Por Vera Regina Pereira de Andrade
Empezaré por situar el lugar desde el que hablo. No soy especialista en relaciones de género ni militante en movimientos de mujeres y feministas, que es una experiencia muy rica. A pesar de estas limitaciones, tengo un interés directo e intenso por la temática, ya sea como mujer que cuestiona la sociedad en la que vive, o como profesora e investigadora en el campo del Derecho Penal y Criminología. Este es, por tanto, el lugar desde el que hablo (el de la militancia académica), basada en la investigación que vengo desarrollando, titulada “Sistema de Justicia Penal y violencia sexual contra las mujeres: análisis de juicio por delitos de violación en Florianópolis en los años ochenta”.
Lo que haré entonces es intentar reconstruir el marco en el que creo que debe situarse el debate sobre Criminología y feminismo en Brasil y, más específicamente, los desafíos que la lucha feminista brasileña tiene que enfrentar en el camino de la liberación de la violencia y la construcción de ciudadanía.
La consigna que ordena mi discurso es, como se verá, “No al sistema penal”. El punto número uno, que creo que es el punto de partida de este escenario, es que vivimos en Brasil una profunda y grave crisis de legitimidad del sistema penal. Por sistema penal me refiero al conjunto de organismos que ejercen el control punitivo (ley – policía – ministerio público – justicia – sistema penitenciario). De hecho, es el sistema penitenciario el que nos da los síntomas más visibles de esta crisis, lo que ha llevado a una recurrente y equivocada reducción de la crisis del sistema penal en su conjunto a una crisis del sistema penitenciario.
Pues bien, a pesar de que esta crisis se encuentra hoy teórica y empíricamente evidenciada (por el incumplimiento radical de las promesas que hizo el sistema penal en la modernidad), su proceso de auto-legitimación oficial subsiste, coexistiendo aún, con una fuerte y contradictoria demanda re-legitimadora de su actuación. ¿Cuáles fueron las promesas incumplidas? 1°) La promesa de protección de los bienes jurídicos, que debe interesar a tod*s, como la protección de la persona, la propiedad, las costumbres, la salud, etc.; 2°) La promesa de combatir la criminalidad, a través de la retribución y la prevención general (que sería la intimidación de los delincuentes a través de la pena con la idea de que así se intimida a las demás personas y a nivel individual, se resocializa a quien es castigado) y de la prevención especial (que sería la resocialización de l*s condenad*s, en concreto, a través de la ejecución penal); y 3°) La promesa de una aplicación igualitaria de las penas.
Pues bien, esta crisis de legitimidad, como señalaré al final, tiene que ser vista como una de las dimensiones de una crisis más amplia que deposita en el sistema penal la solución de todos los problemas sociales. Es un paradigma imperial, que cree que todo se puede resolver a través del Derecho, que todo problema social debe tener una solución legal. Desde los años ‘80 en adelante (este es nuestro segundo punto) vivimos en el Brasil de la contemporaneidad, una aparente ambigüedad, una aparente contradicción en materia de políticas criminales (políticas de respuesta a esta crisis de legitimidad). ¿Cómo responder a esta crisis de legitimidad? En esta contradicción convive un movimiento llamado minimalista del sistema penal (Derecho penal mínimo), de apertura y democratización del control penal en favor de la sociedad. Y este movimiento, se expresa a través de procesos de descriminalización, despenalización, descarcerización e informalización de la Justicia Penal. Conviviendo con este movimiento de reducción del sistema, tenemos un movimiento de fortalecimiento y expansión del sistema que incluye varias demandas. Una demanda criminalizadora contra los delitos de cuello blanco (“hasta ahora solo hemos castigado a l*s pobres, ahora vamos a castigar a l*s ric*s”), una demanda de los nuevos movimientos sociales (aquí es donde voy a insertar al feminismo) y, finalmente, una demanda radicalmente criminalizadora llevada adelante por los llamados movimientos de “Ley y Orden”, que encuentran en los medios de comunicación su más poderoso instrumento de difusión.
Lo que hemos visto en Brasil es una coexistencia aparentemente contradictoria entre minimizar y maximizar el sistema penal; una tensión entre lejos del Estado/cerca del Estado, menos sistema/más sistema.
¿Cómo encaja el movimiento feminista en esta ambigüedad? ¿Cómo veo el movimiento feminista en esta imagen ambigua? El movimiento feminista que resurge en Brasil en la década de 1970 se inserta de lleno en esta ambigüedad, porque al mismo tiempo que demanda la despenalización de conductas hoy tipificadas como delitos (aborto y adulterio, por ejemplo), demanda la criminalización de conductas que no habían sido criminalizadas hasta ahora, en particular la violencia doméstica y el acoso sexual. Demanda, también, el agravamiento de las penas en el caso de asesinato de mujeres, y la redefinición de algunos delitos, como la violación.
En esta doble vía del movimiento feminista veo un doble condicionamiento: uno de carácter histórico y otro de carácter teórico. El condicionamiento histórico (que obviamente no puedo replicar aquí en su totalidad), se refiere a la historia del movimiento feminista en Brasil; a la demarcación del territorio en el que se mueve el feminismo, reaparecido en nuestro país a mediados de la década de 1970. Aunque no tuvo, por razones circunstanciales de salida de la dictadura militar, la radicalidad de los movimientos europeos y norteamericanos, fue el que llevó al conjunto del movimiento de mujeres brasileñas los nuevos temas de la agenda penal que acabo de mencionar: la discusión sobre el aborto, la violencia doméstica en general, la punición de los asesinatos de mujeres; temas que luego fueron incorporados e incluso cooptados por los partidos políticos.
Fue el feminismo el que denunció que, además de las formas más conocidas de discriminación de género en el ámbito laboral (como concentración de mujeres en roles semi o no calificados, guetos profesionales, dificultades para acceder a ascensos, control del uso del baño, etc.), las trabajadoras brasileñas sufren una violencia particular que afecta su cuerpo y sus derechos reproductivos, ya que muchas son obligadas por sus empleadores, a presentar, al momento de la selección o admisión a un puesto, un examen de laboratorio que acredite que no están embarazadas, o un certificado médico que confirme su esterilización, etc.
Fue el feminismo el que finalmente hizo visible una de las dimensiones de la opresión femenina que alcanzó proporciones alarmantes en el país, a saber, las diversas formas de violencia sexual. Particularmente importante, en este contexto, fue la creación, en 1984, de las Comisarías de la Mujer, para recibir denuncias específicas de violencia de género, ya que ellas demostraron que el maltrato y la violencia sexual en su contra (acoso, violación y abuso en general) ocurrían mucho más a menudo de lo que se pensaba. Y tales denuncias, al revelar un enorme margen de victimización sexual femenina que permaneció oculto, especialmente debido a la violencia practicada en las relaciones familiares (por parte de maridos, padres, primos, padrastros), profesionales (por jefes), de amistad (por amigos) etc., contra menores y mayores de edad, fueron determinantes para que ciertos problemas, hasta entonces considerados privados (como las violencias referidas), se convirtieran en problemas públicos y penales (delitos). El lema de la violencia contra las mujeres y la impunidad (masculina) se convirtió así en uno de los puntos centrales de la agenda feminista y este es el condicionamiento histórico que llevó al movimiento a reclamar la acción del sistema penal. Entre la lucha feminista en Brasil y la demanda criminalizadora a la que me refiero, existe, por tanto, un proceso que he venido llamando “visibilización-penalización de lo privado”.
Es importante señalar, sin embargo, que la referencia a un movimiento de mujeres (o feminista) no significa que éste sea monolítico, porque por supuesto no habla una sola voz. Estoy analizando el movimiento feminista a través de su hegemonía, de su tendencia mayoritaria, lo que obviamente no implica negar posiciones minoritarias distintas e incluso contrarias entre sí.
El segundo condicionamiento que creo que es importante mencionar aquí es el teórico, que está en la base de esta demanda del sistema. Todo indica que en Brasil hay un profundo déficit en la recepción de la Criminología Crítica y la Criminología Feminista y, más que eso, hay un profundo déficit en la producción criminológica crítica y feminista. Existe, al mismo tiempo, un enorme déficit en el diálogo entre la militancia feminista y la academia y las diferentes teorías críticas del derecho producidas o discutidas en ella. Esta falta de base teórica (criminológica y/o jurídico-crítica), orientando al movimiento, tiene (a mi juicio) repercusiones desde el punto de vista político-penal, ya que no hay claridad sobre la existencia y especificidad de una política criminal feminista en Brasil, que se ha exteriorizado, en la práctica, con un perfil reactivo y voluntarista, como mecanismo de defensa frente a una violencia históricamente detectada.
Este déficit parece evidenciarse al cuestionar el sentido de la protección que buscan las mujeres a través del sistema penal. La respuesta sobre el significado de esta protección sigue siendo difusa, lo que podría ilustrarse con preguntas como: ¿Qué buscan las mujeres con la criminalización de conductas tales como el acoso sexual? ¿Qué esperan del sistema penal? Y, en particular, ¿con qué justificación coexisten las tendencias a minimizar y maximizar el sistema penal, asociadas al intento de neutralizar los delitos de género como la violación? ¿Bajo qué lógica se despenalizan el aborto y el adulterio y se criminaliza la violencia doméstica y el acoso sexual, por ejemplo? Lo que parece quedar de esta pregunta es una respuesta eminentemente retributiva. Lo que se busca es el castigo, porque la gran inspiración de esta discusión parece ser el tema de la impunidad.
Parece que se trata de castigar esta violencia. Cuando en la Europa de los años ‘80 la base de los movimientos criminalizadores era la llamada “dimensión simbólica” del Derecho Penal, en el Brasil de los ‘80 parece que esa base era el castigo. Lo que lleva, en mi opinión, a una situación paradójica. Esta reivindicación al sistema acaba por unir al movimiento de mujeres, que es uno de los movimientos más progresistas del país, con uno de los movimientos más conservadores y reaccionarios, que es el movimiento de “Ley y Orden”. Ambos terminan paradójicamente unidos por un vínculo: más represión, más castigo, más punición; y, con eso, fortalecen las filas de la panacea general que vivimos hoy en materia de política penal.
Es importante decir, por otro lado, que, en otras sociedades centrales e incluso periféricas, en las que la Criminología Crítica y la Criminología Feminista tienen una fuerte penetración, hay sectores más fuertes del movimiento feminista que critican el recurso desmedido que el feminismo viene haciendo del sistema penal. Entonces, quiero hablar de la ineficiencia y los riesgos de esta forma de lucha por la construcción de la ciudadanía femenina en Brasil. Y no puedo hacer más, aquí que exponer una hipótesis, que es la hipótesis central de la investigación que mencioné al comienzo de este texto, parte del análisis teórico y empírico del funcionamiento del sistema de justicia penal en relación a la violencia sexual contra las mujeres, para sustentar y concluir lo siguiente: el sistema penal, salvo en situaciones contingentes y excepcionales, no solo es un medio ineficaz para proteger a las mujeres de la violencia (y aquí hablo particularmente de la violencia sexual, que es el tema de mi trabajo), sino que también duplica la violencia ejercida contra ellas y las divide, siendo una estrategia excluyente que afecta la propia unidad del movimiento.
Esto se debe a que se trata de un subsistema de control social, selectivo y desigual, tanto de hombres como de mujeres, y porque es en sí mismo un sistema de violencia institucional, que ejerce su poder y su impacto también sobre las víctimas. Y, al incidir sobre la víctima mujer en su compleja fenomenología de control social (ley, policía, ministerio público, justicia, prisión) que, a su vez, representa la culminación de un proceso de control que ciertamente se inicia en la familia, el sistema penal duplica, en lugar de proteger, la victimización femenina, porque además de la violencia sexual, las mujeres se convierten en víctimas de la multifacética violencia institucional del sistema, que expresa y reproduce, a su vez, dos grandes tipos de violencia estructural de la sociedad: la violencia estructural de las relaciones sociales capitalistas (que es la desigualdad de clases) y la violencia de las relaciones patriarcales (traducida en desigualdad de género), recreando los estereotipos inherentes a estas dos formas de desigualdad, lo que es particularmente visible en el campo de la moral sexual.
Más específicamente aún, la hipótesis con la que trabajo es que: primero, en un sentido débil, el sistema penal es ineficaz para proteger a las mujeres de la violencia porque, entre otros argumentos, no previene nuevas violencias, no escucha los diferentes intereses de las víctimas, no contribuye a la comprensión de la violencia sexual en sí misma y al manejo del conflicto y, mucho menos, a la transformación de las relaciones de género. En esta crisis se sintetiza lo que he venido llamando “incapacidad preventiva y resolutiva del sistema penal”. Segundo, en sentido fuerte, el sistema penal duplica la victimización femenina porque son sometidas a juzgamiento y divididas. El sistema penal no juzga a las personas por igual, selecciona diferencialmente a los perpetradores y a las víctimas, según su reputación personal. En el caso de las mujeres, según su reputación sexual, estableciendo una gran línea divisoria entre mujeres consideradas “honestas” (desde el punto de vista de la moral sexual dominante), que pueden ser consideradas víctimas por el sistema, y mujeres “deshonestas” (de las cuales la prostituta es el modelo radicalizado), que el sistema abandona en la medida en que no se ajustan a los estándares de moral sexual impuestos por el patriarcado a las mujeres. Tercero, en un sentido muy fuerte, el sistema penal expresa y reproduce, desde el punto de vista de la moral sexual, la gran línea divisoria y discriminatoria de mujeres consideradas honestas y deshonestas y que incluso podrían falsear un crimen horrendo como una violación, para reclamar derechos que no le corresponden
El sistema penal no puede, por tanto, ser un factor de cohesión y unidad entre las mujeres, porque actúa, por el contrario, como factor de dispersión y estrategia excluyente, recreando desigualdades y prejuicios sociales.
Lo que es importante destacar, en esta perspectiva, es que redimensionar un problema y reconstruir un problema privado como problema social no significa que la mejor forma de responder a este problema sea convertirlo, casi automáticamente, en un problema penal, es decir, en un delito. Por el contrario, la conversión de un problema privado en un problema social, y de éste en un problema penal, es una trayectoria de alto riesgo, pues, como vengo afirmando aquí, por regla general equivale a duplicarlo, es decir, someterlo a un proceso que desencadena más problemas y conflictos de los que se propone resolver, porque el sistema penal también transforma los problemas con que se enfrenta, en su microcosmos específico de violencia y poder.
En consecuencia, aunque respeto todas las opiniones en sentido contrario, la criminalización de nuevos comportamientos sexuales solo ilusoriamente puede implicar un avance del movimiento feminista en Brasil, o la mejor defensa de los intereses de las mujeres, o la efectiva construcción de su ciudadanía.
También es importante agregar que la experiencia a nivel internacional sobre las reformas penales criminalizadoras producidas por el feminismo (como la española y la canadiense), tuvo resultados altamente frustrantes para las mujeres, opuestas a sus expectativas originales. Por último, al relegitimarse el sistema penal como forma de resolver los problemas de género, se produce un desvío de esfuerzos por parte del feminismo que, de otro modo, se encaminarían hacia soluciones más creativas, radicales y eficaces, dando lugar a falsas esperanzas de cambio “dentro” y “a través” del sistema.
El discurso feminista de la neo-criminalización, loable por sus buenas intenciones y por su sustrato histórico, parece encontrarse, en esta perspectiva, inmerso en la reproducción de la misma matriz (patriarcal y jurídica) que la que critica, en un movimiento extraordinariamente circular. Porque, en primer lugar, reproduce la dependencia masculina, en la búsqueda de la autonomía y emancipación de la mujer, es decir, segmentos del movimiento feminista buscan liberarse de la opresión masculina (traducida en diferentes formas de violencia), recurriendo a la protección de un sistema demostradamente clasista y sexista, y creen encontrar en él al gran padre capaz de revertir su orfandad social y jurídica.
El eje de la cuestión parece estar, por tanto, en el sentido mismo de esta protección. Entonces, hasta qué punto es un avance para las luchas feministas la reproducción de la imagen social de la mujer como víctima eternamente merecedora de la protección masculina, sea del hombre o del Estado. Es obvio que somos víctimas, pero hasta qué punto es productivo, es progresivo para el movimiento, la reproducción social de esta imagen de la mujer como víctima recurriendo al Estado. O, en otras palabras, de qué sirve huir de los brazos violentos de los hombres (sea marido, jefe o extraños) para caer en los brazos del Estado, institucionalizado en el sistema penal, si en esta carrera desde el control social informal hacia el control formal, las mujeres encuentran la misma respuesta discriminatoria en otro idioma. Esa es la primera pregunta.
En segundo lugar, al reproducir el discurso y las prácticas de la “lucha contra” la violencia a través del sistema penal, a menudo asociado a una declaración de guerra contra los hombres y una política separatista, el discurso neo-criminalizador reproduce la lógica del paradigma jurídico de la modernidad (que referí al inicio), a saber, la creencia en el derecho positivo estatal como factor político decisivo, cuando no exclusivo, para la solución de problemas y la transformación de las relaciones sociales. El eje de la discusión parece residir, en este segundo sentido, en la crisis de legitimidad que afecta al paradigma jurídico de la propia modernidad y en la búsqueda de nuevos paradigmas para la discusión de las relaciones de género. En definitiva, mientras los segmentos mayoritarios del movimiento feminista insisten en la demanda represiva como respuesta a la violencia contra las mujeres, ¿cómo responde el sistema penal? Transitando de la violencia institucional, de su selectividad e impunidad, a la banalización de los conflictos femeninos.
En tanto se da este proceso, lo que subsiste al final, es lo que yo llamaría una “victimología pragmática”, que no ha tenido eficacia frente al problema de fondo que finalmente subsiste y que es el problema que nos preocupa a tod*s: ¿Qué hacer con la curva ascendente de la violencia contra las mujeres, que asume proporciones desmesuradas en este país?
*Este artículo es parte de una cooperación con el Colectivo Trama de Brasil, y busca recuperar los debates de criminología y feminismos de ese país. Con este texto iniciamos un proceso de traducción y recuperación de textos clásicos de esa corriente, con el objeto de continuar construyendo una mirada historiográfica que no sólo visibilice el inmenso trabajo de l*s académic*s y activist*s que nos antecedieron, sino que además genere aportes sustanciales para las luchas y debates de la actualidad.