La comisaría novena de La Plata es sospechada, entre otras cosas, de controlar la zona roja de la ciudad. En 2005, Daniel Migone discutió con una de las trabajadoras sexuales del lugar -con la que mantenía un noviazgo-, y horas después apareció muerto, tirado en una celda con una campera de jean al cuello, como si se hubiera ahorcado . Por su muerte, el Tribunal Oral Criminal n°4 de La Plata dictó hace un mes cadena perpetua para para tres de los cinco imputados, mientras que a un cuarto le dieron diez años. En la misma comisaria, hace 20 años, fue visto por última vez el estudiante de periodismo Miguel Bru.
Catalina Dowbley, Cosecha Roja-.
“¿Se ahorcó o me lo mataron?” preguntó la madre de Daniel Migone a los dos policías que la madrugada del 10 de noviembre de 2005 tocaron la puerta de su casa, para avisarle que su hijo se había suicidado.
Migone tenía 38 años. Conoció la vida de los delincuentes, la cárcel, las drogas. Lejos habían quedado la jerga tumbera y la granja de rehabilitación, de la que salió en el 98 después de un año y medio de tratamiento. Ahora tenía un trabajo estable y se hacía cargo de sus dos hijos: Pipo y Andrea.
Los Migone eran una familia clase media platense. Daniel trabajó un tiempo en el estudio contable de su padre, no se llevaban muy bien. Discutían seguido. A través de un amigo consiguió empleo como repartidor de pollos, y abandonó el estudio. Con el tiempo llegó a encargarse de las cobranzas de la empresa.
No era muy alto, pero eso no fue un impedimento para ser parte del equipo de básquet de Gimnasia, el club del que era hincha. Solía llevar a su hijo Pipo a entrenar en un club de fútbol infantil. Los domingos agarraban las bicicletas y él, Pipo y Andrea iban a pasear al Parque Pereyra. “Le decíamos que estábamos en Expedición Robinson” recuerda Andrea. También iban al campo de deportes del Colegio Nacional, corrían los cien metros de la pista de atletismo, practicaban salto en la arena, jugaban juntos al básquet.
El 9 de noviembre de 2005 Daniel se levantó temprano, como todos los días. Se puso pantalón y remera blancos, las botas que solía usar como uniforme de trabajo. Agarró su campera de jean: no sabía que ese sería el vestuario del último día de su vida.
Patricia Andrada vio entrar por una de las puertas de acceso a la sala una camilla en la que trasladaban a un hombre custodiado por policías. Era una de las enfermeras de guardia aquella noche de noviembre en el hospital San Martín. Al verlos se sorprendió, no había escuchado las sirenas del patrullero. No sabía si estaba inconsciente o muerto. Se acercó a tomarle el pulso y supo que no había nada que hacer. Lo llevaron a la sala de shock. Intentaron reanimarlo. Hacía varios minutos que Daniel Migone estaba muerto. A la enfermera algo le llamó la atención: la ropa “como de carnicero” que vestía el hombre estaba manchada como si lo hubiesen arrastrado.
El juicio
A las personas que quieren ingresar a la sala A de tribunales un policía las frena y les pregunta: “¿Del lado de los imputados?, ¿Parentesco?”. Una mujer rubia, petisa, mira al policía y contesta “la madre”. Es la madre de Daniel Espósito, uno de los hombres que minutos más tarde será condenado a prisión perpetua por ser uno de los autores del asesinato de Daniel Migone. Si la mujer no lo hubiese aclarado, el parecido confirmaría lo evidente.
Más atrás está la madre de Héctor Luis Díaz Zapata –otro de los cinco ex policías imputados-. Estuvo presente en todas las audiencias del juicio. Se refriega las manos, como siempre. Están las hijas y la mujer de Marcelo Falcón, el responsable de la comisaría aquella noche de noviembre. Familiares, periodistas y una cantidad llamativa de policías custodiando la sala, que está repleta.
Espósito mira al suelo. Díaz Zapata, mastica chicle y también mira al piso. Tiene la mirada desencajada. En el aire, en las caras, en los gestos y los movimientos de los asistentes se percibe la tensión.
Andrea Migone es la última en llegar. Tiene un lugar reservado en la primera fila, al lado de su abuela, su hermano y su novio. Llega media hora más tarde de lo anunciado porque no tenía con quién dejar a su hijo Thiago, de tres años. A cuestas lleva a Estrella, que nacerá en las próximas semanas.
Andrea termina de acomodarse y el tribunal entra por la puerta de la izquierda. Los asistentes se paran. La secretaria del juzgado comienza con la lectura de la sentencia: “El tribunal decide condenar a Héctor Luis Díaz Zapata a la pena de reclusión perpetua por torturas seguidas de muerte a Daniel Migone”. Andrea ya no puede dejar de llorar. Su novio la abraza, ella se recuesta en su hombro. Los acompañantes de la segunda fila tocan en los hombros a los familiares de Daniel Migone.
Del otro lado de la sala, están los familiares de los imputados, ahora condenados. Se escuchan gritos y llantos. La secretaria termina con su repertorio: Díaz Zapata, Tolosa y Espósito son condenados a prisión perpetua por ser los autores materiales del asesinato de Migone. A Marcelo Falcón le tocan diez años de cárcel e inhabilitación perpetua por omisión de evitar las torturas seguidas de muerte. María Valeria Maciel – ausente- fue absuelta.
Todo pasa muy rápido. Los condenados ya no están. La prensa se abalanza sobre Rosa Bru y Porota, la mamá de Daniel. En la cara de Andrea, Pipo y Porota el llanto se mezcla con la alegría y la tranquilidad de la justicia.
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Migone no es el primer muerto en la comisaría novena de La Plata. En 1993 Miguel Bru estudiaba periodismo y vivía con unos amigos – con quienes tenía una banda punk – en una casa tomada cerca del Policlínico. El 16 de agosto lo vieron por última vez.
Sus compañeros encontraron su bicicleta y su ropa en las orillas del Río de La Plata. Cerca de una casa que Miguel tenía que ir a cuidar, a donde nunca llegó. Como Daniel, Miguel no figuraba en el libro de ingresados a la novena. Aunque tiempo después se descubrió que su nombre en realidad había sido borrado.
Otros detenidos aquella noche en la comisaría aseguraron que Miguel fue torturado hasta la muerte. Por las torturas, asesinato y desaparición de Bru fueron condenados el comisario y subcomisario de la novena. Veinte años después, uno de los responsables murió y el otro está a punto de gozar de la libertad condicional. Dónde está el cuerpo de Miguel Bru, sigue siendo una incógnita.
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En la esquina de 3 y 40 está el “Almacén San José”. En la puerta un cartel escrito en computadora reza “prohibida la entrada con zapatillas”. Las motos, las mujeres perfumadas, vestidas con ropa brillante y tacos altos; los hombres con zapatos y campera de cuero, suelen llenar el lugar. La música hace vibrar la noche sin distinguir el día de la semana, hasta que empieza a clarear y sus visitantes, habiendo cosechado o no un amor ocasional, vacían el lugar. Natalia Villalba y Daniel Migone alguna vez bailaron allí.
En la plaza Castelli, la de 25 y 60, el destino los reencontró casi un año atrás. Se conocían porque Migone fue compañero de la escuela del padrastro de Natalia. Desde ese día fueron inseparables. Él pasaba a visitarla casi todos los días. Tomaban mate, cenaban, se quedaba a dormir. A veces Daniel llevaba pollos del trabajo y juntos preparaban matambre que vendían a una rotisería del barrio.
Natalia nació en Misiones pero lejos quedó su tierra natal. Vivía en La Plata, en una casa que compartía con su madre y uno de sus hijos. Sus dos hijas vivían con el padre, con quien ella legalmente seguía casada; aunque no era la última de sus parejas. Después vino la relación con el remisero, con quien terminaron yéndose a las manos. Ella contó que jamás le pegaba. Pero su madre dijo que se mataban a trompadas “tenían una relación de amor y odio”.
Natalia declaró ante la fiscal Leila Aguilar, entre otras cosas, que con Daniel sólo eran amigos y que trabajaba en un privado, una casa de citas. Daniel Migone no fue, ni era, el único hombre en su vida. Mantenía una relación con Fernando, un tipo casado, con el que Daniel había discutido varias veces. La frecuentaba un taquero que la pasaba a buscar en un auto gris en donde estuviera. Tocaba bocina y se la llevaba, dirán sus amigos en las declaraciones. El taquero era un policía con alta jerarquía en la comisaría novena.
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“Daniel creyó que iba a cuerpo médico, no sabía que terminaría en la sala de autopsias” afirma el defensor de los Migone. Fabio Villarruel parece budista. Su cabeza completamente pelada y la barba que cuelga unos centímetros de la pera, llaman la atención dentro de los tribunales de La Plata.
La relación de Daniel Migone con Natalia Villalba es clave. Que ella saliera con un efectivo de la novena no es un dato menor. Allí está el motivo de la detención. Está convencido de que no había razones para detenerlo y que, una vez muerto, la policía tuvo que salir en busca de pruebas que permitieran justificar el ingreso a la comisaría. Se basa en las irregularidades de uno de los testimonios para evidenciar que la causa fue armada por la bonaerense.
Eduardo Di Salvo la noche del 9 de noviembre estaba en un cumpleaños. La suegra del dueño de casa llegó corriendo y le dio el aviso: “hay un hombre forzando tu auto”. Salió a la calle, el tipo ya no estaba. Subió al auto y acompañado por la suegra de su amigo fueron en busca del delincuente. No lo encontraron. Se acercaron a la comisaría a hacer la denuncia. Allí identificó un estéreo, una calculadora, un celular Nextel, unas monedas y diez pesos como propios. Minutos más tarde otra mujer reclamaría en la comisaría que el estéreo y la calculadora eran suyos.
Di Salvo estuvo un rato largo en la novena esa noche. Según el testimonio de uno de los imputados, fue una de las personas que vio el cuerpo sin vida de Migone en la celda de contraventores.
“No sé a qué parte de la comisaría lo llevaron. Puede haber sido la cocina, o el patio de atrás” explica Villarruel. Como si fuese el personaje principal de una obra de teatro, dramatiza la escena del crimen: una patada a los testículos lo hizo doblarse. Lo empujaron contra el ángulo de dos paredes. Lo agarraron por atrás con un brazo asfixiándolo. Daniel intentó defenderse, por eso tenía marcas de uñas en el cuello.
A la celda de contraventores de la novena se llega después de atravesar casi toda la comisaría. Varios testigos afirman haber visto cómo el lugar estuvo vacío unos instantes y luego se encontraron con la escena de Migone tirado en el suelo. En el 2005 contraventores estaba conectada al “pabellón de población” – en donde vivían los presos con o sin sentencia judicial- por una pequeña ventana.
Por los pasillos de los tribunales platenses desfilan presos, abogados, policías, jueces, fiscales, ladrones y asesinos. Los muertos viajan en expedientes. Están en carpetas con cientos de papeles y fojas llamados “causas”.
En el poder de convencimiento de los abogados para con el tribunal llegará o no la justicia para esos viajantes anónimos. Los muertos, muertos están, pero el cuerpo de Migone va a hablar.
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El Nari Di Stasio entra en la sala A de tribunales vestido con un equipo deportivo de tela de avión azul. Tiene el pelo canoso, con poco flequillo sobre la frente y más largo en la nuca que en el resto de la cabeza. Es muy flaco, pareciera que no ve de un ojo, y su forma de caminar es extraña. Mueve demasiado los brazos.
Se sienta en el medio de la habitación. Los jueces, el fiscal, los abogados, los imputados y los asistentes lo escucharán hablar en completo silencio. Durante algunos minutos será el protagonista.
El Nari vivía en el pabellón de población de la comisaría novena la noche de aquel miércoles de noviembre. Miraba una película con sus compañeros cuando escuchó que desde la ventanita que daba a la celda de contraventores alguien lo llamaba por su sobrenombre. Se acercó. Del otro lado de la ventana encontró a uno de sus amigos de toda la vida: Daniel, a quien él cuando eran pibes, había apodado “Fantasma”. Le pidió un porro, pero el Fantasma no tenía “Estaba re careta, enojado. Lo estaban engomando. Me contó que tenía problemas con una mujer, que no era la brasilera con la que él tenía los chicos”. Como no quería perderse el final de la película que pasaban por el canal Space, le dijo a su amigo que lo esperara.
Pueden haber sido diez o quince los minutos que tardó en volver a asomarse por la ventana. La celda estaba vacía. Pensó que quizá el Fantasma había sido trasladado a cuerpo médico, a hacer los trámites burocráticos por los que pasaban todos los detenidos que ingresaban a una comisaría. O quizá había logrado escaparse, no lo sabía. Por las dudas no dijo nada. Volvió a lo suyo, a conversar con sus compañeros del pabellón.
La sala A de los tribunales de La Plata está revestida en madera rojiza. Un estrado, tres sillones, y una cruz de la que cuelga Cristo son parte del decorado de la habitación. Enfrente, en el medio de la sala, una butaca y un micrófono de pie.
A la derecha sobre tres mesas descansan códigos penales y los codos de seis personas: los abogados defensores. En la fila de butacas que hay detrás de ellos una mujer sentada mira fijo al suelo. Es morocha, tiene un lunar enorme y oscuro arriba de la boca. Las manos agarradas entre sí. No levanta la cabeza. A su lado hay un hombre medio pelado, tiene las orejas gigantes y anteojos de marco de metal. Desde atrás de los lentes observa todos los movimientos de la sala con la mirada desorbitada. Minutos después se suma al banquillo de los acusados otro hombre con anteojos similares, también es pelado. Dos hombres esposados, que entran a la sala acompañados por miembros del servicio penitenciario bonaerense, completarán la lista de los imputados.
Héctor Luis Díaz Zapata, María Valeria Maciel, Daniel Espósito, Carlos Ariel Tolosa, y Marcelo Falcón están acusados de ser los artífices del destino de Daniel Migone aquella noche en la comisaría novena.
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La relación de Natalia con otros hombres fue motivo de discusión de Daniel con su padre. La mujer tenía la entrada prácticamente prohibida a la casa de los Migone. Fueron varias las oportunidades en que le dijeron que esa mujer no le convenía. Que iba a traerle problemas. Sabían por qué se lo decían. Unos meses antes Daniel había vuelto a su casa golpeado y con la ropa manchada de sangre después de agarrarse a trompadas con un policía “que perseguía a Natalia”.
Aquella tarde de noviembre Daniel pasó a visitarla. Ella dormía la siesta en la cama del living. Tomaron mate. Lo notaron raro, como si estuviera “borracho o empastillado”. La mamá de Natalia quería ver el último capítulo de Floricienta, Daniel quería escuchar música, se puso denso. La mujer le pidió a Natalia que se lo llevara.
En la plaza Castelli fumaron un cigarrillo y él le pidió que lo acompañara a tomar una cerveza. En el bar de los Garrópolis -un pool en el que circulaban, entre otras cosas, policías- y que Daniel solía frecuentar después del trabajo, pasaron un rato. Allí se despidieron porque ella iba a cenar con su amigo el “Empanada”.
Natalia llegó a la casa de sus amigos y se sorprendió al encontrarlo a Daniel ahí. No esperaba verlo. No sabía que iría y no podía comprender cómo había hecho para llegar tan rápido. Tomaron unas cervezas. Se besaron. Daniel insistió para que se fueran juntos. Ella quería salir a bailar. Se puso pesado. Los dueños de casa le pidieron que se fuera.
Enojado y borracho empezó a patear la puerta del lugar. Natalia se enteró que la dueña de casa había llamado a la policía, salió y habló con él. Paró un taxi, Daniel como subió bajó. No quería irse. Ella volvió a entrar.
Un móvil de caballería y un patrullero de la novena no tardaron en llegar. Un oficial habló con Migone “Él quería hablar con una mujer que estaba adentro del domicilio, pero ella no quería. Dijo que al otro día sí hablaría con él. Pero en ese momento no”. Daniel caminó hacia la esquina. Los móviles se fueron.
Natalia dijo ante la fiscalía que Daniel no era violento. Aunque a veces, cuando tomaba, “se ponía fuerte y jugaba rudo, pero no era agresivo”. La tarde del 10 de noviembre de 2005 asegura haber estado en la casa de Fernando – el hombre casado con quien también mantenía una relación-. Un amigo llamó y le dijo que habían encontrado muerto a Daniel Migone en la calle. Le contaron que supuestamente se había suicidado, no lo creyó posible. Sabía que Daniel tenía muchos proyectos y “ganas de vivir”.
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Cuando a Evelyn Lopresti la despertó el timbre en La Plata amanecía. En la sala de autopsias del Hospital San Martín un hombre y una mujer le abrían la cabeza a un cadáver. Un futuro viajante en expediente.
Del otro lado del portero a Lopresti un vecino le avisaba que habían intentado robar su auto. En la puerta de su casa la esperaba un operativo policial. Su auto estaba lleno de polvo blanco y con manchas de sangre “Como si alguien hubiese refregado sus dedos manchados”. En un patrullero la llevaron a hacer la denuncia. Nunca antes había estado en un lugar así, quizá por eso no le prestó atención a las mujeres policías que lloraban dentro de la comisaría. Sólo quería terminar el trámite e irse a su casa. Le hicieron identificar un teléfono, un Nextel, pero no le pertenecía. De la rueda de auxilio y el estéreo que le faltaban a su Fiat 147 no había novedades. Ni las hubo.
Lopresti no fue la única persona a la que despertaron aquella noche. Claudio Jaidar se había hecho cargo de la seccional novena en febrero del año 2005. La madrugada del 10 de noviembre lo despertó un llamado a su celular. Del otro lado Marcelo Falcón, uno de los imputados, aseguró tener “novedades” para contarle. Detuvieron a una persona que había intentado ahorcarse. El hombre estaba muerto.
Se levantó y en su auto fue hasta la comisaría. Ahí Encontró a María Valeria Maciel, la única mujer imputada en la causa, llorando adentro de una oficina.
Ante el tribunal dice que el caso lo afectó mucho, que no tuvo oportunidad de decirlo. Tanto lo afectó a Jaidar el hecho que tiempo después fue ascendido a la Departamental de Investigaciones de La Plata. Hoy está retirado. Con todos los honores y privilegios de ser uno de los jefes de la Maldita Policía. Un cuadro de la bonaerense.
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Daniel Migone fue detenido alrededor de las 23.30 horas del nueve de noviembre de 2005 por supuesto robo de estéreos. Lo trasladaron a la comisaría novena. Pateó la puerta de la celda de contraventores, se lo escuchó gritar que le explicaran por qué lo habían detenido, que le dijeran qué habían hecho con su teléfono celular, un Nextel.
La hipótesis de que no había motivos reales para detener a Migone, y que una vez muerto la policía tuvo que salir en busca de objetos que permitieran justificar su detención, quedó probada en las audiencias del juicio. En el que intentó esclarecerse qué pasó aquella noche con Migone en la comisaría novena.
Un análisis genético realizado al ADN encontrado en el auto de Lopresti, determinó que la sangre pertenecía a una mujer. Migone no tenía heridas sangrantes en su cuerpo, que fueran compatibles con el delito que se le imputaba. Curiosamente el Nextel de Migone figura en la causa como uno de los objetos sustraídos a Di Salvo. El mismo hombre que pasó un rato largo en la comisaría aquella noche e identificó como propios el estéreo y la calculadora que minutos después una mujer reclamaría como propios.
Carlos Ariel Tolosa, uno de los imputados, reconoció que el teléfono que figuraba como prueba de uno de los delitos cometidos por Daniel Migone, era una de las pertenencias que le habían sacado al detenido cuando entró en la comisaría. Junto con los cordones de las botas y el cinturón.
Tolosa es el de las orejas enormes y la mirada desorbitada. Es el único de los imputados que prestó declaración en el juicio. Aquella noche estuvo por lo menos cuatro veces fuera de su puesto de trabajo. Pero asegura que estaba cumpliendo sus funciones cuando vio dirigirse a la celda de contraventores a Héctor Díaz Zapata y a tres personas más. Entre ellas un civil “vestido con camisa blanca con rayas y dibujos negros”. Quizá sea fanático de los detalles, o de las camisas, porque recuerda con exactitud el estampado de la prenda, pero no quién era la persona que la vestía.
Cuando declara que fue parte del escuadrón “antitumultos” en la sala A todos se sorprenden. Su físico no hace pensar que tenga las características necesarias para ser parte de ese grupo. Como si hubiese advertido la sorpresa del público aclara “Bajé más de cuarenta kilos desde que pasó esto”.
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Nari lo intentó una vez más. Había prometido volver. Nuevamente miró a la celda de contraventores y encontró la escena: el Fantasma tirado en el suelo. Un charco de sangre. Una campera de jean abollada a un costado. Díaz Zapata y Tolosa tomándole el pulso al detenido. Corridas. Gritos. Puteadas.
La hipótesis policial fue suicidio. Con una campera de jean atada a una tarima a 30 centímetros del suelo, aseguran que Daniel Migone se quitó la vida.
Cuando el Nari se enteró hizo la prueba. Retorció una campera de jean, la ató, se tiró al suelo. Su conclusión: imposible ahorcarse de esa manera.
Las pericias realizadas al cuerpo de Daniel Migone determinaron que murió asfixiado por otra persona. Tenía traumatismo de cráneo. Golpes en los genitales. Marcas en el cuello como si hubiese intentado desprenderse del brazo que no le permitía respirar. Huellas de un forcejeo en los hombros.
La comisaría novena controla, entre otras cosas, la zona roja de la ciudad de La Plata. Natalia Villalba trabajaba de prostituta y tenía una relación con un efectivo de la comisaría.
Migone quizá nunca haya imaginado que su futuro sería viajar en expediente por los tribunales platenses. Lo que sí sabía era que la policía lo estaba engarronando. Había sido chorro, conocía el lenguaje de la cárcel y los manejos policiales. Quizá por eso aquella noche en la comisaría no dejaba de gritar y patear la puerta. Pedía que le explicaran por qué lo habían detenido. Quizá por ese mismo motivo les contó a los otros presos que tenía problemas con una mujer. La mujer con la que estaba obsesionado. La mujer que compartía con el taquero. Con ese tipo que tenía un alto cargo en la novena, pero que nadie sabe quién es.
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