Diez días en la vida

Entre lavandinas y videoconferencias, con hijas que corren alrededor, un padre que marca su presencia en la ausencia y el tío desaparecido de una familia que este 24 no podrá marchar, Joana arma su mundo de pasado y presente en cuarentena.

Diez días en la vida

24/03/2020

Por Joana D´Alessio*   

Hace exactamente un año llovía igual que hoy, como si no fuera a parar nunca más. Lo sé porque hoy es 14 de marzo, el aniversario de mi casamiento. El año pasado fue el primer 14 de marzo que pasamos separados. Llovía y yo estaba escribiendo una crónica sobre el nacimiento de mis hijas, sentada frente al ventanal de mi casa. No sabía cómo hacerlo. Me faltaban las palabras porque mi mundo estaba cambiando. 

Hoy no tengo ganas de nada pero papá quiere ver a mis hijas y viene a casa. Trae una colita de cuadril, la pone en el horno, la casa se llena de humo y olor a carne. Sale a comprar cartas, quiere jugar a la escoba de quince con mis hijas. En medio de la lluvia torrencial y la pandemia un señor de 74 años recorre Núñez en busca de un mazo de cartas. Ese es mi papá. Todos dicen qué suerte que tenés un papá así, nadie dice no es tan fácil tener un papá así.

No consigue cartas pero vuelve con merengues, dulce de leche y crema para hacer un postre. Almorzamos, las chicas no tienen hambre, no quieren hacer el postre, se van. Me voy al living con papá. Le hago un té de menta con hojas frescas que saco de mi maceta. Él lo prueba y dice: qué rico, qué rico, qué rico. Pienso en mi abuelo recién operado en la Clínica del Sol y diciendo: me duele, me duele, me duele. El médico dijo que era bueno el dolor, un signo de que estaba conectado. Pero se murió al otro día. Papá dice: ahora voy a plantar menta en mi casa. Me cuenta de su amigo Miguel. Tiene un cáncer en el cerebro y le hicieron rayos pero se inflamó y en vez de mejorar empeoró. Mi papá se pone a llorar en mi sillón verde.  

El domingo muere Miguel. Esa noche se anuncia la suspensión de clases. Le digo a papá que tiene que guardarse, dice que si no ve a sus nietos se va a morir. El lunes se muere Enrique, un amigo de papá que vive en Barcelona. Su hija es mi mejor amiga de la infancia. Somos familia. Ella vive en Tel Aviv y no va a poder ir al entierro. Alguien propone elegir un horario y prender una vela:  cuatro de la tarde en Argentina, ocho de la noche en Barcelona, nueve de la noche en Tel Aviv. Prendo mis velas del baño y pienso en la sonrisa de Enrique, de boca y dientes grandes, su pelo rubio, largo, que nunca cortó, aún cuando se le formó una pelada. En un grupo de WhatsApp todos mandamos nuestra foto de la vela desde distintos lugares del mundo y así despedimos a Enrique. 

El jueves se declara la cuarentena total. Esa noche papá me dice: ya se murieron dos amigos y todavía ninguno de coronavirus. 

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***

Hoy, 23 de Marzo, releo estas notas y lloro en el baño. No puedo creer todo lo que pasó en estos días. Me ducho, me pongo ropa linda por si quiero subir una foto a IG, me siento en la compu. Mis hijas me interrumpen, hablan con sus amigas por Zoom, se les corta la comunicación, me piden ayuda. Van siete días de encierro y ya tenemos una vida nueva, llena de rituales. Pasamos lavandina, cocinamos, bailamos y nos aislamos cada una en un dispositivo. En loop. No trabajo, no leo, no veo series. Toda mi energía se drena en sostener lo cotidiano. Ayer salió la resolución sobre cómo deben pasar la cuarentena los separados. La empecé a leer y no entendía. Mis hijas literalmente me saltaban arriba de la cabeza. Les dije: basta, estoy leyendo algo importante, es sobre los hijos de padres separados. Una me preguntó: ¿dice que somos más inteligentes? 

Me río y no le digo lo que dice. Dice que hay que elegir una casa donde los chicos deben permanecer lo que dure la cuarentena. Lo que dure la cuarentena. 

Escribo en twitter: esto es como el puerperio, pero sin bebé, tiempo suspendido, repetición, angustia.  Alguien responde: menos mal. 

Por las noches cuando duermen mis hijas hablo con mi amigo nuevo. Mi amigo digital. El en su terraza, yo en la mía. Tomamos vino y fumamos. Nos preguntamos cómo será el futuro. No sabemos, pero creemos que el mundo va a cambiar, más allá del saldo de muertes, del colapso del sistema médico, de la recesión económica. El mundo como lo conocíamos es posible que no vuelva a existir. Yo, entre lavandinas y videoconferencias, intento hacer lo único que me calma: poner una palabra tras otra y ver si configuran algún sentido. Mi hija cuando no entiende una palabra en un libro me la pregunta. A veces me canso y digo: tratá de entender en general. Los libros son como las personas, como el mundo, a veces no se entienden tan bien.  

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En el comedor de mi casa, en una silla de madera que era de mi abuela, cuelga una campera que papá olvidó la última vez que vino. Finita, negra, desgarbada. Mañana es 24 de Marzo. No hay plaza. El hermano de mi papá es desaparecido y vamos siempre. Nos paramos en la misma esquina, los amigos saben que estamos ahí, nos encontramos, nos abrazamos. Llevamos a mi abuela caminando, llevamos a mi abuela con su bastón, llevamos a mi abuela en silla de ruedas. Hasta que se murió, tenía 105 años.  

Ya hice ese duelo. Estuve pensando qué podemos hacer. Le propuse a mi papá que cada uno en su casa haga un pañuelo blanco con papel, lo cuelgue en su balcón y envíe fotos. Papá armó un grupo de WhatsApp y estamos sumando amigos. Los cuerpos estarán ausentes este 24 de Marzo. Pero vamos a encontrar una forma de estar. 

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*Productora de cine, editora de libros infantiles en Ralenti, escritora. Twitter: @joanadalessu