Esta nota fue publicada el 14 de febrero de 2020
Por Paul B. Preciado
Quisiera celebrar el 14 de febrero confesándoles un secreto. Digamos que éste será mi regalo de San Valentín. Este verano dejé de creer en el amor. En el amor de pareja. No fue algo progresivo. Fue un golpe seco: el orden de mis ideas cambió y mi deseo se vio radicalmente modificado. ¿O quizás fue al revés? Me descubrí deseando de otro modo y las ideas cayeron por su propio peso. Aunque soy con respecto a toda teología ateo y en filosofía metodológicamente nominalista, el amor había hasta entonces resistido la hermeneútica de la sospecha y el acoso de la deconstrucción. Por el lado de la virtud, la retórica del amor persistía en mí como un resto neoplatónico de años de entrenamiento metafísico. Me afectaron también sin duda las fanfarronadas de San Pablo, que se leían en las bodas católicas quien sabe si como palabras de ánimo, como mandatos o como conjuros. No tan lejos de San Pablo como debiéramos, en las micropolíticas gays, lesbianas y trans se hablaba del “derecho a amar” y volvía como un rumor la afirmación de que lo importante es que “dos personas se amen aunque sean del mismo sexo”. Y así el fluido normalizador del amor se derramaba sobre nosotros, los parias de la sexualidad y de la diferencia sexual.
Si es cierto, para qué negarlo, que todo empezó cuando me separé de la persona con la que había imaginado vivir para siempre –fui con ella hasta las últimas consecuencias de la ideología del amor, abrazando todos los efectos secundarios de su sistema material y discursivo–. Pero nunca hubiera llegado a hacer del campo de dolor que creó la ruptura un aparato de verificación que sirviera para algo más que para destrozar mis mañanas. Más aun, la sensación de fracaso hubiera alimentado la utopía. Sin embargo, fueron las conversaciones con mis amigos próximos y no tan próximos en búsqueda de respuesta a mi propia confusión las que desmontaron la hipótesis del amor. Los datos que fui acumulando fueron como un estudio de campo empírico que, al estilo Feyeraben, permitía, si no definir lo cierto, en todo caso afirmar que algo no es verdadero.
Al hablarles de nuestra separación, muchos de nuestros amigos manifestaron su deseo encubierto de separarse, y al mismo tiempo su falta de valentía para hacerlo. La mayoría de ellos me decían en secreto que habían dejado de follar hacía tiempo o que tenían una amante y al hablar de la persona que supuestamente amaban manifestaban un rencor infinito hacia el otro, como si la pareja fuera una reserva ilimitada de frustración y aburrimiento. Mi perplejidad era enorme: me parecía entonces que todos ellos debían separarse y no nosotros. Y sin embargo, los que nos separamos fuimos nosotros. Todos ellos siguieron juntos: eligieron el amor como instinto de muerte.
Nosotros decidimos no creer en ese amor para salvarlo de la institución pareja. Elegimos la libertad en lugar del amor. Platón era un embaucador, San Valentín un criminal y San Pablo un mero publicista. ¿Un alma cortada en dos mitades que luego se encuentran? ¿Y si lugar de ser cortada simétricamente, el alma se corta en dos trozos desiguales? ¿Y si en lugar de en dos mitades, se divide en 12568 pequeños trozos? ¿Y si no tenemos un alma sino ocho como afirman otras cosmologías? ¿Y si el alma es indivisible? ¿Y si no hay alma? Después, una mañana de junio, me levanté con una sola idea en la cabeza: el amor es un dron. Y mientras pensaba en cambiar mi nombre por el de Paul, me encontré a mi mismo escribiendo una versión punk de la “Carta de los Corintios”.
Copio ahora directamente de mi cuaderno como quien transcribe las palabras de un extraño: “El amor es cruel. El amor es egoísta. El amor no entiende de la pena ajena. El amor siempre golpea en la otra mejilla. El amor rompe. El amor destruye. El amor es grosero. Un tijera es el amor. El amor corta. Un hacha es el amor. El amor es mentiroso. El amor es falaz. El amor es codicioso. Un banquero es el amor. El amor es perezoso. El amor es envidioso. El amor es orgulloso. El amor lo quiere todo. Una bomba extractora es el amor. El amor es voraz. El amor es abstracto. Un algoritmo es el amor. El amor es mezquino. Un colmillo es el amor. Leviatán es el amor. El amor es soberbio. El amor quema. Una mecha es el amor. El amor es agresivo. El amor es colérico. El amor golpea. Una guillotina es el amor. Un látigo es el amor. El amor es caprichoso. El amor es falso. El amor es impaciente. El amor es envidioso. El amor no conoce la moderación. El amor es vanidoso. El amor es un dron. Y San Valentín un GI que se divierte disparándonos a través de una pantalla”.
El amor no es un sentimiento, sino una tecnología de gobierno de los cuerpos, una política de gestión del deseo que captura la potencia de actuar y de gozar de dos máquinas vivas y las pone al servicio de la reproducción social. El amor es un bosque en llamas del que no podrás salir sin haberte quemado los pies. El fuego y la piel calcinada son las promesas de San Valentín. Cógelos y corre.
Eso es lo que hicimos nosotros: destrozar la ficción normativa del amor y correr. Cada uno a su manera, desde la precariedad, intentamos ahora inventar otras tecnologías de producción de subjetividad. Y ahora que ya no creo en el amor, por primera vez, estoy preparado para amar: de forma finita, inmanente, anormalmente. O dicho de otro modo, siento que empiezo a prepararme para la muerte. Feliz San Valentín.