Por Graciana Meyer.-
Vivía en Mar del Plata y tenía 12 años. Me las había ingeniado para demostrarle a mi mamá la suficiente responsabilidad como para que me dejara ir sola a la escuela. Por entonces iba a 6° grado en el colegio Saavedra Lamas, vestida en guardapolvo azul.
Pasada la prueba de los primeros viajes en colectivo junto a mis compañeros de quinto, en 6° grado mi mamá accedió a acompañarme sólo hasta la parada. Esa era la rutina habitual de los mediodías de lunes a viernes. Ella caminaba conmigo las dos cuadras hasta la Av. Libertad, donde yo tomaba el 532 para hacer unas veinte cuadras hasta la calle 20 de Septiembre. Allí bajaba y caminaba las dos cuadras restantes hasta la escuela.
El día de este recuerdo la rutina fue la misma, idéntica a la de los otros días. Me despedí de mi mamá y subí al colectivo. Tras pagar el boleto, sentí su mano en mi culo. Nunca antes alguien me había tocado así, lascivamente, con esa presión típica que una a esta altura ya conoce. Pero en ese momento, inocente como era, criada en mi ambiente familiar protector y con mi mentalidad infantil habitual, estaba lejos de entender esa sensación.
Mi mente me llevó a un lugar común para tratar de comprender: atrás mío habría mucha gente tratando de subir al colectivo, empujándome involuntariamente. Pero no. Al darme vuelta sólo vi su sonrisa. No había nadie más detrás de mí, sólo estaba ese hombre de pelo canoso, saco azul marino con botones dorados, pantalón blanco y una sonrisa gigante. Veinte años después, aún recuerdo esa imagen.
No entendí qué había pasado. Así que seguí caminando y me paré en el medio del colectivo, que iba algo lleno. El hombre de la sonrisa se ubicó a mi lado. En ese momento no presté atención a eso, no era capaz de darme cuenta. A los pocos segundos vi que se había desocupado un asiento a pocos metros. Era la butaca del lado del pasillo de uno de los asientos dobles. Me senté y vi que el hombre volvía a acercarse a mí. Se paró justo al lado mío. Yo tenía mis manos apoyadas sobre la manija del asiento delantero y fue ahí cuando lo sentí. El hombre empezó a frotar su entrepierna contra mis manos entrelazadas. De pronto, algo en todo mi ser me decía que eso estaba mal. El hombre presionaba mis manos, mi brazo extendido. Se balanceaba rozándome, iba y venía. Yo no entendía qué pasaba, pero sabía que estaba mal. La idea de que un tipo estuviera apoyándose contra una nena de 12 años no existía en mi mente en aquel momento.
¿Por qué estaba haciendo eso? Miré a la derecha, quería ver si la mujer a mi lado se daba cuenta, pero ella miraba por la ventanilla. Mis ideas trataban de unirse para entender qué era lo que estaba sucediendo. Sentía en cada centímetro de mi cuerpo que no estaba bien, pero no podía entenderlo. Me animé a levantar la mirada, para ver si al hombre lo estaban empujando, si estaba bailando, o qué cornos estaba pasando. Y entonces volví a ver que me miraba y me sonreía, una vez más.
Sentía que debía gritar, pero no sabía qué decir, no sabía si realmente estaba bien que gritara, que avisara al resto de los pasajeros. Paralizada por la incomprensión, decidí hacer algo: saqué mis manos de donde estaban apoyadas y las acerqué a mi panza, como abrazándome, como haciéndome bolita, tratando de achicarme, de alejarme del contacto de ese hombre. Sé que debería haberme parado, haber gritado que ese hombre estaba apoyándome, haber alertado a todo el colectivo . Pero también sé que a los 32 años es fácil indicarle a una nena de 12 lo que debería haber hecho.
Por un instante pensé que había logrado hacer que el hombre se diera cuenta de que me estaba poniendo incómoda y se detuviera. Pero al segundo su entrepierna estaba de nuevo frotándose contra mí, contra mi brazo, contra mi hombro. Una vez más, la falta de entendimiento y el desconcierto me congelaron. Solo atiné a volverlo a mirar a la cara. Y ahí estaba, de nuevo, su sonrisa gigante. Ahora no puedo calcular cuánto duró ese momento. Sólo sé que el siguiente recuerdo es el de tocar el timbre y bajar desesperadamente a la calle, a la esquina de la parada habitual, caminar las dos cuadras de siempre hasta llegar a la escuela, para quedarme petrificada en la puerta.
Porque cuando llegué a la escuela, eso fue todo lo que pude hacer. Eso y llorar. Llorar sin encontrar palabras para entender porqué lloraba. Lloré en la puerta de la escuela, mientras sonaba la campana y mis compañeros entraban corriendo para formar fila. No podía moverme. Una de las secretarias de la dirección me vio, acomodó una silla en la recepción de la escuela y me hizo sentar. Llamó a mis maestras. Todas me preguntaron porqué lloraba. Yo no encontraba palabras para explicar lo que sentía. Llamaron a mi casa y le avisaron a mi mamá, que al rato apareció en la escuela. También quiso saber qué me pasaba. Le dije que me sentía mal, que no quería quedarme ese día. No encontré la forma de decirle lo que realmente había pasado. Nunca se lo dije. Solo tiempo después, de grande, pude comprender.
A muy pocas personas les conté esta historia, ni siquiera a mi familia ni a mi marido. Por mucho tiempo me avergonzó la situación. Luego, me dio vergüenza mi falta de reacción. Pero hoy, 20 años después, tengo ganas de compartir este recuerdo que me acompaña. Porque deseo que nunca más una niña se quede callada, se inhiba o no sepa qué decir para pedir ayuda.
Deseo que, a cualquier edad, todas podamos gritar, denunciar, alertar y evitar. Mi historia ni llega a asemejarse al daño y al sufrimiento que padecieron y padecen miles, millones de mujeres. Pero quizás sirva para demostrar, como algo tan pequeño, que para tantas personas debe ser una cosa menor, una nimiedad, puede quedar para siempre grabado en la memoria de una mujer. Como el recuerdo permanente de ese saco azul con botones dorados y esa sonrisa macabra.