas es la que el 11 de setiembre de 2013 a las 6:30 de la mañana le quitaron a Espinoza, un policía judicial en un asalto en una parada de autobús, en Curridabat. Dos hombres llegaron en una motocicleta y amenazaron con disparar a los ocho pasajeros que esperaban el transporte. No sabían que entre ellos había un policía y este prefirió no enfrentarlos. Se llevaron celulares, carteras, alguna joya y la pistola calibre 9 milímetros de reglamento que portaba el investigador. Fue uno de los 17.300 delitos en Costa Rica en el 2013 vinculados a armas de fuego, incluyendo asaltos, robos, amenazas o violaciones. Casi 50 por día, el doble de lo que se registraba cuatro años atrás. La cifra se duplicó en solo cuatro años.
Del arma del agente Espinoza se supo poco. Alguien grabó con el celular un video en el que se ve a los asaltantes cubiertos con el casco de motociclistas. Circuló nueve meses por la calle sin noticias hasta el anochecer del 20 de agosto, cuando apareció intacta, con su serie 568886 clarísima, la empuñadura negra y el guardamonte verde olivo. Los delincuentes ni se tomaron esta vez el trabajo de limarle el código. Traía el cargador con munición. La Policía detuvo a un mexicano que la llevaba dentro de un saco, como si fueran frutas, junto a ametralladoras prohibidas; la pistola ya pertenecía, si se puede hablar de propiedad, a una banda criminal de Cañada Sur de San Sebastián, en San José, en el mismo distrito donde Carlos Calderón ingresa atento a su casa cada noche, con su pistola nueva, por si acaso.
Parece esta una casualidad entre la historia de Carlos Calderón y la de la pistola robada al policía, pero es que en Costa Rica, a pesar de su discurso pro desarme, cunden las armas de fuego y las coincidencias pueden ser muchas. Ahora las pruebas de balística intentan conocer si el arma oficial sirvió para herir o matar a alguien en esos 11 meses al servicio de los delincuentes. Las posibilidades pueden ser muchas, admitió Giovanni Rodríguez, jefe de Investigaciones Criminales del Organismo de Investigación Judicial (OIJ), un hombre que preferiría prohibir del todo a los particulares, una política a la japonesa.
Se podría decir que hay armas hasta debajo de las piedras y no sería mentira. Esto es lo que alegó Wilson, un niño de 12 años después de verse en un embrollo cuando su maestra en la escuela rural Suerre, en Jiménez de Pococí, lo vio sacar de su mochila una pistola 9 milímetros con municiones y un tiro en cañón, este 5 de agosto. Estaban en el salón con más de 15 compañeros y hubo algo parecido a histeria, recuerdan los policías que atendieron el caso.
Wilson contó ese día, con los ojos llorosos y comiendo galletas, que el arma era de unos familiares de Nicaragua, que la dejaron en su casa para que él se defendiera “de los tigres”, pero la versión posterior, ya con abogados defensores, decía que la halló tirada entre unas piedras en el camino de 5 kilómetros entre su casa y la escuela. El niño ya está en edad de ser imputado por portación ilegal de armas y exponerse a un período de cárcel de entre seis meses y tres años. En 2013 hubo 250 condenas por ese delito.
Atacar o defender. El 68% de los 411 asesinatos en Costa Rica en el 2013 se cometieron a balazos. El porcentaje supera en 20 puntos al promedio mundial y en 10 puntos la cifra de hace 10 años en el país, con el agravante de que los homicidios con arma de fuego tienden a ser más complejos de resolver para la Justicia, en relación con los causados con contacto físico, dice la Declaración de Ginebra sobre Violencia Armada y Desarrollo.
El ingeniero Calderón pudo haber sido parte de esas víctimas letales, pero aquella noche él llevaba su pistola en el carro, como siempre. Cuando detuvo su Mitsubishi 4×4 para fotografiar la luna, en una bahía para autobuses, vio llegar un carro de donde bajaron dos hombres y uno lo apuntaba con un revólver. Otros hombres estaban dentro del Hyundai Excel que, menudo detalle, en su compuerta trasera llevaba de adorno una calcomanía que hacía simular un balazo en la carrocería. No es raro ver autos así en barrios marginales.
“Tranquilo o lo quemo”, escuchó Carlos, quien llevaba el arma en la cintura y sabía que si la sacaba era para disparar. Eso hizo. Le disparó cinco veces y recibió un balazo que le cruzó el brazo, le tocó la quinta costilla derecha y le quedó en el baso.
“Me sentí mojado y me vi sangrando, pero igual pude disparar al otro que iba corriendo a más de 20 metros. También acertó y lo vio caer en un montazal. Entonces subió al carro y pidió a su novia que lo llevara al hospital de Puntarenas.
La herida no fue grave y todos sobrevivieron, él y sus atacantes. Aún guarda fotografías que pidió le tomaran saliendo en camilla del hospital, sonriente y con un gesto triunfal. Si antes de esa noche se devolvía a casa para recoger el arma, ahora ni siquiera la olvida. La lleva como un teléfono celular, pero oculta, como manda la ley. Sabe de memoria cuándo se vence su permiso de portación y para cuidar su vida y su salud no va a un gimnasio a hacer deportes; no, prefiere ir a practicar en alguno de los 32 polígonos legales del país. Cuando sale a almorzar en un comedor cercano a su trabajo deja la pistola en el carro, pero a eso le llama “bajar la guardia”.
Ahora es amigo de los miembros de la asociación Pro Defensa Civil, que promueve el uso de armas como “un derecho” para protegerse. No creen que baste una sola por persona (la ley actual permite tres), consideran una “utopía” prohibirlas y creen que los controles actuales más bien incentivan la ilegalidad. “Se gastan casi $1.000 y tres meses para estar en regla”, se quejó Mauricio Alvarado, su vocero.
Ahora hay dos proyectos de ley para reformar el marco legal de las armas, uno restrictivo (del gobierno de Laura Chinchilla) y otro más proclive a ellas, pero el debate político parece aún crudo. “Hay muchos mitos. No ven que en Suiza el Estado arma a sus ciudadanos y que en Caracas es totalmente prohibido portar armas, y vea dónde hay más violencia”, apunta Alvarado, que se cuida de no distanciarse del modelo abierto característico de Estados Unidos (9 armas por cada 10 habitantes), donde los menores de edad pueden disparar en los campos de tiro. Un ejemplo lo conoció el mundo hace un mes, cuando una niña de nueve años mató por accidente a su instructor en Arizona.
Ésta es Costa Rica. Otras autoridades igual sueñan con prohibirlas del todo, como en Japón o Australia. “Para mí sería lo ideal. Yo sé del poder ofensivo que tiene esto. Es terrible, y más en este país sin cultura de armas”, dijo el jefe de investigadores criminales del OIJ, mostrando orgulloso su pistola de trabajo.
Él es minoría en el país, pues en 2006 ya el 55% de la población creía ese poder defensivo de las armas de fuego contra el crimen, según la Encuesta Nacional de Seguridad de ese año. El 6% respondió entonces poseer o haber poseído un arma de fuego, con un mayor acento en las familias adineradas y las que han sido víctimas de la delincuencia. El miedo a ser asaltado o robado crece en forma paralela al crecimiento de la desigualdad social, pues Costa Rica fue el único país de la región donde ésta aumentó en la última década, en coincidencia con las conclusiones del estudio de 2011 de la Oficina de Naciones Unidas sobre las Drogas y el Crimen: a más inequidad económica, más violencia.
Tal vez por ello crece la escogencia de modalidad de vivienda en condominio, ajena a lo que ocurra en las calles y protegidas siempre por un oficial de una empresa de seguridad privada, muchas veces armado y sin que ninguna autoridad pueda dar garantías sobre el rigor y la cautela de estos servicios. Así el señor de clase alta y media alta se permite incrementar su sensación de seguridad y de protección de sus bienes sin la necesidad de guardar pólvora en el armario.
Carlos Calderón también cree que un revólver sirve para proteger su vida, aunque un estudio reciente de la Universidad de California en San Francisco revela que más bien el acceso a las armas de fuego en un hogar triplica las posibilidades de suicidio y duplica las de ser víctima de asesinato. “Si la ley no los mete a la cárcel, yo estoy preparado”. Igual piensan los amigos que lo acompañaron en 2013 a una audiencia judicial en la que coincidiría con los supuestos asaltantes de aquella noche de Halloween.
Todos ellos iban armados. Nunca se sabe cuándo la pueden necesitar, aunque puede ser en un momento de rabia o susto, como el del chofer que el 19 de setiembre del 2013 mató, a plena luz del día, a otro conductor con quien casi choca unos metros atrás, en Calle Blancos de Goicoechea.
El ahora sospechoso de homicidio González Salas, un ex agente de seguridad privada decidió disparar a José Alonso Romero, un miembro del servicio de seguridad de la Presidencia de la República, quien antes lo había golpeado con el puño, sin sospechar que el otro andaba con un arma de fuego.
El caso no ha llegado aún a juicio y es posible que se considere un caso más de “legítima defensa”, el argumento validado por los tribunales en más de 200 homicidios desde 1997 hasta 2013 en Costa Rica, según las estadísticas del Poder Judicial.
Tampoco se ha sentenciado el homicidio del joven Sergio González, vecino de un abogado de apellido Heinrich Quirós, a quien reclamó por los desechos de su perro en el jardín propio, en un barrio de San Rafael Abajo de Desamparados. Resultó que el abogado andaba armado y disparó.
“Es gente que no está preparada para tener arma, pero la tiene”, decía Carlos, un instructor de armas en su academia en Heredia. Ahí fui el 18 de julio para entender mejor el mundo de las armas de fuego. No siempre disparar a un asaltante es “legítima defensa”. Recomienda nunca disparar por la espalda, por ejemplo, si el objetivo es no quedar ante los jueces como un asesino asustado o vengativo.
Da mil consejos sobre la utilidad de una pistola, su conveniencia y las medidas de precaución. La academia tiene también una tienda de armas de fuego, una de las 62 en el país. El principal consejo del instructor Carlos es dejar de pensar que un revólver sirve para asustar a un asaltante. “Si sacas la pistola es para disparar y asegurarte que vas a neutralizar al ladrón. Él no va a correr pidiendo ayuda; no, él va a disparar antes que tú y a matarte, para asegurarse su objetivo de robar”, dijo en su acento de su natal Colombia, donde trabajó años en servicios de seguridad privada.
Después, en el campo de tiro, sobre el suelo tapizado de miles de vainas dejadas por los deportistas de la pólvora como Carlos Calderón o los aprendices como yo, Carlos seguiría repitiendo el consejo. Un arma es para dispararla. Si la sacas, tiras. Tírale a la cabeza, a ver. En frente, un humano de cartón agujereado espera que lo liquide.
Tírale cinco al pecho y después otros cinco abajo, como a las vísceras. Las órdenes del instructor eran demasiado gráficas para un novato con las manos sudorosas y los brazos acalambrados por la tensión y la posición inusual para empuñar la pistola semiautomática. Las rodillas apenas flexionadas y un pie más adelante que el otro. El cuerpo echado hacia adelante por si la fuerza del disparo empuja hacia atrás. Sentía el sudor bajar por mi espalda rígida y escuchaba al instructor con sus órdenes crudas. Cabeza, pecho, corazón, pulmones, estómago, vísceras. Tienes que saber que el arma es para eso. Este sujeto no va a salir corriendo; este sujeto va a tratar de disparar antes que tú y pum, te mata, acá en Costa Rica, en Colombia o donde sea.
Hice unos 150 disparos con 9 mm, revólver 38 y una calibre 12. Creo haber acabado con el hombre de cartón, pero sus heridas se cubrirán con cinta adhesiva y seguirá viviendo para otra sesión de práctica. Para ser masculino, no tengo tan mala puntería. Sí, las mujeres apuntan mejor, dice el instructor Carlos, aunque se asustan más con la idea de saberse disparando. Ayudó, quizás, que era mediodía y el sol caía completo sobre el polígono. Podía ver bien la capa de residuos de pólvora sobre el dorso de la mano derecha, los agujeritos de mis balazos y los casquillos frescos sobre el suelo. Eran miles.
*Esta investigación se desarrolló en el Seminario Taller de periodismo especializado en la cobertura de seguridad ciudadana, del que participaron 20 periodistas de América Latina. El encuentro organizado por la FNPI (Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano) fue en Bogotá, Colombia en mayo de 2014.
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