Sebastián Hacher – Infojus Noticias.-
El crimen que se juzga en Necochea es un doble asesinato de pueblo chico. El 19 de octubre de 2013 Julio Aldecoa, empleado municipal, mató al intendente de Lobería y a otro funcionario con una vieja carabina Winchester calibre 22 y un hacha fabricada con un rayo de sulki. El intendente Hugo Rodríguez y el director de los talleres protegidos Héctor Álvarez habían ido al parque a hacer footing. Aldecoa, el empleado, solía estar allí arriando sus animales y juntando leña. La noche del crimen, Aldecoa le disparó a Alvarez y después persiguió durante doscientos metros al intendente, hasta que le dio cuatro balazos por la espalda y lo atacó con el hacha.
Ayer, en el primer día del debate oral, frente al Tribunal Oral Criminal de Necochea desfilaron una docena de testigos, la mayoría de ellos policías y peones rurales. Ninguno –ni siquiera los más allegados al acusado- puso en duda la autoría del hecho. Todos coincidieron: la noche del crimen Aldecoa llegó a su casa ensangrentado, con el hacha y la carabina en la mano.
-Maté al intendente –dijo-. Me quiero entregar.
Lo que se discute es qué responsabilidad le cabe al imputado. Desde el lado de la querella, la Fiscal General interina de Necochea, Analía Duarte, dijo que Aldecoa era autor de un “doble homicidio doblemente agravado por alevosía y por haber sido cometido con arma de fuego”. La fiscal y las familias de las víctimas dicen que Aldecoa conocía los movimientos del intendente y el director de los talleres, tenía una enemistad con ellos y esperó el momento para asesinarlos.
Daniela Cangianofue la única entre una veintena de abogados que aceptó actuar como defensora pública del acusado. Los demás se excusaron, por distintas razones. Para ella, su defendido tuvo una discusión con las víctimas, se produjo un forcejeo, se disparó el arma y luego, en medio de un brote psicótico, Aldecoa siguió disparando contra el intendente.
El juicio durará al menos una semana y está previsto que declaren más de medio centenar de testigos. Ayer lo hicieron dos jornaleros amigos de la familia del acusado. Contaron que aquella noche tomaban mate junto a los hijos de Aldecoa, bajo el alero de su casa, cuando vieron llegar la camioneta del acusado, una Ford modelo 55, famosa en la zona por su motor V8.
A Damián Quiñonez, el primer testigo, le llamó la atención que el perro de Aldecoa estuviera en la parte de atrás de la Ford, a punto de caerse. Vio bajar de la camioneta primero al perro y luego al dueño: en las manos llevaba la Winchester y el hacha. Tenía la ropa y la cara manchada con sangre.
-Necesito que me lleven a la comisaría. –dijo- Maté al intendente y le pegué un tiro a Héctor.
Quiñonez llamó al 911. No le creyeron: estuvo 18 minutos en el teléfono, con sus interlocutores creyendo era una broma. Durante la declaración se puso nervioso: pensaba que quizás en ese tiempo se podría haber hecho algo para salvar a las víctimas. Ayer la jueza Mariana Giménez –una de las integrantes del tribunal junto a Mario Juliano y Luciana Irigoyen Testa-le pidió varias veces que hablara mirándola a ella, a ver si lograba entenderle algo.
Pablo Kliten, el otro jornalero, dijo que intentó ayudar. Le pidió a Aldecoa que le dijera donde estaban los cuerpos y corrió hasta el hospital a buscar una ambulancia. Cuando llegó, el chofer no estaba. Un médico de guardia se ofreció a manejar hasta allá, fueron juntos.
El sargento Luis Flores estaba por tomar la guardia en la comisaría local. Cuando se recibieron los tres llamados, fue hasta lo de Aldecoa a ver qué pasaba. Lo encontró en la puerta.
-Qué hiciste, hermano –le preguntó.
-Me mandé una cagada, maté al intendente.
Las armas estaban en el suelo.
-Con esto los maté- señaló.
Flores vio que el ambiente se caldeaba: notó movimientos raros a su alrededor.
Subió a Aldecoa al patrullero, y también a la hija que lo acompañaba. A él no lo esposó. A ella, dijo ayer mientras declaraba, la dejó subir porque no paraba de llorar.
En la comisaría los esperaba la oficial María Alí. Su turno estaba por terminar, pero se quedó. Conocía a la hija de Aldecoa, su compañera de secundaria. Esa noche le abrió la puerta de atrás de la comisaría, por donde entran los detenidos.
-¿Qué pasó? –le preguntó la oficial a Aldecoa.
-Lo maté –dijo- . Ese hijo de puta no me va a dejar más sin trabajo.
La policía asignó custodia a la casa del acusado. Temían que los vecinos de pueblo intentaran quemarla.
El único misterio
En Lobería hay pocas industrias: un molino harinero, una fábrica de aceite y otra de implementos agrícolas. Entre todas no suman quince empleados. El resto de la población –unos 17.000 en todo el distrito- se divide entre el agro y la función pública. El pueblo tiene un trazado simple: una avenida principal con un boulevard y una plaza. Alrededor, la iglesia, el bar del pueblo –Liborio, una institución-, y el palacio municipal, inaugurado con lujos y pompas en 1905 y adornado en 1973 con dos enormes lobos de mar que imitan a los de Mar del Plata.
Los vecinos no saben bien los nombres de las calles: lo que se conocen son personas, vehículos y lugares de referencia. Los testigos dicen que el acusado “salió para el lado del cementerio”, que “vino por la del hospital”, que “les dijo que el cuerpo estaba atrás de la pileta”. Cuando la fiscal pregunta por el nombre de las calles, se encojen de hombros y ensayan una media sonrisa.
Lo que tampoco parece saber nadie, al menos hasta ahora, es cuál fue el móvil del crimen. Ni siquiera Oscar Aldecoa, el hermano mayor y único familiar del acusado que escuchó entera la primera jornada del juicio. Oscar es un hombre alto y pelado, de porte y manos duras. Estuvo en la sala hasta que terminó de declarar Solange, la hija del acusado. Se fue tal como había llegado: en soledad.
En un cuarto intermedio, dijo a Infojus Noticias: su hermano era incondicional de Hugo Rodríguez. Qué durante treinta años fue su amigo y mano derecha. En el último tiempo se habían distanciado por esa preferencia. “Yo soy mecánico. Arreglé vehículos de la municipalidad y no me pagaban. Mi hermano no intervino porque estaba del lado del intendente”.
Por eso, dice Oscar, no sospecha cual fue el móvil del crimen:
-Solo ellos saben que pasó. Yo voy a ver a mi hermano a la cárcel, pero no hablamos de esas cosas.
En el pueblo los rumores son varios. Que habían denunciado a Aldecoa por usar gasoil y herramientas del galpón vial para su propio beneficio. Que ocupaba dos hectáreas del predio del cementerio para sembrar soja, y eso se denunció en el Concejo Deliberante. Quienes lo defienden dicen que durante treinta años fue la sombra del intendente. Y que cuando le soltaron la mano, se sintió agraviado: que algo se rompió adentro de él. Algo que lo detonó.
Hubo un primer incidente grave, ocho meses antes del crimen. El 14 de febrero de 2013, Aldecoa ya había renunciado como jefe del galpón vial. Pero estaba ahí trabajando de electricista. Silvio Vidal, el jefe de gabinete del municipio, le había pedido que arreglase las luces de una camioneta. La instrucción de la causa reconstruyó lo que pasó en base a varios testimonios.
-No lo voy a hacer – respondió Aldecoa- Ya te dije que perdí la vista por culpa tuya y del intendente.
-Hablame bien –dijo Vidal.
-Cómo querés te lo explique.
-Vamos a hablar afuera.
-Pegame –gritó Aldecoa.
Lo que siguió fue una pelea que –según el expediente- empezó con un cachetazo de Aldecoa, un intento de Vidal por cubrirse con la mano, y una serie de mordidas de Aldecoa que terminaron con Vidal con un dedo fracturado y la cara lastimada.
Algunos dicen que Aldecoa gritó “esto no termina acá”. Un empleado lo vio salir del galpón con las manos manchadas de sangre.
-¿Estás lastimado? – le preguntó.
-Yo no- dijo.
Y siguió caminando.
Cuatro días después, el abogado del intendente –Armando Zelaya, el mismo que hoy represente a la querella- pidió que se le impusiera un cerco perimetral para que no pudiera acercarse a 500 metros de las personas amenazadas. Menos de un mes después, a través de uno de sus funcionarios, el propio Rodríguez hizo saber que la medida ya no era necesaria.
Aldecoa habló con la Justicia por primera vez a raíz de esa pelea. Contó que había renunciado a su cargo como jefe del área vial de la municipalidad luego de perder la visión de un ojo, y que cuando volvió como empleado de planta no recibió la solidaridad que esperaba. Y que estaba bajo tratamiento psiquiátrico. Quienes labraron el acta lo notaron alterado: decidieron dejar la entrevista para cuando estuviese más tranquilo.
En la causa por lesiones, otro empleado municipal declaró que cuatro meses antes del crimen el intendente le pidió que fuera a desmalezar el terreno del asilo de ancianos, frente a la casa de Aldecoa. Para entonces, a Aldecoa lo habían bautizado Tayson, por el boxeador que mordió a su rival. A algunos les parecía un apodo gracioso.
A las 10 de la mañana, Rodríguez fue a supervisar la tarea. Era común que hiciera ese tipo de incursiones.
Aldecoa lo vio llegar y se asomó desde su terreno:
-A vos y al otro los voy a hacer cagar –gritó.
-Cuidate Hugo –le dijo el empleado al intendente-. Este tipo está mal de la cabeza.
-Perro que ladra no muerde–respondió Rodríguez.
Fotos: Facundo Perrota / Infojus Noticias
[Nota publicada el 16/6/2015]
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