Waldo Cebrero – Cosecha Roja.-
La última foto que le tomaron, poco antes de morir, lo muestra en acción. Lleva la cinta de costurero colgada en su cuello y abraza a dos voluptuosas y simpáticas bailarinas. A sus 67 años, el vestuarista Darwin William Villareal Barreiro, conocido en todo ambiente circense como “Blanco”, estaba algo achacado –el cigarrillo y el alcohol habían hecho mella en su cuerpo– pero en el lugar donde más brillaba: el Maravilloso Circo Rodas.
Tras veinte años de ausencia, Blanco volvió al Rodas una tarde de febrero de 2013. Nadie lo esperaba. Al verlo entrar por la carpa principal, los más viejos dijeron que había regresado porque quería morir en el circo. En realidad, volvió porque no podía vivir sin él. Cuando murió, el viernes 28 de junio de 2013, no estaba en el circo, sino en la cama 7 del pabellón 2 del Hospital Rawson, en Córdoba.
Lo que aún no se sabe es qué lo mató: si fue el cáncer pulmonar que le habían diagnosticado dos meses atrás –cuando el Rodas estaba en San Juan– o si fue la enfermera María Inés Palacios, quien se enfrentará a un tribunal que la juzgará por homicidio simple. Está acusada de haberle quitado la mascarilla y cerrado el respirador artificial. Al menos esto sospecha el fiscal provincial Alfredo Villegas, que ya firmó la resolución del caso y pidió su elevación a juicio. A Susana Chiedli, otra enfermera, se la acusa de robarle 6650 pesos que el moribundo escondía celosamente en los pañales. Pero esa, es causa de otra fiscalía.
La muerte de “Blanco” –y el procesamiento de la profesional– motivaron la protesta de los trabajadores de la salud, que durante ocho días paralizaron los hospitales públicos de Córdoba. Entre “el error fatal” y el “crimen a sangre fría” todos hablaron del caso durante los meses siguientes.
En las paredes del Hospital Rawson –de los más importantes de la provincia– todavía hay carteles dirigidos al fiscal: “Villegas, ¿sabes lo que es una sala común?”, dice un afiche amarillo pintado a mano. Otro: “Villegas aprendió lo que es un respirador artificial en seis meses”. Aunque la prueba contra la enfermera –que sí tenía oficio en el uso del respirador– sería abrumadora, según pudo conocer Cosecha Roja.
Muerte en el hospital
–Al paciente de la cama siete no le dejen comida porque que ya está muerto.
Desde la puerta, las dos empleadas de cocina veían cómo el cuerpo chupado del enfermo se agitaba con una tenue respiración.
–Pero… ¿cómo que está muerto? Si se está moviendo…
–No –respondió la enfermera Palacios–. Deben ser sus últimos suspiros…
Las empleadas de cocina miraron otra vez. Darwin William Barreiro se movía. Estaba recostado sobre su costado derecho, con su brazo izquierdo colgando de la cama y mirando hacia la puerta. Luego la enfermera Palacios ingresó a la habitación 2. Giró la perilla del aparato que ayudaba a respirar a Blanco y corrió la mascarilla. Darwin dio su último corcove y murió.
Al menos eso declararon ante el fiscal las dos mujeres encargadas de repartir la comida, que lo presenciaron paradas desde la puerta, y una empleada de limpieza, ubicada justo detrás de la enfermera, dentro de la habitación.
La versión de la enfermera, y del médico Carlos Funes, quien constató la muerte, es que el uruguayo murió por muerte natural y que la enfermera actuó siguiendo el protocolo.
“Para mí no hay dudas de que la enfermera lo mató”, dijo el investigador que el fiscal designó para resolver el caso. Sobre qué motivó a la enfermera a tomar esa determinación, tiene tres hipotensos. “La primera: lo hizo para encubrir a una compañera suya, que un día antes le habría robado la plata. La segunda: fue una negligencia, y en ese caso no siguió el protocolo que deben seguir los profesionales ante los pacientes terminales. La última: lo que la movilizó fue un desprecio por la vida. No digo que sea una sádica. Simplemente que el acostumbramiento a situaciones de trabajo a veces te hace perder la sensibilidad –explica la fuente, y luego ejemplifica–. Como el policía que llega a un hecho de abuso sexual y hace un chiste de mal gusto”.
Darwin habría sido desconectado a las 13:10 del viernes 28. Hasta la noche, la enfermera, Funes y otro médico trataron por todos los medios de no hacer la denuncia, y de solucionar el asunto de manera interna. En definitiva, el vestuarista estaba solo y el circo Rodas se iría pronto. Pero María Soledad Cuello, una de las testigos, avisó a la policía y ya nadie pudo parar la bola.
La denuncia le costó el trabajo a Cuello. Su madre, que también trabajaba en el hospital, fue trasladada. Otra de las testigos fue puesta de licencia y al tiempo renunció.
Vida en el circo
Antes de ser un gran vestuarista Blanco fue acróbata. Albino Gómez, ahora administrador del Rodas, lo conoció colgado de los trapecios. Blanco era uruguayo. Se había ganado el apodo estando en Brasil, culpa de que su nombre les resultaba impronunciable a los cariocas. Su fama como vestuarista está asociada a dos circos históricos: el viejo Rodas y el Gran Tihany. Para el actual director artístico del Rodas, Ariel Heredia, “Blanco era una leyenda”.
Nada de aquel esplendor quedaba en él cuando volvió al circo el año pasado. Los que no lo conocían lo describen como un hombre osco y solitario, que fumaba sin parar. “Fumaba hasta en la casilla donde dormíamos, que es de fibra de vidrio”, contó Albino, su último compañero de cuarto. Antes de llegar a Córdoba, el circo estuvo en Mercedes, San Luis, donde Blanco se descompensó por primera vez y debió ser internado. “El último día, cuando estábamos a punto de salir, Blanco llegó en taxi. Se había escapado del hospital”, recordó María José Pintos, dueña del circo. “Es que la carpa te tira”, explicó Albino.
La mañana de junio que Blanco se descompuso en Córdoba, él fue el encargado de llevarlo al hospital. Como no conocían la ciudad, los dos hombres mayores entraron al Hospital de Niños, que está ubicado justo enfrente del Rawson. Cuando se dieron cuenta del error, Blanco atinó a decir: “Es que soy un niño de 67 años”.
Fue su última humorada. Después cayó en desgracia. Pasó varios días en la Unidad de Terapia Intensiva, y luego fue trasladado al pabellón de comunes y de enfermos terminales, donde murió. Según pudo saber el fiscal, en todos sus días de internación, Blanco fue visitado una sola vez.
La plata en los pañales
Tres días antes de morir (y cuando ya llevaba varios de internación) las enfermeras que lo cuidaban descubrieron que el paciente tenía plata consigo, y el rumor corrió por el hospital. Como no está permitido, las autoridades le ofrecieron guardar el dinero en las cajas fuertes prevista para esos casos. El enfermo se rehusó. Insistía con que el lugar más seguro era ahí, entre su cuerpo y los pañales que usaba.
Pero hasta de los lugares más insospechados se puede robar dinero. Un día antes de morir, Darwin despertó de una siesta gritando: “¡Mi plata, me robaron mi plata!”. Otra vez, según dice la fuente del caso, las enfermeras trataron de resolver el asunto por su cuenta. Hasta que los gritos llegaron a la mujer policía que custodiaba el pabellón. En su declaración, la uniformada dijo que el uruguayo acusaba a una enfermera rubia, de ambo amarillo. Los rasgos de Susana Chiedli encajaban justo con la descripción de Darwin. Y ese mediodía, ella le había cambiado los pañales. Lo último que Blanco recordaba, antes de caer vencido por el sopor, era a la enfermera rubia guardando el dinero dentro de un guante de látex. “Para que no se te moje”, le había dicho. Pero la plata ya no estaba.
El viernes Blanco amaneció desmejorado. Debía declarar ante e identificar a la autora del robo, pero apenas movía una mano para saludar. Al mediodía murió.
Sus compañeros del circo quisieron cremarlo para llevarlo a donde vayan, pero el Poder Judicial lo impidió. Su cuerpo –que por ahora es “evidencia”– está en una fosa judicial del cementerio San Vicente, en Córdoba. No hay lápidas, ni palabras que lo recuerden. Ahí seguía cuando el circo se fue de la ciudad. Ahora, el Rodas está en Necochea.
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