Viviana Zubiaurre atendió el teléfono. Esa mañana de mayo la sonrisa volvió a sus labios. Desde que su esposo Darío Jerez desapareció el 25 de octubre de 2001, la tristeza la invadió. Él no murió, ni se fue, desapareció y no volvió más a su casa junto a la playa, en Santa Teresita. Ella lo buscó sin suerte, siguiendo pistas plantadas, senderos falsos y testigos ladinos. La justicia acusó a seis personas y luego las absolvió. Por eso la llamada la hizo sonreír. Del otro lado de la línea le contaron que la Corte Bonaerense anuló las absoluciones y ordenó que se realizara un nuevo juicio.
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Los pájaros levantaron vuelo alarmados cuando sopló, desde el mar, un viento fuerte y salado, luego el sol quedó oculto detrás de nubarrones violetas, y las primeras gotas cayeron en la ciudad costera. Las playas bonaerenses pueden tener cambios bruscos de tiempo, con un amanecer de sol pleno y una tarde de tormenta. Eso es lo que vivió Rubén Darío Jerez el último día que lo vieron con vida.
La noche anterior él se reunió con un compañero del Club CADU para organizar el torneo de fútbol infantil del domingo. Al terminar escribió en un papel cualquiera una lista de actividades para los días por venir. La mañana siguiente comenzó soleada y los movimientos de la casa de la calle 46, entre 6 y 7, fueron rutinarios. Ricardo Julián y Joaquín, los hijos mayores, desayunaron con sus padres y se fueron al colegio. El matrimonio siguió en la casa, organizando el día, hasta que Darío se fue. Ese día vestía una camisa blanca con rayitas celestes y un pantalón gris claro. Agarró un pullover beige por si refrescaba: en la playa nunca se sabe cómo va a estar el tiempo. En el portafolios tenía el registro de conducir, documentos de la empresa de tarjetas de crédito Comprar SRL, donde trabajaba, y los papeles para levantar pedidos para Arcor, su otra fuente de ingresos. Ella hacía las cosas de la casa y preparaba el almuerzo. Él visitaba comercios, anotaba los pedidos y regresaba al mediodía para llevar a Germán al colegio y a Viviana al Jardín.
La rutina se quebró al mediodía cuando Darío no llegó para almorzar. Viviana lo llamó pasadas las 12.30 y oyó el contestador automático. Se imaginó que estaba con algún cliente. Probó otra vez, pero no atendió. Trató de tranquilizarse, se puso el guardapolvo, llevó a Germán al colegio y fue al Jardín. Todavía estaba el sol a pleno. A las 14.30 se levantó una tormenta fuerte. Solicitó permiso a la vicedirectora para llamar a su casa y avisarles a los chicos que cerraran las ventanas y bajaran la ropa del tendedero.
– Cuando llegué a casa papi no estaba, y cada vez que lo llamó al celular me salta el contestador-, le dijo Julián, el mayor.
Viviana se preocupó por la suerte de su marido, porque era muy ordenado y metódico, y antes de las 15 dictaba los pedidos a Arcor para no retrasar las entregas. Las compañeras del jardín le dijeron que Darío era muy solidario y estaría ayudando a alguien. La insistencia con el celular fue frustrante, seguía con el contestador. A las 16, en medio de una tormenta torrencial, llamó a Félix Ramírez, amigo de Darío, para confirmar si pasó los pedidos. Le contestó que no y ella le pidió que la pasara a buscar para averiguar qué había ocurrido. La mar no estaba serena.
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Viviana nació en Mar del Tuyú, y había cumplido 39 años dos semanas antes y era maestra jardinera. Llevaba el pelo corto, y tenía dos trabajos. Darío era oriundo de Maipú, criado en campos de General Lavalle, donde se hizo baqueano y aprendió el oficio de nutriero. Se conocieron en una fiesta y se casaron cuando terminaba la dictadura. Tuvieron tres hijos. Ella no dejó de trabajar. Él era muy buen vendedor y, aunque apenas superaba el metro sesenta y tenía una contextura frágil, resistía tres trabajos para llegar cómodo a fin de mes. Los dos eran radicales, ella no militaba, y él empezó a hacerlo en 1985, pero sin aspirar a cargos sino llevando estadísticas, carpetas, fichas de afiliación, todo lo burocrático dentro del comité. Siempre vivieron en Santa Teresita. Ambos conocían muy bien las playas, cada uno de los pueblos del distrito y las calles del mar.
Cuando Ramírez llegó, Viviana estaba con su compañera Elizabeth Latorre. Encararon la calle 42, pararon en la comisaría para informar la situación aunque sin hacer una denuncia formal. Fueron al barrio del Golf, donde Darío tenía el recorrido esa mañana. La dueña de un mercadito confirmó que lo vio. La lluvia seguía cayendo y la calle parecía un arroyo. Al doblar la calle 2, Viviana se acercó a la oficina de Carlos Subirol, el hombre que llevó a Darío a Comprar SRL, para preguntarle si sabía algo.
Comprar SRL era una financiera ligada a la gestión del intendente radical Guillermo Magadán (1995-2003). La entidad pertenecía a los hermanos Roberto y Ricardo Sampietro, militantes radicales. Silvia del Palacio, la esposa de Ricardo, era la presidente del Concejo Deliberante. Los nexos partidarios ayudaron a crear la tarjeta de crédito Comprar y ofrecerla como servicio a los empleados municipales. Darío Jerez y Viviana Zubiaurre eran amigos de Alejandro Muñoz y Carlos Subirol, y eso los ayudó a entrar a la empresa, ella con las tarjetas de crédito y él con los créditos comerciales. Darío se enojaba cuando ella le decía de ir a la oficina, pero nunca le dio una razón de su malestar. Algo empezó a entender cuando vio la reacción fría del jefe ante la desaparición de su esposo.
-Andá a tu casa y fijate si tenés una llave del auto-, le ordenó el hombre.
Ella obedeció, pasó por la escuela a retirar a Germán, lo dejó en lo de una vecina y fue a su casa. Recibió la llamada de Graciela Randone, esposa de Subirol y amiga íntima. Le pidió que llevara las llaves del auto, pues encontraron el vehículo abandonado en las cinco esquinas, Diagonal 23 y calle 3. Viviana estaba desesperada, con un dolor en el pecho, como golpeada por una ola, y no pensaba con claridad. Llegó y vio el auto gris, un Ford Fiesta, chapa CLA 593, estacionado en contramano, al lado de un kiosco de revistas. En el asiento del acompañante vio el pullover beige de Darío, el cargador del celular tirado en el suelo de adelante, un estuche de anteojos junto a la palanca de cambios y una caja de galletitas en el asiento de atrás. No estaba el maletín negro de Arcor que él siempre llevaba, donde guardaba toda la documentación. Miró alrededor, observó los edificios a ver si se asomaba Darío y, al no encontrarlo, empezó a llorar.
El dueño de un lavadero vio a Jerez por la mañana, y su esposa se sorprendió que estuviera estacionado en contramano y permaneciera tanto tiempo dentro del auto. Un rotisero confirmó que estuvo mucho tiempo en el vehículo, en contramano, y al mediodía bajó, entró a su local, donde él le hizo un pedido y le pagó una parte.
Subirol estaba junto a un grupo de personas que Viviana no conocía. Se acercó a ella y le pidió que abriera el auto. Uno de los presentes dijo de avisar a la policía y no tocar nada del interior.
-Tranquilo, yo me hago cargo-, dijo Subirol. Viviana lloraba, pero el hombre de Comprar SRL la tranquilizó y le recomendó que se fuera a su casa. Aturdida, volvió a obedecer, sintió sus labios salados, por las lágrimas, o por el viento del mar. Elizabeth Latorre la llevó. No terminaron de entrar en la casa de la calle 46 cuando, en medio de la lluvia, asomó el auto familiar y estacionó frente a la casa, que Catastro señaló con el número 666. No manejaba Darío. Miguel Lasalle llevó el auto por orden de Subirol, a pesar de alterar la posible escena de un crimen.
Viviana volvió a insistir con el celular, y en el 02257 156 3 7979 quedaron registradas las 124 llamadas que hizo ese día. En las calles del mar no hay números que ubiquen al náufrago. La última vez que Darío usó el celular fue la noche anterior. Viviana llamó a su suegra y a su cuñado, que estaban en un campo de Lavalle. Cortó y fue a la comisaría de Santa Teresita para denunciar la desaparición. Era tarde y una mala ráfaga apagó el ocaso de los mares. Varias amigas se le unieron en la dependencia, luego la acompañaron a su casa, donde llegaron familiares, vecinos y conocidos. Muy tarde llegó el intendente Guillermo Magadán, habló un rato con ella y luego fue a la comisaría para ordenar que se investigue. El Jefe Comunal nunca más llamó a Viviana.
Esa noche Subirol estuvo muy tranquilo en la vereda:
– Cuando mañana lo salga a buscar la policía, van a encontrar a Darío culo al norte, muerto en un zanjón.
Fue la primera vez que alguien pronunció la palabra muerte.
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Subirol llevó a Viviana a la fiscalía, a la Departamental de Investigaciones y los lugares que él creía necesario. Desde la comisaría la hacían ir todos los días, a veces dos o tres veces. Declaraba, la volvían a interrogar, le mostraban cuerpos para que identificara, incluso algunos cadáveres morenos, corpulentos o con tatuajes, a pesar que ella había dicho que Darío era blanco, pequeño y sin señas particulares. Subirol la ayudaba, la acompañaba siempre, incluso se quedaba en su casa para escucharla, aconsejarla y lanzar las más diversas hipótesis.
– Un día, sentado en el sillón de casa, me preguntó si con Darío teníamos relaciones sexuales seguido. Su hipótesis esa vez era que mi marido se hizo homosexual y se fue con un tipo. Yo no me daba cuenta que me estaba manipulando, porque era nuestro amigo, y su esposa como una hermana para mí-, contó Viviana.
Subirol visitaba la casa de cada testigo que declaraba. Iba con el abogado Laurenzano y se hacía pasar por el fiscal para indagarlos. Un día el hombre de Comprar SRL se enteró que un tal Darío Jerez había robado una camioneta, y al buscar precisiones supo que se trataba de un homónimo, pero no le preocupó y acercó el dato a la DDI para que investigara a Jerez como ladrón de autos. Había jefes policiales que escuchaban y seguían los senderos falsos que señalaba Subirol.
Pasaron días, semanas y meses y Viviana fue bombardeada con cientos de teorías: que Darío se fue con otra mujer; que había visto o escuchado “algo” y lo eliminaron; que había salido del país, a Brasil o Chile; que lo tiraron a la ría de Ajó; que se suicidó. La marejada de conjeturas las planteaban amigos íntimos, y en un momento se dio cuenta que estaban encubriendo algo grande.
– Vasquita, no te creo. Te guias por tus amigos y no hablás ni escuchás a tu familia. ¿Qué te pasa?-. El reproche venía de Raúl Caballo Medina, un boxeador muy conocido en la Costa y hermano de Viviana por parte de madre. Pero ella volvía a subir al auto de Subirol, su amigo, para ir a la comisaría, para ver cuerpos NN, o para ver los huesos que sacaban de las playas y verificar si eran de Darío.
El abogado Ramiro Gutiérrez le dijo que detrás del asunto estaban los Magadán. Ella no le creyó: esa familia formaba parte de su vida. Manuel Magadán fue tres veces intendente de Lavalle, tanto en democracia como en dictaduras (1962, 1973 y 1982). Era un médico reconocido en San Clemente y atendió el parto de los tres hijos de Viviana. Guillermo, el hijo abogado del clan Magadán, fue elegido intendente en 1995 y en 1999. Diez días antes de la desaparición de Jerez, el 14 de octubre de 2001, fue elegido concejal el médico Alejandro Magadán, hermano del intendente.
Mientras Viviana masticaba el rumor, su hijo Julián tuvo fiebre y llamó a su pediatra: Alejandro Magadán viajó de San Clemente a Santa Teresita. Atendió al chico, se sentó en el living con la confianza que tiene un médico de familia y sacó el tema Darío. A Viviana se le llenan los ojos de impotencia cuando recuerda la escena:
– Basta ya Viviana. Agarrá a los chicos y andate de vacaciones – le dijo.
El giro total fue cuando la mamá de Viviana la llevó a la playa para hablarle. Le enumeró punto por punto las situaciones y las hipótesis con que era engañada. Le nombró a quienes la manipulaban y la manera en que la alejaban de su familia: cada nombre era de un amigo de su círculo íntimo. Para Viviana fue como si se le cayera una venda y viera la luz. Contrató a una abogada nueva y comenzó desde cero.
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Casi dos años después de la desaparición, Alejandro Maidana entró al bar Mayonesa, en Mar de Ajó. Todos lo conocían. Su discapacidad leve no le impedía ser sociable. Dos hombres lo llamaron desde una mesa.
– ¿Querés una gaseosa?
– No, tengo para comprarme una.
– Sentate que queremos charlar con vos. Necesitamos un favor.
Alejandro había visto a esos hombres en el Palacio Municipal, en Mar del Tuyú. Uno era el concejal radical Daniel López y el otro Gerardo Ibarra, director de Inspecciones.
– Tenés que llamar a una persona y decirle lo que dice este papel. Mientras hacés eso nos traen el sanguche que ya encargamos para vos-, le dijo uno, mientras le alcanzaba una esquela.
– Tengo para comprarme un sánguche-, respondió Alejandro, intrigado por lo que decía el papel.
– ¿Vos querés hacer una habitación nueva en tu casa? Nosotros te vamos a dar los materiales para que construyas tu cuarto.
Alejandro se levantó, marcó el número y leyó.
-Hola. ¿Viviana Jerez? La llamo para decirle que yo maté a Darío cuando le quise robar en Mar del Tuyú. No busque más, yo lo maté y me voy a entregar.
Pocos días después un camión municipal dejaba los materiales en la casa de Alejandro. Viviana, que sospechó apenas escuchó la voz gangosa del muchacho, avisó a la policía y, como el teléfono estaba intervenido, no fue difícil ubicar a Maidana. En el allanamiento encontraron dentro de una mochila el papel con las palabras que leyó.
A Maidana lo amenazaron muchas veces. La justicia lo imputó por el asesinato de Jerez, pero los testimonios de la mamá y la maestra mostraron que había sido instigado a la autoacusación. El dato de su discapacidad leve lo volvió inimputable y fue liberado. Los dos funcionarios quedaron imputados.
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La pista municipal volvió a circular en 2004, cuando un preso en la comisaría de General Madariaga, Gastón Leandro Alzugaray, le dijo al oficial Joaquín Coronel que tenía datos sobre la desaparición de Jerez. Alzugaray contó que escuchó un conversación subida de tono entre un empleado municipal y el Secretario de Gobierno (Jorge Grande): el primero decía que con Jerez “se les fue la mano”, que no era su intención matarlo, que llevaron el cuerpo en un Renault Laguna azul a la ría de Ajó y lo tiraron. Tenía copias de cheques que vinculaban a Grande, que habría mandado a apretarlo por una deuda de 40 mil dólares. El secretario de Gobierno, elegido concejal el 14 de octubre, renunció a su cargo diez días más tarde, justo cuando desapareció Jerez. Los policías llevaron la información a la justicia pero Alzugaray desmintió todo.
En los años siguientes otros testigos contaron escenas de ese apriete que terminó en crimen y de fiestas negras con cuerpos que nunca aparecieron.
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El juicio por la desaparición de Darío Jerez se realizó en la ciudad de Dolores en marzo de 2013. Hubo cuatrocientos testigos y los fiscales Diego Torres y Diego Bensi acusaron a cinco personas por encubrimiento: Carlos Subirol; el ex concejal Daniel López; el ex director de Inspecciones Gerardo Ibarra; el chofer y custodio del secretario de Gobierno, Gastón Leandro Alzugaray; y Alejandro Muñoz, socio de Comprar SRL, jefe directo de Jerez y amigo personal. Según testigos, fue el último hombre que vio y conversó con Darío en la vereda. El sexto hombre sentado en el banquillo fue Jorge Grande, mano derecha del intendente Magadán, acusado de negar conversaciones telefónicas con el encargado de la morgue del Hospital de Mar de Ajó.
Es contradictorio querer saciar la sed de justicia junto al mar. Pasaron quince años y Jerez no aparece. El 12 de abril de 2013 el Tribunal en lo Criminal Nº2 de Dolores, integrada por los jueces Analía Ávalos, Jorge Tamagno y Carlos Colombo, absolvió a los seis imputados.
El fallo no frenó las marchas que se hacen cada 25 de octubre por la aparición de Darío. Viviana Zubiaurre tiene pocas certezas, pero está segura que su esposo no la dejó sola con sus tres hijos, ni desapareció por voluntad propia. Con el veredicto en la mano caminó otra vez los Tribunales y apeló a Casación de La Plata, que el 16 de junio de 2014 anuló el fallo y ordenó la realización de un nuevo juicio, con los mismos imputados. Ahora, la Suprema Corte bonaerense confirmó el criterio de Casación.
Viviana sospecha que muchos saben adónde lo llevaron a Darío hace 15 años. Espera que se animen a contarlo en el nuevo juicio. Hasta el momento pudo reconstruir los últimos pasos de su marido en las cinco esquinas de Santa Teresita: Darío estacionó en contramano, permaneció en el auto un rato largo, luego bajó, entró a una rotisería, levantó el pedido, cobró parte de una deuda y se retiró. Cuando iba a subir al Fiesta gris se cruzó en la vereda con un hombre alto, con un portafolio negro. Charlaron un rato, el hombre sacó un celular y se lo dio a Darío para que hablara. Cuando cortó los dos se fueron caminando. Era mediodía, el sol brillaba a pleno. El auto quedó allí, sobre la Diagonal 23, en contramano.
Fotos: Gentileza Ariel Fontana
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