La reedición del libro “Diario de una princesa montonera: 110% verdad” (Editorial Planeta) de Mariana Eva Pérez, publicado originalmente en 2012, es más que una reedición. Incorpora sus experiencias de maternidad, su vínculo con el feminismo, el juicio por la desaparición de su madre y su padre y otros relatos.
El 6 de octubre de 1978 un grupo de tareas secuestró a José Manuel Pérez Rojo y Patricia Roisinblit, dos militantes de la organización Montoneros que vivían en una casa en la localidad de Martínez. Fueron trasladados a un centro clandestino de detención de la Regional de Inteligencia Buenos Aires (RIBA) de la Fuerza Aérea, ubicado en Morón. Su hija Mariana era una bebé de 15 meses y fue dejada en la casa de familiares en el barrio de Palermo. Patricia estaba embarazada y fue una de las mujeres que parió en la ex Esma. Mariana recién pudo reencontrarse con su hermano Guillermo Pérez Roisinblit en el 2000.
La abuela de Mariana es Rosa Roisinblit, la histórica dirigente de Abuelas de Plaza de Mayo. En el libro Mariana también explora ese vínculo, cuenta que su abuela había sido partera y que el mejor regalo que le hizo en su vida fue el financiamiento para tener el parto de su segunda hija en casa.
Desde Cosecha Roja compartimos un fragmento del libro.
Nacimiento de Nora
Una noche, al final de la semana 39, me saqué una selfie frente al espejo ectoplasmático del ropero que era de Marie y me acosté temprano. Me desperté con un ¡plop! Había roto bolsa. Pronto comenzaron las contracciones suaves que me indicaron que esta vez, a diferencia de la primera, todo se desencadenaría rápido. Jota vistió a Tilo, que ya dormía, y le avisó a su hermana que lo pasara a buscar, de acuerdo al plan. Nunca me imaginé pariendo con él en casa. Durante la noche las contracciones fueron irregulares. En un momento de la madrugada pararon. Jota estaba dormido y pensé: tengo que dormir yo también. Descansé una hora, hasta que volvieron a empezar. A eso de las 6 desperté a Jota y nos levantamos. Comí banana y frutos secos. Entre las 7 y las 8 llegaron Vendi y Gaby y comenzaron las contracciones más fuertes. Todo lo que siguió pasó muy rápido. Iba del comedor a mi pieza, a la pieza de Tilo. Me inclinaba sobre la cómoda, o en cuatro patas sobre la mesa ratona, o me colgaba de Jota. Gato contento, gato enojado. Me daba frío y me ponía un poncho, me daba calor y lo revoleaba. Me empezó a molestar la luz, apagué las que habíamos prendido cuando nos levantamos al alba, cerramos las celosías. Vendi me hacía masajes en la zona lumbar. Al principio le pedí a Jota que pusiera música, después que sacara esa guitarrita que me tenía podrida. En algún momento todas las posiciones y respiraciones que ayudaban, dejaron de funcionar. Pasamos a la bañadera. Estaba en casa, en el lugar donde más segura me siento en el mundo, en mi refugio, entre nuestras cosas. Podía pedir lo que quisiera, agua, oscuridad, silencio. Sin luces blancas de hospital, sin ninguna aguja en el cuerpo, sin más soberanía sobre mi parto que la mía y la de mi hija, que trabajaba a la par. Ningún extraño que me llamara «mamá» ni me hablara con diminutivos. Vestida con mi ropa y con la posibilidad de desnudarme cuando se me antojara. Y ahora en la bañadera, mi bañadera, con Jota apretándome una mano y la partera tomándome suavemente la otra.
En el agua llegó el alivio al dolor de las contracciones pero empezaron los pujos y yo que decía que me animaba a enfrentar un segundo parto sin anestesia porque ya conocía el dolor y ya sabía que es mucho pero no te morís, ahí me avivé de que no conocía el dolor del pujo porque en esa instancia, con Tilo, en el sanatorio, ya tenía la peridural. Primero sentí abrirse la pelvis y después sí, ese dolor que no se parece a nada. El primer impulso fue retener, hasta que lo dije en voz alta, siento que estoy reteniendo el pujo, ¿puede ser?, y Vendi me sugirió que me dejara atravesar por el dolor, que lo recorriera. El dolor me hacía pensar en Paty y lo dije, dije que no podía dejar de pensar en mi mamá. No aclaré que en su parto, en su segundo parto, en la ESMA, pero no hizo falta. Gaby y Vendi ya conocían la historia familiar. Habíamos conversado mucho sobre eso. Entonces Gaby, que se había quedado un poco aparte, junto a la puerta («yo estoy por si surge una complicación médica»), dijo muy suavemente: todos pensamos en ella, ella está acá, con nosotros. Y sentí que mi beba estaba por nacer, que no estaba cómoda en la bañadera donde el agua empezaba a enfriarse, que tenía que salir del baño ya. Di un paso fuera del agua y un pujo me paralizó. Me aferré a Vendi mientras las piernas me batían en un perreo sin control. Di dos pasos en dirección a la pieza de Tilo, llegué a salir del baño y otra vez lo mismo, pujo, abrazo con Vendi, las piernas que se sacuden como si me atravesara quién sabe qué fuerza de la naturaleza. Sentí el ardor en la vagina que llaman «el aro de fuego» y de pronto algo leve, como un aleteo. ¡Ahí viene!, grité, y Gaby, que se había puesto los guantes cuando salí de la bañadera, la recibió. La envolvieron en un toallón y me la pusieron sobre el pecho. Nos acostamos en la cama más cercana, la de Tilo. Alumbré la placenta como si nada y no tuve más que dos ínfimos desgarros que no merecieron puntos. Nora nació en la que va a ser también su habitación. No lloró.
Tomó teta y se durmió. Nos quedamos en la cama de Tilo no una «hora sagrada», sino varias horas sagradas. No hubo pinchazos ni fondo de ojos. Un par de horas después llegó la neonatóloga, que la revisó de la forma menos invasiva posible. La pesó pero no la midió porque le parecía que hacía frío para tenerla tanto rato lejos de mi pecho. Tilo volvió al mediodía, muy contento por la pijamada. Te ocupamos la cama, le dije. Te la plesto, contestó.