Por Lule Franco.-
Julia y Violeta están en la Cordillera de Los Andes. Julia es directora de cine; Violeta, montajista. Mirando un río debaten la vida, la lucha. Cómo se hace, con qué ritmo, con qué dinero. Se cuestionan, se enojan, gritan, lloran, exorcizan y deciden hacer una película sobre el movimiento internacional de mujeres alrededor del mundo (*). Julia vuelve a Buenos Aires y la invito a ver a Miss Bolivia. Es la primera vez que salgo de noche desde que me separé del papá de mi hijo. Bailo, exorcizo y seguimos la charla que ellas empezaron en la montaña. Entre birra y meneo le grito al oído: “¡Julia, quiero producir tu película!”.
Tres semanas después estamos haciendo un financiamiento colectivo para ir al primer encuentro de mujeres luchadoras organizado por las zapatistas, en Chiapas, México. Necesitamos: un taxi, un barco, un micro, un bondi, tres aviones. Recibimos refuerzos de todos los frentes. El equipo: Julia, Violeta, Paula, Sofía (ambas camarógrafas y multitask como todas nosotras) y yo. Una semana antes del viaje Paula se agarra dengue. Y ocho horas antes de salir, Sofía se quiebra un pie. Ninguna de las dos viaja. Nos ponemos místicas. El miedo, la angustia, la culpa por dejar a nuestros hijos por diez días. La mala suerte nos asusta, pero no acobarda. Viajamos como sea.
“Bienvenidas mujeres del mundo”, dice un cartel inmenso que engalana un portón con dos estrellas y un EZLN rojo. Dos encapuchadas con con camisa verde, pantalón cargo, y borcegos negros miran desde adentro. Custodian el ingreso.
Listo. Acá estoy. Llegamos.
Al entrar un cartel enorme dice ”Prohibido el ingreso de hombres” y yo sonrío. No soy hembrista, no odio a los varones, pero sonrío. Me da culpa, pero sonrío igual. No sé cómo llegué hasta acá, hasta esta puerta por la que no entran varones. Pienso en mi mamá, en mi abuela, en mi suegra, mis compañeras y las mujeres que están, las que no llegaron, y las que faltan, las que ya no van a volver. Todas las puertas que ellas no van a poder atravesar.
Afuera del predio donde se hace el encuentro hay “compas” zapatistas, novios, amigos y chongos de nosotras, las invitadas. Cuidan crías y hacen asambleas. No logro escuchar, muero de intriga, sospecho que es recíproco. Por primera vez en la historia del movimiento zapatista ocurre un evento de esta dimensión y lo organizaron por completo ellas, las mujeres del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Aprendieron a operar sonido, cámaras, luces. Nosotras también tuvimos que aprender lo mismo para hacer esta película sin varones, ni dinero. Coordinan a 9 mil mujeres. Tres mil zapatistas de los cinco caracoles del Territorio Autónomo y Rebelde donde no rige “el mal gobierno” y cinco mil mujeres del mundo. Nunca más será lo mismo el Zapatismo. Ninguna mujer que lucha, sea revolucionaria, radical, liberal, peronista, troska, indígena, campesina, zapatista vuelve a ser la misma después de semejante acontecimiento feminista. Y eso, casi por ósmosis, modifica a los varones que nos rodean. Este encuentro es para ellas mucho más que para nosotras, pero sin dudas también se lo dedicaron a ellos. Es una demostración fuerza, potencia y organización de las mujeres zapatistas. Una jugada impecable.
La fila que hacemos es minúscula en comparación con lo que va a ser dentro de unas horas: 400 metros de hileras de cinco. Esperaban quinientas y llegamos cinco mil. “Se les perdió un cerito en el camino” dice una zapatista en el discurso de cierre. Nos entregan una credencial, “gafete” le dicen, esta es roja, tiene una encapuchada ilustrada con el puño en alto, es bella. Leo en ella “Primer encuentro internacional político, artístico, deportivo y cultural de mujeres que luchan. 8-10 marzo 2018. Caracol de Morelia. Chiapas, México” es el cartoncito que ahora me da el ingreso. Atravieso el portón.
Chiapas es el estado más al sur de México, entre Guatemala y el océano Pacífico. Se destaca por su producción agrícola de café, maíz y mango, algo que descubrí sin leer wikipedia: junto al aguacate, nuestra palta, se transformó en mi dieta básica. El encuentro es entre montañas verdes. Nosotras decimos bosque. Ellas, las anfitrionas, le dicen monte. Hay tres tinglados de techo de chapa y paredes de madera, un escenario que mira a una cancha de futbol 11 hecha del aserrín que supongo es el sobrante de las nuevas construcciones. Se que son nuevas porque estas maderas no tienen una gota de lluvia encima. Hay puestos de comida en varias lugares donde comemos principalmente tacos, empanadas fritas, caldo de pollo, frijoles y pozol (bebida de cacao y harina de maíz)
Para llegar al “Caracol Torbellino de nuestras Palabras” donde se hacer el encuentro atravesamos montes, valles, montañas y pueblitos ruteros donde hay muchos hombres extremadamente alcoholizados. Días después una niña zapatista de no más de 16 años me contará que su miedo eran los borrachos. El mío también. En los territorios zapatistas hay ley seca, no se consigue una gota de alcohol.
El primer día es difícil. No alcanza la comida. Ellas nos cuidan pero son impenetrables. Yo no podía dejar de pensar en mi cara de mujer del patrón, de colona. Un niño de 2 o 3 años, la edad de mi hijo, me tiene miedo y llora en la espalda de su mamá que lava ropa. Tengo una especie de culpa ancestral. Mientras los días avanzan las distancias se achican y de repente estoy ayudando a una mujer, a la que solo le veo los ojos, a matar a una gallina para que llegue a las inmensas ollas. “Son viejas” me hace entender y me alivia pensarlas libres en un campo hasta el fin de sus días. Las mujeres que me rodean disfrutan de verme así, como sufriendo, les causa mucha gracia que me dé impresión matar una gallina. No hay dudas, doy vergüenza. Guardo el celular, tomo aire, agarró las patas, ella lo exige y de repente tira y me lleva con ella del impulso, se ríe de mi debilidad, yo sufro. Con ternura y pocas palabras me dirige: que me la banque, que agarre más fuerte y que pise más firme. Lo hago. Siento que me desmayo. No me desmayo.
Vine a conocer un mundo de guerreras, de super heroínas, revolucionarias y encontré bastante más. Vine con la idea de una mujer que es poster, mito y remera. Temo el exotismo, el “Revolucionary Tour” de nosotras, las blancas, gringas, chetas, huincas, hueras, ladinas, las del otro lado, las invitadas. Temo de mi misma, de mis contradicciones, de mi propio afán de saber, conocer y hacer turismo. Observar y contar historias es lo que hago en mi vida. Pero aunque lo hago, no es mi rol en este encuentro. Son ellas las que tienen la potestad de la mirada y estudio. Nos miran, toman nota de todo lo que ocurre, de todo lo que hacemos, reflexionan, analizan mi pelo violeta, nuestras cámaras inmensas, chusmean en sus lenguas cuando pasamos a su lado y me sonríen. Son anchas y de vestimentas envidiables, hablan con los ojos y adoctrinan con la firmeza corporal.
Es claro: montan un encuentro para ellas mismas, nos invitaron, nos tratan con extremada dulzura y cuidado. Como ellas no pueden salir en avión a conocer el movimiento internacional de mujeres se lo traen a acá. Porque eso es lo que hace una revolucionaria si no puede ir por la ruta: agarra un machete y cruza el monte. Gozan mirar nuestros bailes, abrazos en tetas, gritos, rapeadas, mucha piel, poca ropa, pasos rápidos, siestas en cualquier lugar.
En una pared una mujer occidental expone fotos de vulvas, y ojos a través de capuchas están fijos en estas detalladas imágenes. Las anfitrionas están en todos los talleres, anotan todo. Hablan poco, pero están en todos lados, no se pierden de un detalle. No dan talleres, solo las escuchamos en los discursos de apertura y cierre. Nosotras no conocemos casi nada de ellas, ellas todo de nosotras. Me da envidia, yo quiero ver su mundo real, cotidiano, pero no puedo. Me da envidia, pero sonrío, cada vez que me miran sonrío.
Último día, y yo ya maté una gallina, me bañé con un trapo, cambié mi poncho de estrellas por un pañuelo rojo, hice una entrevista en tetas, dormí sentada diez días seguidos, me dejé curar un orzuelo con pus con manos firmes y plantas, lloré por tener a mi hijo tan lejos.
Estamos en el discurso de cierre, todas gritamos gracias, reímos y lloramos. No nos piden que seamos revolucionarias, pero quieren que discutamos el capitalismo. Es hora. Cuento hasta 43 a los gritos, exigiendo justicia por los estudiantes de Ayotzinapa. Que el zapatismo viva para siempre, pido. Y hago una promesa: el acuerdo es vivir.
Termina el encuentro. Nosotras las invitadas dejamos de mirar el escenario, rotamos en nuestro eje y enfrentadas a las miles de zapatistas en fila que están a nuestras espaldas. Aplaudimos, gritamos gracias desaforadas. No puedo sentir tanta gratitud en el cuerpo, no se como expresarlo. Borramos de tres pasos esos cuatro metros que nos separan de las mujeres con capucha y corremos a abrazarlas. Abrazo a más de 30 mujeres a las que les veo solo los ojos. Ella ven exactamente lo mismo, solo mis ojos. Me secan las lágrimas, me dicen que no me rinda, me abrazan, me llevan sobre sus inmensos pechos de tierra y maíz, me piden que vuelva, que me esperan, que ahí están. Ya no hay ellas y nosotras, somos todas, diversas pero no dispersas. Las que no nos conformamos un carajo. Les prometo no rendirme, volver y vivir, y voy a cumplirlo.
(*) Cuerpos que importan film es una película que se hace con el apoyo del medio de comunicación Matria y se financia colaborativamente. Si querés saber más o apoyar el documental ingresá a cuerposqueimportanfilm.com.
Fotos: Lule Franco (cortesía de Matria y Cuerpos que importan Film)