Martín Dzienczarski.-
Subió dos cuadras después de donde tomo el colectivo todos los días. Se sentó en los primeros asientos. Se levantó para darle el lugar a una señora grande, también del barrio, y fue a acomodarse más atrás, a dos filas de donde estaba. Pasaron varias cuadras hasta que me di cuenta que sostenía al revés el libro que suelo llevar para leer en los viajes. El tipo que estaba adelante mio era el docente que abusó de mí en la primaria.
En 2000 yo tenía 9 años y me anoté en el curso de ingreso para entrar a una escuela que depende de la Universidad Nacional de Tucumán. Viajaba en el colectivo acompañado por mi vieja. Él es docente en la escuela y vive en un pasaje cerca de casa. En esa época íbamos en el mismo horario y se saludaba con ella. Aprobé el ingreso. Al año viajaba solo en colectivo y era su alumno. Una vez venía muy lleno. Me agarré como pude a una de las manijas de los asientos. Él se movió y quedó más cerca. Me pareció normal, estaba llenísimo de gente. Se puso detrás mío. Me comenzó a apoyar: quedé atrapado entre el borde del asiento y el cuerpo de él. No me podía mover. No sabía qué hacer. Miraba al costado y una mujer grande me devolvió el gesto con cara de escándalo. Me acuerdo de su expresión. Me acuerdo de cómo estaba vestida. Yo la miraba pidiendo ayuda en silencio, no me salía la voz. Simplemente abría los ojos sorprendido. No tenía otra reacción posible. Deseaba con fuerzas huir mientras me concentraba en las flores verdes y azules de la blusa blanca de esa mujer. Se bajó mucha gente y pude correrme. Él esperó a que el movimiento adentro del colectivo le diera la oportunidad para volver a ubicarse detrás mío. Me apoyó peor. Él disfrutaba. Nadie intervino. No me acuerdo cómo, pero pude salir del colectivo y me fui corriendo a la escuela.
En 2002 se repitió la secuencia: subió al colectivo un par de cuadras después, se fue trasladando mientras terminaba de colmarse el colectivo, me apoyó, no pude zafarme, me bajé y corrí.
A los meses me lo crucé en un pasillo cerca del baño. No era recreo, había pedido salir para ir al baño. Traté de ignorarlo pero él entró conmigo. Me dijo que quería que viera algo. Se adelantó y abrió la puerta de uno de los inodoros. Estaba otro compañero mío sentado sobre la tabla, llorando. El tipo se bajó los pantalones y se masturbó. Quería que lo miraran dos niños, y quién sabe qué más. Me fui corriendo del baño. No me acuerdo qué siguió después.
Empecé a ser cada vez más cerrado en el aula. Empecé a llorar todos los lunes, entre el izamiento y la primera clase. Me pasó lo mismo durante todo 2003. Tenía 12 años. Una profesora de Artes, con la que tuve todo el año la primera clase de los lunes, me dijo: “¿Para qué te quedás acá? Que te cambien de escuela”. Me empezaron a molestar cada vez más mis compañeros. Uno de mis amigos -que también había comenzado a molestarme- fue al gabinete psicopedagógico. “Hay un compañero que llora todos los lunes”, dijo.
Hablé con el psicólogo de la escuela. Empecé a ir a una psicóloga. Nunca pude decir qué me pasaba. Por qué sentía inseguridad y una mezcla de miedos diversos apenas salía de mi casa.
Dejé de ir a la psicóloga. Mi otro compañero se cambió de escuela. Nunca más hablé de esa secuencia. Fui uno de los que más tarde terminó de pegar el estirón. En los viajes escolares me generaba incomodidad el capítulo “bañarme” cuando íbamos a albergues de baños grandes, con vestuarios sin divisiones entre duchas.
Recién en los últimos dos años del secundario empecé a soltarme. Volví a llevarme bien con mis compañeros, a disfrutar los viajes y los campamentos. Eso que ahora se llama bullying y que siempre se llamó “verduguear” fue amainando.
Este año cumplimos 10 años de egresados. Me llevo bien con varios de mis compañeros, pero sólo me junto cada tanto con uno. Me fui distanciando porque estudié en una facultad en la que terminé siendo el único del grupo.
Hace poco había comenzado a salir con una chica, estudiante de psicología. Una vuelta estaba en la sala de espera del oculista y empezamos a chatear. Ella me contó que una vez fue a un médico que la hizo sentir incómoda. La tocó en los hombros y se le insinuó. Me contó un montón de situaciones de acoso, de niña y de grande. Hasta taxistas del barrio que la perseguían. Ahí, en ese momento, le conté por primera vez las situaciones que yo había pasado. Me explicó después que a lo mejor nunca antes lo había dicho porque no había podido elaborarlo. Me recomendó hacer terapia.
Cuando me crucé al abusador en el colectivo le mandé un mensaje a ella. Me dijo que me sentara en un asiento más lejos y que me bajara si me sentía muy mal, que viajara en otro colectivo.
Iba a hacer eso, pero al final me quedé. ¿Por qué tengo que ser yo el que huya?
Empecé a contarles la situación a algunos amigos y amigas. Me enteré que el tipo sigue dando clases. Los chicos de ahora en la escuela le pusieron un apodo: el violín.
Una compañera de trabajo pensó distintas posibilidades: denunciarlo en la escuela, hablar con otros egresados, llevarlo a la Justicia. Me contó situaciones que sufrió ella. Otra amiga me contó lo le pasó a ella en entrevistas de trabajo, inclusive en la oficina en la que trabaja ahora, en una dependencia gubernamental. Todas graves: manoseo, violencia psicológica, discutir un ascenso pero fuera del despacho. ¿En el bar de la esquina? No, en un telo.
Lo tremendo de sus relatos era que, en general, sus compañeros relativizaban las situaciones al punto de sugerir que había malinterpretado todo. ¿Por qué no les creen? ¿Por qué no nos creemos? Ellas me creyeron. Yo también.
Este texto se escribió en el marco de la Beca Cosecha Roja.-