“No cambio a mi hijo por un paquete de huesos”, declaraba a la prensa en mayo de 1984 María del Rosario Cerruti, entonces vicepresidenta de Madres de Plaza de Mayo. Era la posición de aquel sector de Madres que se negaban rotundamente a las exhumaciones de cuerpos NN y a la identificación de los restos de los desaparecidos porque sostenían que con ese macabro hallazgo se tendía a clausurar la lucha colectiva y a replegarse en un duelo íntimo. Ese argumento resonó en mí en estas horas de feroz incertidumbre y desgarro colectivo ante el cuerpo que apareció flotando en el río Chubut.
La larga discusión sobre la consigna “Aparición con vida” fue vertebral en el movimiento de derechos humanos desde los años de la dictadura. Si en primera instancia partía de la convicción o la sospecha de que había desaparecidos con vida, mantenidos cautivos ilegalmente por mucho tiempo, entonces la consigna apuntaba concretamente a que fueran liberados. Con el paso inexorable del tiempo y los testimonios de los sobrevivientes de los centros clandestinos de detención y exterminio -que testimoniaron la secuencia de secuestro-tortura-asesinato y desaparición del cuerpo que era la mecánica de arrasamiento habitual del terrorismo de Estado- la consigna pasó a significar la exigencia al Estado para que reconociera las desapariciones y se hiciera público el destino de esas decenas de miles de personas.
A comienzos de la posdictadura, algunos sectores impugnaron la consigna “Aparición con vida” como religiosa, mesiánica o antipolítica por reclamar algo que con el correr de los años se fue volviendo más y más improbable. Pero esa consigna que aún hoy seguimos repitiendo supo ser también otra cosa: el enunciado de una mínima esperanza, una esperanza extrañamente alentada por la propia metodología represiva de la desaparición (la ausencia de un cuerpo, de una certeza de la muerte, abre la posibilidad interminable de imaginar que estén vivos, que alguna vez vuelvan).
Estos mismos debates se dieron de otras formas en otros contextos. Por ejemplo, durante la larga y cruenta dictadura de Pinochet, en el movimiento de derechos humanos en Chile la consigna principal fue: “¿Dónde están?”, sumada a la interpelación directa en segunda persona del singular a la memoria activa: “¿Me olvidaste?”.
En los aciagos casi ochenta días transcurridos desde la desaparición forzada de Santiago, esta compleja historia parece haberse condensado vertiginosamente. Reclamamos por su aparición con vida y nos preguntamos dónde está. Tantos días de insistir, marchar, ocupar las calles, empapelar su rostro. Y de golpe, la consternación ante la posibilidad de una atroz certeza. No es que la posibilidad de que lo hubiera matado la Gendarmería no estuviera entre las variables que se vislumbraban. Incluso su amigo Ariel hablaba de Santiago usando verbos en tiempo pasado. Pero la (casi) certeza de la muerte desata un estremecimiento íntimo que se vuelve un sismo colectivo, demoledor.
Anoche, en la conferencia de prensa de la familia, atisbamos (desde tan lejos, queriendo sentirnos más cerca, abrazarlos) la valentía y el dolor punzante: Sergio Maldonado, Andrea Antico y la abogada de la familia, Verónica Heredia, los tres haciendo guardia (cuidando, velando) en la orilla del río durante ocho, nueve horas, sin perder de vista en ningún momento ese cuerpo que flota. Más tarde, en el cuerpo –cuando logró llegar allí Alejandro Incháurregui, del EAAF, y avanzaron en sacarlo del río- encontrarán el DNI de Santiago Maldonado, y reconocerán algunas de sus ropas. Pero, lo aclaran una y otra vez, no hay certeza de que sea Santiago. “No confiamos en nadie”, dice Sergio. “Nadie” significa fundamentalmente el Estado en todas sus variantes: el gobierno, las fuerzas represivas, la justicia, los funcionarios de la morgue, etcétera. Mientras hablan acosados por los micrófonos de la prensa la electricidad del aula universitaria en la que la familia está dando la conferencia se corta una y otra vez, agregando más sombra y fragilidad a la ya difícil situación. “Mientras no esté absolutamente seguro de que este cuerpo es el de Santiago, lo voy a seguir buscando”, dijo Sergio.
Se condensan en esta escena -que seguimos atentos y doloridos- algunas de las dimensiones más siniestras de nuestra historia reciente (reactivadas virulentamente en el tiempo presente), a la vez que están allí algunas de las potencias más luminosas que las confrontan. Un nuevo desaparecido en democracia precipita, insiste en actualizar la desaparición de los 30.000 como herida abierta y ominosa. La estrategia alevosa del gobierno (y su correlato escabroso en la prensa oficialista) de acusar a la víctima y su familia, de estigmatizar a la comunidad mapuche con la que Santiago se había solidarizado, de poner en duda su presencia allí, de dispersar, distorsionar o banalizar la gravedad de lo ocurrido. La indiferencia o franca, feroz hostilidad de muchos que no quieren “hablar de política”.
También están allí, en esa misma escena, la fuerza conmovedora, la entereza y la lucidez del hermano y la cuñada (como las madres, las abuelas, los hijos: los afectos y lazos familiares como el motor indetenible de esa búsqueda desmesurada, desafiante ante el Goliat del Estado desaparecedor). La multitud dispuesta a tomar las calles, una y otra y otra vez, poniéndonos sobre el rostro su rostro, preguntando dónde está Santiago en las aulas, en los hospitales, desde las ventanas, cada mañana, cada tarde, cada noche… Insomnes.
“No cambio a mi hijo por un paquete de huesos”. ¿Cambiamos a Santiago, sus ojos radiantes, su hermosa solidaridad con los demás, su vida por delante, por ese cuerpo flotando en el río? La autopsia arrojará en las próximas horas algunas certezas, no sólo respecto de la identidad, también sobre las circunstancias de la muerte. Ojalá también ayude a explicar la insólita aparición de un cuerpo río arriba, en un paraje muy visible que ya había sido rastrillado en tres ocasiones. En todo caso, si esa dura constatación termina de ocurrir, esta nuestra lucha no se clausura: se replantea. Habrá que imaginar colectivamente los modos de transitar el dolor y la furia, de acompañar amorosamente a la familia, de exigir verdad y justicia, y de multiplicar e insistir en el símbolo querido que Santiago Maldonado ya es y no dejará de ser.
Imágenes:
Eduardo Gil, “Que aparezca con vida mi papá”, Buenos Aires, 1983.
¿Me olvidaste?, Cartel de Mujeres por la Vida, Santiago de Chile, c. 1985.
María del Rosario Cerruti, “No cambio a mi hijo por un paquete de huesos”, 1984.