Micaela Manzo tiene 21 años y un bebé. Hace tres meses descubrió que su pareja escondía un pendrive y un celular con fotos de Silvia Maddalena, asesinada en Alta Gracia. Lo denunció. Héctor Gómez está preso, imputado por femicidio, violación y robo.
El conejo blanco lanzó un gruñido y le araño las manos. Micaela Manzo agarró la escoba y con el palo de madera lo encerró entre el inodoro y la puerta del baño. El animal saltó el triángulo que lo rodeaba y salió corriendo al patio de tierra. Micaela también corrió y le gritó a María, su cuñada, que la ayudara. Las chicas agarraron al conejo de las patas y decidieron ponerlo en el baúl de madera donde Héctor guardaba las herramientas. Querían cuidarlo de los perros, encerrarse en la casa y terminar de limpiar tranquilas.
Caminaron seis metros y cuando llegaron a la caja levantaron la tapa. Adentro había un pendrive, un teléfono celular y una cadenita. El conejo cayó al suelo. Agarraron las cosas y entraron a la casa. Pusieron el pendrive en el televisor y apareció el nombre de Silvia Maddalena. María empezó a llorar. Micaela no reaccionaba. Lo abrieron y vieron las fotos. Silvia sacando la lengua y saltando en bikini en una lancha. Silvia delante de un lago con montañas nevadas. Silvia mostrando orgullosa su diploma de odontóloga. Cinco días antes, en Alta Gracia, a 40 kilómetros de la ciudad de Córdoba, alguien la había violado y asfixiado hasta matarla. Ahora, las chicas pasaban las fotos y lloraban. “Es la chica de la tele, Mica. Es la chica que asesinaron”.
-Yo quería que si realmente Héctor había hecho eso, fuera preso. Pero no quería ser yo la que llamara a la Policía. Mi mamá y mi papá me dijeron que tenía que denunciarlo por esa mujer, por mi hijo, por mí. Por eso lo hice. Por esa familia.
Micaela prende un cigarrillo. El bebé grita y los perros ladran. Pasaron casi tres meses desde que el conejo blanco la llevó hasta “las cosas de ella”. Le cuesta llamarla por su nombre. Al hablar de Silvia, Micaela siempre dice ‘ella’. Ahora está sentada en el patio de tierra de la casa que construyeron con Héctor luego de mudarse desde Rosario, hace un año y medio. La madre y el padre de Micaela se habían comprado un terreno en Villa Oviedo y les dieron la mitad a ellos para pudieran levantar algo. Hace tres meses que Micaela abre la casa, la ventila, barre, cuelga la ropa, cierra todo y se va. Dice que no aguanta pasar la noche ahí. Vive al lado, con su mamá y su papá. Duerme pared de por medio con la habitación que antes compartía con Héctor y el bebé.
Cuando lo metieron preso, Micaela le tiró todas las cosas. Los discos de música heavy metal. La colección de botellitas de cerveza que tenía arriba de la cocina. El bolso. Una remera con manchas que encontró al lado de la caja de herramientas.El cuadrito con fotos de los tres quedó colgado con dos espacios vacíos. Una se la dio a la Policía y la otra, donde salía el bebé, se la llevó a la cárcel.
Se conocieron a los 14 años de ella y los 18 de él. Los presentó una amiga. Vivían en Rosario. Dice que lo bancó en sus mambos, que no es justo que le haya hecho esto, que ella estuvo siempre, que no trabajó por pedido de él, que dejó de ver a su familia, a los amigos. Que siempre fue raro, pero que matar y violar… Ni siquiera puede terminar de pronunciar la frase. Esconde la cabeza en el cuello de su hijo y cierra los ojos.
La tarde del viernes 18 de mayo Héctor Gómez salió del trabajo y tomó el colectivo desde Córdoba a Alta Gracia. En vez de bajarse en su barrio le pidió al chofer que frenara antes, en pleno centro, cerca del consultorio de Silvia Maddalena. Un año atrás había consultado por un dolor de muela. El ADN encontrado en el cuerpo de la mujer de 38 años tenía un sólo patrón genético, que coincidía en un 99 por ciento con el suyo. Según la fiscalía la violó y luego la ahorcó. La causa fue elevada a juicio. También será juzgado por encubrimiento agravado su hermano, Eduardo Gómez. Los dos están presos en la cárcel de Bouwer, en distintos pabellones.
Al femicida le faltan tres falanges de la mano izquierda. A los 12 años se las arrancó una picadora de carne de la fábrica de pastas donde trabajaba. Nunca pudo superarlo. En todas las fotos sale con la mano en el bolsillo, escondida en la espalda, por debajo del plano general. Las manos con las que asfixió a Silvia nunca salen juntas.
Cuando era adolescente fue casi un año a una psicóloga. Cada viernes, durante una hora, permaneció en silencio hasta cumplir el tiempo de la sesión. Afuera lo esperaba Micaela.
-La noche en que supuestamente la mató, llegó a casa como dos horas más tarde. Me dijo que los colectivos estaban todos llenos y que por eso se había demorado. Estaba callado, pero era normal en él. Yo dormía con el bebé en la cama grande y él se acostó acá al frente, en la cama de una plaza. Antes se bañó. Le pregunté qué le había pasado en la cara porque tenía como arañado y me dijo que se había lastimado en la obra. Yo le creí. Cómo me iba a imaginar algo así.
El celular de Micaela suena desde adentro de la casa. Está apoyado sobre la mesa de fórmica negra comprada a crédito con el juego de sillas y la alacena, y que todavía no termina de pagar. La imagen de Héctor en el río, un día de sol, aparece en la pantalla del teléfono. Llama desde la cárcel, como todos los días. Micaela se levanta y atiende. Su voz cambia. Tiene un matiz robótico, automático.
*Esta nota se escribió en el marco de la Beca Cosecha Roja y también fue publicada en La Nueva Mañana, de Córdoba.-