Un chico encerrado no puede mirar el cielonocturno. La noche es sinónimo de peligro y delito. Si tiene la suerte de pegar una pieza con ventana, quizás alguna estrella se asome por allí, de vez en cuando. La luna será un misterio. Hablar del cielo y salir a mirarlo tiene un significado diferente para alguien que tiene prohibido hacerlo. Algo que nunca se le había ocurrido a nadie. O a muy pocos: desde hace cinco años un puñado de astrónomos recorren los centros cerrados del complejo Villa Nueva Esperanza para regalarle a los pibes el taller más poético del mundo.
Alejo corre, se agacha, toca el cono apoyado en el piso del patio y se despega de su oponente. Aunque mide más de un metro ochenta se mueve veloz. El objetivo de la carrera es llegar al globo terráqueo pasando por todos los planetas del sistema solar. Alejo es alto, rubio, tiene la espalda ancha. Cuando sale el grupo del pabellón central es el primero en saludar con la mano extendida.
-A vos te conozco; a vos también, estabas la otra vez. A vos no.
Alejo estuvo en el primer taller de astronomía “Derecho al Cielo Nocturno”, un proyecto que propone enseñar a adolescentes detenidos qué hay más arriba de los techos de los centros cerrados. Es el interno más antiguo del grupo y también del Centro Aráoz Alfaro: desde hace cuatro años cumple una segunda condena. Volvió a caer después de escapar y estar afuera durante tres meses.
-El 6 de enero de 2017 debería salir pero como me fugué, olvidáte. Mi juez me va a hacer quedar hasta el último minuto del último día.
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“Cuando pasó lo del Topo estuve medio bajón. Me llevaron al hospital y me re drogaron”, dice Alejo. “Después volví y estuvo todo mejor. Retomé los talleres y estoy leyendo sobre budismo. Me parece piola lo que plantea el chabón. Me lo recomendó la psiquiatra”.
Federico, uno de los docentes, recuerda que Alejo estuvo durante ese primer taller. Pero no era rubio y alto como ahora, que le saca casi una cabeza. Ya no es un pibito Alejo. Es padre.
– Cuando salga, dice, quiero dedicarme a animar fiestas infantiles.
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Es jueves y el cielo amenaza lluvia. En una esquina de La Plata, Federico García saluda con el celular en la mano y una sonrisa tímida. Es bajo, tiene la barba crecida pero cuidada y habla de la astronomía con la pasión del científico y la simpleza del que pasó la infancia en el interior. “Doctor en Astronomía”, dice mitad en chiste, mitad en serio.
Federico creció en San Rafael, Mendoza. Las estrellas que vio de chico al costado de la Cordillera deben haber sido bien brillantes. Es músico, de Racing, aunque cada vez le interesa menos el fútbol, omnívoro y obsesivo. Hace tres años tuvo una crisis profesional. Sintió que con la Astronomía se dedicaba a mirar otros planetas, mientras en el suyo, la Tierra, pasan cosas muy feas. Se sentía un bicho de observatorio. Tenía que haber algo más que pudiera hacer con lo que había aprendido. Por eso arrancó “Derecho al cielo nocturno”. Con la camioneta cargada de telescopios, sogas y esferas, él y más de 20 astrónomos se reparten entre los siete centros del complejo Villa Nueva Esperanza para intentar que por un rato esos chicos corran, jueguen y piensen. “Con los talleres no buscamos que aprendan las estaciones del año y los nombres de las constelaciones, sino que puedan pensar por qué son así. Que piensen por pensar y no porque sirve para algo concreto”, dice y se ríe. Sabe que frente a lo que ofrecen otros talleres como carpintería o literatura, la astronomía se zarpa en abstracta.
La camioneta arranca y en menos de diez minutos aparece el distribuidor, un nudo de avenidas que delimita los bordes de la ciudad. Ahí donde termina el casco, se abre camino la periferia más desprolija. Federico el astrónomo, Mara la trabajadora social y el otro Federico, el profesor de Educación Física, hablan del proyecto, de los materiales que van a necesitar, repasan la planificación. En el taller los chicos crean sus propios planetas y a través de juegos y dinámicas grupales los ubican en el sistema solar, los conocen. Si las cosas salen más o menos como planearon al final deberían tener algunos planetas inventados y un par de charlas y más sonrisas que hayan hecho que valga la pena haber ido hasta ahí.
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Después de cinco años coordinando talleres en contextos de encierro, Federico tiene ya algunas teorías sobre el mundo penitenciario. Y aunque cambia de opinión bastante seguido sobre si el sistema carcelario sirve o no, hay algo de lo que está seguro: aunque sea por un rato estos pibes tienen que poder despejar el bocho.
-Hay un imaginario social: si se mandó alguna, que vaya en cana. Pero nadie piensa que esa persona va a estar adentro tres años y después va a salir. Si vos lo mandaste al tormento de un lugar siniestro, ¿cómo creés que va a volver?
Apareció la avenida 520. El cielo se va oscureciendo y aplomando. Se ven escuelas, viveros, casas bajas. En unas cuadras, asomará “El Almafuerte”, el primero de los centros cerrados de Abasto.
El cartel naranja atornillado en la pared todavía dice “Nuevo Dique”, el nombre que tuvo el Aráoz Alfaro hasta fines de 2015. “Cada vez que cambia la gestión, le cambian el nombre”, dice Mara. Federico baja de la camioneta y toca el timbre. El portón corredizo se desliza un poco y aparece una suboficial de la Bonaerense. Los policías se encargan de revisar a las visitas y de custodiar el predio, pero no pueden ingresar al interior de los centros. Allí, sólo tiene jurisdicción la Secretaría de Niñez y Adolescencia. “No pueden tocar a los pibes, pero están ahí”, dice uno de los talleristas mientras espera que los dejen pasar.
El complejo “Villa Nueva Esperanza” es un gigante que aloja a más de 500 chicos de todas las localidades del conurbano. El 60% de los que tienen condena deambula según disponibilidad de camas o colchones.
Autorizan a entrar y se abre el portón. Una torre de colchones amarillentos hace equilibrio contra una de las paredes del Centro de Recepción Abasto. Es un edificio muy parecido a una escuela pequeña que está pegado al estacionamiento. Más adelante un segundo portón divide al Centro de Recepción del comienzo de predio del Aráoz Alfaro. El camino podría conducir al patio donde se hacen los talleres. Pero no. Llegamos hasta el fondo. Se ven algunas cuchetas en el pasillo. Los pibes deberían pasar sólo unos días en este lugar, hasta que les dan una cama definitiva en uno de los centros, pero muchos terminan cumpliendo la preventiva sin moverse de acá. Tres están en ojotas baldeando el piso. Dicen que por eso los colchones están afuera. Volvemos a la entrada y la suboficial que nos recibió ya abrió el segundo portón. El patio de 80 metros de largo se parece a cualquier patio enorme de una escuela pública de provincia. Baldosones de cemento, árboles añejos y algunos bancos. El taller se hace ahí.
-¿Ustedes son los astrónomos?
El celador que los recibe da vueltas. Cada vez que llegan la dinámica es la misma. La coordinadora del área educativa deja una lista con los anotados en la actividad para que puedan salir de los pabellones al patio. Los talleristas saben que hoy toca un grupo grande, ocho.
-Yo no tengo ninguna lista. No me dejaron nada. Si quieren les saco al grupo de música pero son tres.
Mientras Federico llama a la coordinadora que le confirma que la lista debería estar, Mara habla con el celador. Le pregunta por el grupo del pabellón izquierdo. Le retacea información sobre unos problemas que hubo más temprano. Si hacen bardo el castigo es quedarse sin taller. Cada vez hace más frío. Sigue nublado. Al final el celador vuelve a entrar en el pabellón con la promesa de “sacar algunos, para que no sientan que vinieron al pedo”.
Son las siete de la tarde de un jueves de frío polaren Abasto, periferia de La Plata. Rodeados de quintas y viveros los astrónomos intentan pescar la luna entre nube y nube. Preguntan a los chicos por “el adentro”, lo que pasa detrás de las paredes que están al fondo de ese patio enorme. ¿Cómo están comiendo? ¿Qué hicieron hoy? ¿Vino la psicóloga esta semana?.
Termina el primer juego. Alejo habla con Federico de poesía. Le propone un desafío: que escriba algo sobre alguna de las fotos de la NASA que trajeron y, a cambio, la próxima, él le regala un libro. Alejo acepta y mira las fotos. Las pasa de a una, se toma su tiempo. Hay de planetas, de nebulosas y de estrellas fugaces en plena explosión. Elige una que a simple vista es toda negra. Con esfuerzo se pueden ver algunos puntos blancos muy chiquitos. Es una galaxia. “Ésta”, dice convencido. Se la guarda en el bolsillo de la campera. Quizás le haga acordar a las estrellas que veía cuando iba a pescar con el abuelo, ahí donde aprendió a distinguir los Siete Cabritos y las Tres Marías.
Alejo es lo que se dice un interno modelo, hace todos los talleres de la oferta educativa del centro, tantos que tuvo que dejar huerta y música porque no tenía tiempo. Ahora está copado con cine y poesía:
-Vos ves un árbol por ejemplo, pero yo de ese árbol de allá puedo decir un montón de cosas, hablarte de las raíces, del pájaro que se paró sobre la rama, de las hojas. Acá lo que sobra es tiempo.
Sabe usar las palabras y parece que tiene un casete. “Casi siempre sacan a los que hablan bien, los que dicen lo que queremos escuchar”, dice Mara, conocedora de las idas y vueltas del encierro. Alejo se despide: “Aprendí valores, aprendí a expresarme, me sirvió mucho”. Pero en el taller finalmente no se hace más que correr, tomar mate y charlar un poco porque como se nubló la luna se pudo ver apenas un minuto en el telescopio.
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Cuando está durmiendo ese sueño que tardó varios días en recuperar, Federico siente que una mano fuerte y fría le agarra la cara, le tapa la boca y no lo deja mover. No puede gritar ni llamar al maestro para que lo venga a rescatar. Federico no se inquieta, sabe que esto ya le pasó a algunos de sus compañeros, que si se deja llevar por el miedo le puede jugar en contra. No quiere avivar a nadie. Ni al fantasma, ni a los que duermen en esa celda chica, oscura y húmeda.
-Desde que se colgó el Topo, algunos vieron sombras más seguido. Siempre se escuchaban cuentos sobre espíritus y esas cosas, pero ahora más, dice Federico mientras toma un mate caliente y dulce.
Federico es uno de los 60 pibes encerrados en el Aráoz Alfaro. Cuando habla, el vapor blanco y opaco que sale de su boca sube lento. Busca el cielo, mira para arriba. A unos metros, los tres talleristas arman un telescopio esperando que las nubes se corran un poco y que se haga de noche antes que el jefe de celadores los vaya a rajar. Un taller de astronomía no es la prioridad de los ocho asistentes de minoridad que tienen que controlan a los pibes.
-Acá se ven sombras, gente en los pasillos a mitad de la noche. Yo nunca ví, pero otros maestros sí.
Luis “El Cope”, como le dicen los pibes del Aráoz Alfaro, es el celador que descolgó a Damián la tarde del 20 de marzo. Habla como si los pibes que ahora lo rodean y lo escuchan cabizbajos no estuvieran ahí, hablando de pesadillas y espíritus que los visitan en las celdas que los funcionarios llaman habitaciones. Quizás sea porque él se siente “uno más”. Luis también cuenta cómo hace unos años se cortaban los brazos y se abrían el estómago con navajas que conseguían por ahí. “Ahora ya no pasa tanto eso pero, de vez en cuando, se nos va alguno. Ese día lloré como si hubiera perdido un hijo”.
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El lunes 21 de marzo, Matías llega al Aráoz Alfaro temprano por la mañana. Estaciona el auto, saluda a los asistentes de minoridad del Centro de Recepción y cruza el patio. Cuando entra camina hacia el sector donde el equipo técnico guarda un cuaderno donde se anota todo lo que pasó en el turno anterior. Pero antes de llegar, un compañero se le adelanta y le da la noticia: Damián, “El Topo” se ahorcó con una sábana y está agonizando en el hospital. Busca en sus contactos y llama, está internado en Romero. Vuelve al estacionamiento y se sube al auto. Mientras maneja piensa en el informe que escribió junto al psicólogo pidiéndole al juez que lo trasladen a un centro de referencia o que le den una condicional. O quizás se acuerde de los picados en el patio y los talleres que hicieron juntos antes que el pibe se viniera abajo. Preso por un delito menor y por primera vez, el Topo era un chico sensible que nunca logró adaptarse al aislamiento, y varias veces había intentado suicidarse. Esa vez, lo logró.
Cuando llega al hospital Matías ya no piensa en nada y camina hacia la sala de Terapia Intensiva. La jefa del servicio le dice lo que sospechaba, que se muere, que no hay nada que hacer, que hace unos minutos se lo comunicaron a la familia para ver si quieren donar los órganos, es cuestión de horas. Matías mira para un costado y las ve: la mamá y las hermanas brotadas de llanto y de bronca. No se anima a acercarse y presentarse como alguien de la institución, qué les puede decir, si él siente la misma bronca.
Esa tarde en una ronda debajo de los árboles, en el mismo patio donde los astrónomos arman su telescopio, el personal del Centro de Menores lloró esa muerte que se podría haber evitado. El duelo lo hicieron entre todos.
-No hubo negligencia de los asistentes, ni le quiero caer al jefe de guardia porque hay falencias estructurales. Todo sumó un granito de arena para que el pibe tomara esa decisión.
Los domingos, día de visita, pueden llegar a circular casi 200 personas: dos adultos y dos niños o adolescentes por cada chico detenido. Ese día había ocho maestros. El Topo pidió estar un rato solo en un cuarto que los pibes llaman “buzón”. Cuarenta minutos después cuando lo fueron a buscar El Topo colgaba de una sábana atada a la ventana.
Matías tiene la voz áspera, los ojos muy claros y una cicatriz al lado del ojo derecho. Habla relajado pero serio. Cuando escucha nombrar a Damián baja un poco la cabeza y los ojos se le nublan. De chico, Matías leía en los diarios las noticias de los motines y las fugas de los “reformatorios”, en especial el Aráoz Alfaro o Nuevo Dique. Siempre sintió que a estos lugares los rodeaba un halo de misterio, como una luz peligrosa y atractiva a la vez.
La escena de la película es un déjàvu del horror. “Huguito ya está muerto. Yo vi como lo traían. Tenía un montón de cicatrices. Acá también se me aparece. Está muerto y se me aparece”, dice el Pollo que está en una jaula, desnudo y muerto de frío. Inmediatamente entra Federico Luppi, el celador más malo de todos, lo insulta y se lo lleva. A Matías esa escena lo marcó: todavía recuerda cómo le alimentó los mitos sobre las cárceles para chicos. Cuando antes de terminar la carrera de Trabajo Social le ofrecieron ingresar como personal de patio, no lo pensó. Era la oportunidad de entrar al Aráoz Alfaro, cumplir su vocación. Matías también se mandó cagadas y tuvo su momento de oscuridad. Antes de ser el “Papá Noel” que tiene la mejor cabida con los pibes, pasó un tiempo en una comunidad terapéutica por consumos problemáticos. Ahí aprendió lo que es esperar una visita, bancarse que haya un horario hasta para ir al baño.
– Uno tiene patio y tiene calle. Hay cosas que no te las da la Facultad. Uno viene con una historia.
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“La flashean un montón con la luna”, dice Federico. Una vez, en un taller, un chico respondió que la luna cambiaba de forma y por eso se veía distinta cada vez. No por efecto de la luz, sino porque se achataba y se hacía redonda. No lo podían creer. Cambiaba literalmente de forma. Pero se hicieron los boludos y empezaron a pensar entre todos de qué manera refutarlo sin decirle que estaba equivocado. Que se diera cuenta solo, por deducción. Entonces uno de los talleristas le mostró una foto de la luna con luz cenicienta.
-Es esa fase que sólo podemos percibir durante los primeros y los últimos días del ciclo, cuando lo que ilumina la luna no es el sol sino el reflejo del sol que da la tierra. Por eso se ve una parte de la luna de color ceniza, la que ilumina la Tierra, y otra parte más luminosa. Es una luz prestada.
Cuando explicaron la fuerza de gravedad, un pibe bromeó: “Claro, por la fuerza de gravedad es que no nos podemos ir por arriba de las paredes y estamos acá encerrados”.
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Otra vez se abre el portón gris del Aráoz Alfaro. Otra vez hace frío y menos nubes. No hay colchones en el suelo. Alejo no está. El celador lo confirma: “No está más”. Es uno de los seis chicos que se fugó el 25 de julio en un episodio extraño: un grupo comando entró al Centro y se los llevó. Abrieron todas las celdas pero la mayoría se quedó. Golpearon y apuntaron a los asistentes que estaban de guardia. Quizás los astrónomos lo crucen en otro centro aunque es la segunda vez que se fuga. Seguramente ya no lo vuelvan a ver.
Matías despega la cara del visor y sonríe. Vuelve a fruncir el ojo derecho y a pegarlo contra el telescopio. En el momento en que Federico empezó a armarlo, el resto de las actividades se desmadraron: atrae mucho más mirar para arriba que pensar en escalas, en la velocidad de la luz o medir distancias. Los astrónomos lo saben bien y por eso lo dejan para el final. Hasta los celadores quieren colarse y mirar la luna que se ve “bien cheta”.
De todo lo que hacen en los talleres, la luna y los mapas son los favoritos. Mientras Federico el profesor de Educación Física empieza a ordenar las bolas de telgopor que simulan planetas, algunos sacan conversación:
-Y ustedes se vienen de re lejos, ¿no?
-Sí, más o menos. De La Plata. ¿Sabés para qué lado está La Plata?
-Sí, para allá.
La mayoría de los que están encerrados bajaron del móvil de traslado. Les dijeron que estaban en Nuevo Dique o en Castillito. Nada más. Federico les indica que está para el lado donde el cielo se ve más iluminado, porque esas son las luces de la ciudad. Quizás sea por eso que cuando toca la actividad de los mapas, se entusiasmen tanto. Los ubican en relación a sus ciudades o barrios. Para el norte, para el oeste. Ahí buscan su lugar. De ahí vienen.
-Yo sé la historia de las Tres Marías. Se llaman así por tres vírgenes que se murieron y se fueron al Cielo.
-¿Y eso de dónde lo sacaste?
-Lo ví en un programa del History.
-¿Y vos creés que haya vida en otros planetas?
-Nah, en el cielo no hay nada. Ni alienígenas ni nada.
-¿Nada?
-No. Porque los alienígenas somos nosotros.
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