Salí tarde del trabajo y tengo que estar en casa antes de las seis. El microcentro está pegajoso, el aire caliente sale del asfalto y las personas avanzan como levitando con la ropa pegada por el sudor. Ayer me puse unos zapatos que me abrieron ampollas, las botas con tacos de hoy me aprietan y siento pinchazos en los pies. Llego a la boca del subte A y bajo corriendo las escaleras. Es viernes y hacen 30 grados. Adentro del vagón la sensación térmica es tan alta que me sofoco. Una, dos, tres estaciones y seguimos viaje todxs apretadxs. En Primera Junta pido permiso, empujo gente y bajo. Vuelvo a salir a la calle y veo el colectivo. Llego a leer que tiene aire acondicionado: me ilusiono, corro y lo alcanzo. El aire está roto, pero conseguí un asiento. El calor me hace dormitar. Me despierto cruzando un puente. ¿Es la General Paz?
Desde que bajo del colectivo camino cinco cuadras, cruzo la puerta del frente, un pasillo, el jardín y llego a casa. Me saco las botas, las medias y en el tirón arranco las cascaritas de las ampollas. Veo la sangre y pienso en que no voy a volver a usar esos zapatos. Hace un año y medio decidí no lastimarme más: dejé de depilarme y usar corpiño. Hay días que cambio el vestido corto por el largo antes de salir para el trabajo. Hay días en los que dudo frente a la remera blanca y exorcizo la vergüenza repitiendo bajito esunadecisiónpolítica. En el barrio no me siento así: es mi territorio y me envalentona. Y ahora estoy acá, en mi casa, y me saco el vestido en el living. Voy hasta el cuarto. Agarro un shortcito de jugar al fútbol. Nunca pateé una pelota, pero es mi favorito. Me quedó así, en patas y shortcito. Nada más.
Camino por la casa tranquila. Tengo un rato antes de salir hacia un recital y todavía hay sol afuera. El frío de las baldosas alivia los pies. Abro la heladera, saco hielos y armo un Cinzano con soda. Agarro un libro que dejé por la mitad y abro la puerta para salir al patio. El viento me da en el pecho y quedo clavada. ¿Qué me frena? Cierro la puerta. Miro alrededor: hace veinte minutos que camino en tetas en un lugar lleno de ventanas.
¿Me habrán visto lxs vecinxs? Vuelvo a mi cuarto con la cara bordó y me pongo la primera remera que encuentro.
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Cuando era chica compartía el cuarto con mi mamá y mi hermano. Yo dormía con ella en una cama doble y Yagui en una pequeña pegada a la nuestra. El espacio no era muy grande: entraba un escritorio con una tele, una cajonera, las camas y nosotrxs. Mi mamá trabajaba todo el día. Después del colegio nos cuidaban mis abuelxs. Cuando ella llegaba, comíamos, subíamos a la piecita y ella se quedaba en tetas mientras mirábamos dibujitos.
Me acostumbré a verla así: ordenando ese pedacito de espacio en bombacha y sin corpiño. Después fuimos creciendo. Dejamos el cuarto en la casa de mis abuelxs y tuvimos habitaciones propias. Llegaron Pin y Jazmín a nuestras vidas. Él nos hizo un cajón enorme para guardar los juguetes. Mi mamá siguió moviéndose por las casa sin remera. Una vez le pedí que se pusiera algo, que ya estábamos grandes y me incomodaba. Todavía recuerdo su respuesta:
-Me reprimió mucho mi papá y mi hermano para que ahora vengas vos a decirme estas cosas.
Nunca escuché su voz tan grave y seria.
La primera vez que me depilé tenía 10 años, estaba en quinto grado de la primaria. Hacía más de un año que mis compañeros me llamaban mono titi porque era baja, morocha y tenía pelos en brazos y piernas. Mi mamá no quería que me depilara, pero lloré varias veces hasta que aceptó hacerlo con una gillete. Le pareció menos violento que llenarme de cera caliente y tironear como lo había hecho mi abuela con ella sobre la mesa del living cuando tenía 11 años. A los 12 me pasé la gillete tres veces en la pierna izquierda porque tenía pelos encarnados que no salían. Me abrí la rodilla. Todavía tengo la cicatriz.
A los 15 años mi mamá me dijo que para mi cumpleaños podía tener lo que quisiera: pedí una computadora de escritorio para poder instalar el juego Sims y una depiladora NONO!. Era de la primeras láser para el hogar que traían al país y prometía una depilación definitiva. Empecé el tratamiento sola. Me quemé los tobillos. Me asusté tanto que la tiré en el ropero y no la volví a usar. En el tobillo derecho no me volvieron a crecer pelos. En cambio, tengo otra cicatriz.
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Este año viajé con estudiantxs de escuelas secundarias al Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans. Fue la primera vez que siete colegios de Capital Federal se organizaron y llegaron juntxs hasta Trelew. El día del acto inaugural caminamos por una zona de tierra y pasto seco en un grupo de pibxs de entre 13 y 18 años. Los pelos rosas y verde, los piercing, tatuajes, las piernas peludas y el glitter que sobrevivió a las 24 horas de viaje constataron con el marrón pálido patagónico.
Recuerdo una postal en la marcha: antes de arrancar un grupito de cinco pibas se tunearon con glitter, dibujaron consignas en el cuerpo, colgaron pañuelos verdes y salieron en tetas. A las diez cuadras ya eran más de quince las chicas que caminaban así. “No puedo creer que mi primer tetazo es tan lejos de casa”, escuché a una.
-Ey, macho gato, vos qué miras este tetezo no te quiere calentar, fue la canción más cantada en esta columna.
Un grito entre risas, desafiante.
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Muchas veces había dicho que me depilaba porque era lo más cómodo e higiénico. Cuando escuché esas ideas calcadas repetidas en varias mujeres me hizo ruido. ¿Ponerme un pantalón obligada los días de calor porque no llegué a la depiladora es comodidad? ¿Soñar con tener dinero y ganas de gastarlo en depilaciones definitivas es lo higiénico?
Lo primero que me preguntó una amiga cuando vio mis piernas peludas fue sobre el deseo. “¿A tu novio no le molesta?”, dijo. La verdad, no lo habíamos hablado. Volví a mi casa pensando en eso y le conté a D. Nos reímos mucho por lo insólito: él nunca me preguntó cómo podía afectar nuestra relación los pelos de su barba. Después grabé un boomerang de mi boca y lo subí a mis redes. Escribí “deseo”. Seguía intacto.
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Escribí una primera versión de este texto y lo publiqué en mis redes sociales. Llegaron mensajes de otras mujeres. Desireé Esquivel vive en Paraguay. Allá los días son de 38 grados y las noches no refrescan. Cuenta que las tardes de calor miraba las piernas de su mamá, lisas y suaves, y las comparaba con las suyas, blancas plagadas de pelitos castaños. Quería unas piernas como las de ella, como las de la revistas. La primera vez que se depiló fue para su fiesta de 15 años.
Se encerró en el baño con una glittet de dos hojas nueva y se pasó la afeitadora una, dos, tres veces hasta que se abrió el tobillo derecho. Sangre, grito y su mamá que es enfermera entrando corriendo. Las fotos de cumpleaños se las sacó ocultado la venda y la herida. En abril de este año decidió dejar depilarse. Llegó la primavera y salió con pelos en las piernas. “Mba’e pio péa”, la molestó su mamá. En guaraní significa qué es eso. La que lo festejó fue su abuela Machi: ella no se depila desde hace años.
Belén Corra no habla de la depilación sino la veces que se lastimó la cara porque no soportaba ver granitos. Pensó que era algo que se le iba a pasar después de la adolescencia, pero siguió. Esta semana le salieron unos granitos en la cara y el cuello. Mientras escribía su tesis de licenciatura, empezó a tocarse la cara. Primero sutil, después rascandose y apretándolos hasta que el cuello quedó rojo. Se sacó la primera piel.
Fabiola Gutierrez vive en Bolivia y empezó a usar tacones en el colegio secundario. Tenía una colección grande: todos por encima de los 10 centímetros o aguja, de distintos colores y formas para combinar con la ropa. Le lastimaban los tobillos, el dedo gordo y los más chiquitos donde caía el piso. Terminaba con ardor en las rodillas. Llevaba siempre curitas para las ampollas. Recuerda como momentos de liberación las fiestas donde después del saludo y las primeras fotos, dejaba los tacones a un costado para poder bailar descalza. De reojo, veía que sus amigas hacían lo mismo.
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Estoy parada frente al espejo. No veo mi cuerpo sino que imagino a D un domingo corriendo en las canchitas de Ramos Mejía. Él colecciona camisetas, shorts, medias altas y botines, pero imagino que con este calor estaría en cuero. La escena me da bronca.
Igual mando mensaje enojada: “Voy subir una foto en tetas a las redes”.
No espero la respuesta.
Vuelvo a sacarme la remera y hago una foto. Dudo.
La mando al grupo de WhatsApp con mis hermanas:
-¿Es mucho? Tengo calor y odio.
-Noooo, está re bien, estoy a favor de todos los nudes, contesta Consu, la más chica.
A ella no tengo que explicarle mi enojo. “De la piel para adentro comienza mi jurisdicción”, dice en su perfil de IG.
Miro la imagen. ¿Por qué estoy pidiendo permiso? Tapo los pezones con emoticones, para que no a borren y la subo. No la vuelvo a mirar.
La noche siguiente hablo con D. Estoy sentada en mi cama, mientras él dobla ropa y afuera llueve muchísimo. Siento que el agua esconde la escena y nos protege. Le pido que venga, escuche y leo en voz alta un fanzine de Rocío en Las Inmensidades: habla sobre la feminidad del cutter en el bolsillo, de las heridas que si sanamos tal vez sanen nuestro linaje, nuestra historia, nuestra familia. Miro las fotos.
Cierro el texto y lo acaricio. “Deseo el calor, el shortcito, los pelos, el vermut, la lectura, sentarme así bajo el árbol de moras”, digo. D. se ríe.
Cierro los ojos e intenciono mis palabras.
Esto es una macumba.