“Hablen con el peluquero. Le metieron preso a su yerno porque le robaron el auto a una funcionaria del PRO de Vicente López”, se decía en los pasillos de La Rana, San Martín, hace dos veranos cuando alguien hablaba de “violencia institucional”. En noviembre de 2016 Oscar “Cali” Machado cumplió los dos años preso por un delito que no cometió en una causa armada. El lunes de la semana pasada recuperó la libertad.

Su caso no es el único. El mecanismo está aceitado: cuando necesitan a un culpable por algún delito, sobre todo contra “víctimas especiales”, comienza la cacería en las inmediaciones de la zona -en este caso San Martín- que cada grupo de agentes de la Policía Bonaerense controla. Nunca caen los que “trabajan” para ellos. Una vez que se tiene esposado al “presunto” responsable del hecho criminal, lo exhiben delante de la persona que debe señalarlo en la rueda de reconocimiento. Puede parecer casual, pero esta maniobra se repite en los expedientes judiciales.

Así fue el caso de Cali. Dieciocho testigos contaron que estaba en la esquina con unos amigos, después de comer con sus suegros, su hijo y su sobrina.

-¿Hacemos un pollo, Bigote? – le propuso esa última noche de libertad a su suegro Julio, el peluquero.

Cocinó junto a Ramona, mamá de su mujer, y comieron con su hijo y su sobrina -que también vive con ellos-. La esposa, Verónica, trabaja hasta las 10 de la noche en Vicente López. Todas las noches Cali se toma el colectivo 161 para buscarla, y que no vuelva sola tan tarde.

-¿No comés más, Cali?- le preguntó Bigote.

-No, me voy a dar una ducha, busco a la Vero y cuando volvemos comemos juntos.

Y así hizo. Había terminado el partido que jugaba River contra Estudiantes de La Plata. Salió con el pelo mojado y vio que su hijo Oscarcito se quedaba pateando unos goles con un amigo en la vereda.

En las primeras declaraciones, Cali contó que se desvío del trayecto hacia la parada de colectivo para “fumarse un porrito con sus amigos” en la esquina donde suelen “parar”, a dos cuadras de su casa. Era una noche cálida de noviembre.

Ahí estaba cuando escuchó que se acercaba un auto “trucho”, perseguido por una patrulla del comando municipal de San Martín. Corrió en dirección a la casa porque pensó que su hijo jugaba a la pelota en la puerta. Se tropezó en el pasillo por donde se escabullían los chicos que se bajaron del auto robado: en ese instante una agente mujer se le tiró encima y lo trabó con la rodilla en la espalda.

– ¿No ves que tengo el pelo mojado? – le dijo a la oficial.

Intentaba explicar que venía de su casa, que no tenía nada que ver con los adolescentes que se bajaron del auto. Era imposible que las figuras menuditas de los chicos fueran confundidos con Cali, un muchacho de 30 años, alto y de espalda ancha.

Uno de los chicos perseguidos fue asesinado por la policía en una villa cercana de Vicente López meses después.

*

Luego de que les robaran el auto rojo, la mujer que conducía, su hijo y un amigo de él fueron a la comisaría a hacer la denuncia. Allí estaban cuando la oficial que traía a Cali lo bajó esposado y lo paseó delante de ellos. Ella misma lo admitió en el juicio del lunes pasado en el TOC 3 de San Martín: el fiscal Carlos Pedro Insaurralde retiró la acusación y obligó a que el Tribunal definiera que el procesado debía quedar en libertad antes de las 12 de esa misma noche.

Cali esperó ese día durante dos años, después de estar preso sin motivo. Tuvo momentos de depresión, su hijo Oscarcito padeció mucho su distancia. Escuchó desde el banquillo a sus vecinos y amigos que no veía hacía mucho, se secó las lágrimas con la manga de la remera. El carnicero que le vendió el pollo se ganó las risas con un detalle: “No me lo pagó”. Otro de los chicos también quiso reforzar su verdad con un dato omitible: “Estábamos fumando un porro”. El almacenero de al lado, la kiosquera de la vuelta, los vecinos del pasillo. Todos hablaron.

Una victoria colectiva

El peluquero se acercó a un grupo de familiares y víctimas de Violencia Institucional que se reúne en la Cooperativa Esperanza. Se encontró con una vecina de su cuadra, Cristina Almeida, mamá de Matías y David Monzón, una luchadora reconocida. Ahí convenció al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y la Campaña Nacional contra la Violencia Institucional, que acompañaron a la familia en el juicio. Entrevistaron a Cali, a los familiares y los testigos para ayudar a que trabajaran sobre sus expectativas con el juicio, a que encontraran la forma para ser lo más claros posibles en los relatos. No había prueba científica: la víctima del robo se llevó el auto sin que nadie tomara las huellas digitales en su interior. Toda la defensa se basaba en los testimonios.

En los tribunales hablan un idioma muy diferente al de los barrios populares. La experiencia de acompañamiento psicojurídico fue coordinado por una psicóloga del CELS. Dos abogadas se encargaron de que todas las intervenciones se encuadraran en la estrategia jurídica que el defensor definiera para el caso. En el territorio estuvieron dos trabajadoras sociales que militan en la Campaña Nacional contra la Violencia Institucional.

Fue mérito de Verónica, la mujer de Cali, de su mamá Ramona y del peluquero Julio “Bigote”. Con mate y torta de ricota desafiaron al individualismo, al “no te metás”. El barrio pudo hablar, y hubo justicia.