En Quibdó la tasa de homicidios de jóvenes ha disminuido en los últimos años, pero habitantes de barrios como Villa España dicen que hoy se sienten más inseguros. En la zona norte de la ciudad son jóvenes armados los que imponen la ley y los que deciden quien entra y quién sale de sus territorios.
En Quibdó las funerarias son millonarias.
Eso dice entre risas Arist Jhon Sánchez, 21 años y las puntas del pelo pintadas de rojo. Él con tres amigos ensayan las letras de sus canciones de rap que mezclan con sonidos típicos del pacífico colombiano. A uno de sus compañeros, “uno con talento” recuerdan, lo asesinaron en 2014, a sus 25. Lo asesinaron por drogas, por líos entre pandillas. En Quibdó, la capital del departamento de Chocó, los jóvenes mueren a diario. Los jóvenes, acá, se matan entre ellos.
Después de cinco canciones se acaba el ensayo. El repertorio es corto, menos de una hora. Eso es lo que durará la presentación que harán en agosto en la embajada de Suiza en Bogotá. Sudados y agitados por el baile dicen sorprendidos, como quien no se la cree, que esa es ahora su vida, que ellos ya tomaron la decisión: la música mejor que las armas.
No es la misma decisión de otros. En Quibdó, en algunos barrios más que en otros, los taxistas dicen que por algunas calles no andan, que por allá no suben. Preguntan si hay alguien conocido que espere a la entrada de esos barrios para recibir al que es extraño. Lo dicen porque le temen a grupos, a grupos de jóvenes que quieren saber, que tienen que saber quién entra y quién sale de sus territorios. Con quién y para quién se trabaja.
Es sábado 23 de junio, son las 10 de la mañana y en la esquina de la entrada al barrio Villa España, en la comuna 1 en la zona norte de Quibdó, un grupo de cinco jóvenes sigue la fiesta del día anterior. Un bafle en la mitad de una calle ahuecada, la música a reventar y una botella de brandy Domecq entorpecen el camino de quien pasa. Le dicen a la gente que hay que colaborar con la causa; que hay que darles plata.
Son la ley del barrio. “Acá nadie puede robar, pero ellos sí roban. Acá nadie puede pelear, pero ellos sí pelean. Ellos hacen lo que les da su gana˝, dice Carlos Murillo, de 19 años. Sus espinillas en la cara delatan su juventud y sus gestos escasos los esconde bajo una cachucha gris desteñida. Se queja porque desde hace más de un año no puede hacer lo que hacía antes, no puede estar tarde en la noche por ahí, no puede tener amigos de afuera porque el miedo no los deja llegar al barrio.
Carlos no hace parte de este grupo que deambula, controla y vigila las calles de Villa España porque, dice encogiéndose de hombros y arrugando la nariz, no le interesa. “Esos que se dedican a eso es porque no tienen nada que hacer, en cambio yo sí, yo tengo unas metas: terminar mi bachillerato y entrar a la Policía. Lo mío no es la plata fácil ˝.
Los homicidios de población joven han disminuido en Quibdó en los últimos años, pero la sensación de inseguridad es mayor. En 2012 asesinaron a 680 personas entre 14 y 30 años. En 2016 la cifra fue cercana a 100. La explicación: hubo una reestructuración de la delincuencia.
Antes cada cual andaba por su lado, había varios grupos pequeños en cada barrio. Desde hace dos años, las dinámicas son distintas, los territorios y zonas de expendio están definidos. “Ahora son delincuentes que tiene órdenes dentro de una estructura y si hacen algo que no va dentro de esa línea, los desplazan o los matan ˝, dice Jaminton Robledo, fundador de una asociación de jóvenes desplazados del Chocó (Ajodeniu).
Ahora es sólo un grupo, pero con más poder y control sobre el territorio. “Uno ve a los pelaos todo el día fumando, en el vicio, con armas y hablando de cómo chuzaron a este y cómo mataron al otro”, dice Karina Perea, habitante de Villa España.
De estos jóvenes las personas hablan, pero en voz baja y entre susurros. Incluso ellos mismos prefieren no dar información y cubrirse la espalda, sobre todo cuando hay extraños. Cuidan especialmente a sus líderes. Uno de ellos es Hader, de 19 años, que por estos días da de qué hablar porque busca recursos para grabar los videos de sus canciones. En frente de su casa hay cuatro hombres de gafas oscuras que se refugian del sol bajo un techo de paja mientras juegan dominó. Dicen que no saben si Hader está, aunque después se arrepienten y dicen que no, que no está.
Carlos Murillo está convencido de que el proceso de paz entre el gobierno colombiano y las Farc no ha tenido efectos en su barrio; al contrario, la situación es más difícil: “Lo que pasaba en el monte ahora pasa en la ciudad. A esta gente acá los manejan, esos grupos armados del monte son un apoyo para ellos, son los que les consiguen las armas”.
Para Januar Chaverra, oficial de protección de Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) en Quibdó, con el proceso de desmovilización de las Farc, las bandas delincuenciales y criminales, los paramilitares, el ELN y otros actores armados han copado los espacios que antes eran de esa guerrilla. La población joven se ha convertido en su carnada. “Esa es la estrategia: engrosar sus fuerzas de trabajo para tener el control de los territorios”.
Pero eso no es todo, no sólo se trata de jóvenes. Se trata, además, de población en su gran mayoría víctima del conflicto armado y desplazada de sus tierras de origen. Villa España la creó el Gobierno en el 2002, con 90 albergues para familias que desde 1997 llegaron a la capital del departamento y habitaron el coliseo porque no tenían otro lugar para vivir. En Quibdó, el 60 % de la población es víctima y ellos hacen parte de esa cifra. Muchos de los jóvenes que hoy gastan las horas del día en una esquina del barrio no nacieron ahí, nacieron en Bojayá, Riosucio o Urabá y por cinco años de su infancia el espacio deportivo de la ciudad se convirtió en su hogar. “La tendencia es que sean ellos los que son el caldo de cultivo para hacer parte de esos grupos delincuenciales”, asegura Chaverra.
Es el caso de Pachito y del Cholo. Dos apodos reconocidos en Villa España, especialmente el del primero. Llegó a Quibdó como desplazado con su mamá y sus hermanos y a los 12 cogió las armas. Iba a la escuela armado por protección hasta que los profesores le dijeron no más. Tuvo que salir del barrio por amenazas, vivió en Medellín y luego volvió. Volvió porque no soportó estar fuera de sus tierras, pero sobre todo porque quería imponer su orden. Y así lo ha hecho, hoy ya no es tan joven, tiene 28 y es uno de los duros.
“Eran como las 10 de la mañana, era un domingo. Habían estado fumando y tomando. En esas yo voy saliendo de mi casa con mi primo, íbamos cruzando la calle y veo el man, viene Pachito y el Cholo, que son los que mandan acá”, cuenta Carlos riéndose por el susto que le pegaron. Andaban buscando a alguien que no era del barrio, pero como estaban amanecidos, lo confundieron. “En esas Pachito sacó un fierro largo, plateado y me lo puso en la cabeza. Nos fue acorralando, a mi primo le pegaron. Pero en esas el Cholo entró en razón y se los llevó. Casi me matan, inocentemente, pero qué podía hacer”, recuerda.
No hay cifras oficiales de cuántos jóvenes pertenecen a estos grupos en la zona norte de Quibdó. Los habitantes del sector aseguran que algunos empiezan como campaneros, como informantes desde los 10 años. Dejan de estudiar y desde esa edad, dice Carlos Murillo, empiezan con el “vicio, su trabajo es robar a los demás y su final es la cárcel o que los maten”.
“Algunos de esos jóvenes que están enganchados con esa situación de conflicto lo dicen: si tuvieran mejores oportunidades, no estarían ahí”, asegura Jaminton Robledo y reconoce que se trata de una población joven armada sin posibilidades futuras. Aunque Acnur, Ajodeniu, la Casa de la Juventud de la Alcaldía de Quibdó, Heks Colombia, entre otras entidades han creado grupos deportivos y artísticos para enganchar a esta población y ofrecerles otras oportunidades, para Loberlin Palacio, secretaria de la Comisión vida, justicia y paz de la Diócesis de Quibdó, eso no ha sido suficiente. “El gobierno no ha brindado otros mecanismos para que esta población tenga alternativas distintas a los grupos armados y a la vida fácil del dinero rápido”.
A Carlos, más de una vez, sus amigos le han propuesto que entre a hacer parte de estos grupos. Pero él no ve la necesidad, dice, porque él vive “más o menos”, puede ir al colegio y utilizar sus tiempos libres aprendido a contar historias dentro del colectivo de comunicación al que pertenece. “Yo quería estudiar ingeniería civil, pero con mi situación no puedo, no tengo recursos. Pienso ser policía, a no ser de que me maten por ahí”.
* Esta nota se produjo en el marco de la Beca Cosecha Roja. Fue publicada también en la revista Cero Setenta
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