A veinte años de la desaparición de Miguel Bru, editorial Marea publicó ¿Dónde está Miguel?, una investigación que busca reconstruir la historia completa del caso que desnudó la complicidad policial, judicial y política en la provincia de Buenos Aires.

Miguel Bru, un joven estudiante de Periodismo, fue detenido ilegalmente y torturado hasta la muerte por efectivos de la comisaría 9a de La Plata, el 17 de agosto de 1993. Si bien los culpables fueron condenados por la Justicia, su cuerpo nunca pudo ser hallado.

La desaparición de Bru ocurrió en la época en que las viejas prácticas de la dictadura quedaron expuestas como nunca antes, al igual que la connivencia de la política, la Justicia y la Policía. En estas circunstancias nace un nuevo actor social que cobra una fuerza inusitada: los familiares de las víctimas del abuso institucional en plena democracia y sus primeras y precarias formas de organización.

El periodista Pablo Morosi cubrió el caso desde el primer momento y, a través de una extensa y documentada investigación, logra reconstruir esta historia que nos interpela y nos compromete a mantenerla viva en la memoria de todos.

El esclarecimiento del asesinato de Miguel Bru es una deuda pendiente de la democracia. Un paso ineludible y necesario para la construcción de una sociedad más justa, en la que nunca más tengamos que preguntar ¿Dónde está Miguel?

miguel bru

PRÓLOGO

En el invierno de 1990 dicté un taller en la Escuela Superior
(hoy Facultad) de Periodismo y Comunicación Social de la
Universidad Nacional de La Plata. Aún hoy me inclino a creer
que entre los estudiantes estaba Miguel Bru.

El último registro visual de su existencia quedaría grabado
en los ojos de un preso desde una celda de la comisaría 9ª de
esa ciudad, cuando su cuerpo agonizante –o ya sin vida– fue
arrastrado a través del pasillo por un grupo de policías tras una
impiadosa sesión de tortura. Era la madrugada del 18 de agosto
de 1993.

Bru, de veintitrés años, pasó así a ser un desaparecido de la
democracia. Pero no el único; tres años antes, idéntica suerte
fue para el albañil Andrés Núñez, luego de tormentos que le dispensaron
en la Brigada de Investigaciones de La Plata para que
se hiciera cargo del robo de una bicicleta. Sus restos fueron hallados
cinco años más tarde en un campo de General Belgrano,
propiedad del primo de uno de los asesinos. En el caso de Bru, el
paradero de sus restos continúa siendo un misterio.

¿Acaso en la época de aquellos crímenes trascurría la etapa
civil de la última dictadura? De hecho, por entonces desaparecían
fábricas y puestos de trabajo. En el aspecto punitivo, la Doctrina
de la Seguridad Nacional fue reemplazada por lo que se podría
llamar “Evangelio de la Seguridad Urbana”, una suerte de
terrorismo de Estado arrabalero, aplicado sin distinción ni freno
por todas las agencias policiales del país. La piedra angular de su
naturaleza giró en torno a la criminalización de quienes no son
criminales. Por esa razón, el perfil de sus víctimas supo ser preciso:
adolescentes que, por ejemplo, compartían una cerveza en alguna
esquina, que les gustaba la cumbia o el rock, que iban a recitales
y fumaban porro. Pero no eran delincuentes sino pibes de clase
media baja, tal vez desertores del sistema educativo y con dificultades
para conseguir empleo. Esa gente fue tomada como blanco
preferencial por la Policía, en nombre de un ejercicio ciertamente
heterodoxo de la “prevención del delito”, junto con la práctica sistemática
del “gatillo fácil” contra menores socialmente excluidos y
en conflicto con el Código Penal. Una práctica que –por extenderse
hasta el presente– plantea la democratización de las fuerzas de
seguridad como la gran deuda del Estado con su propia Historia.

Desde la noche de los tiempos, estas hicieron de algunas contravenciones
tradicionales parte de su sistema de supervivencia:
proxenetas, capitalistas de juego y comerciantes irregulares trabajaron
siempre en sociedad forzada con las comisarías para seguir
existiendo. Luego, a tal estilo de trabajo se sumaron otros pactos
con hacedores de una gran cantidad de quehaceres objetados por
la ley. Mediante “arreglos”, extorsiones, impuestos, peajes y tarifas
o, lisa y llanamente, a través de la complicidad directa, los uniformados
participarían en un diversificado mercado de asuntos,
siendo los más lucrativos el tráfico de drogas, los desarmaderos,
la piratería del asfalto, los secuestros extorsivos y la concesión de
“zonas liberadas” para cometer asaltos. Es lógico que el punto
de inflexión entre ambas etapas haya sido la última dictadura,
en cuyo devenir los policías incorporaron a sus cajas dividendos
obtenidos con un sinfín de delitos graves y, en algunos casos, hasta
aberrantes. Finalmente, fue en la década de 1990 cuando tales
actividades adquirieron un sesgo absolutamente empresarial.

En tal escenario se produjo la desaparición de Bru.

Gobernaba Eduardo Duhalde. El doctor Eduardo Pettigiani,
un ex militante fascista, estaba al mando de la Secretaría de Seguridad,
hasta su reemplazo por el ex juez federal Alberto Piotti,
quien formaría una dupla memorable con el legendario jefe de
la Bonaerense, Pedro Klodzcyk. Eran los días de la “Maldita
Policía”. Una época de gloria cifrada en un acuerdo espurio y
secreto entre el mandatario y la mazorca provincial: vista gorda
ante los negocios, a cambio de su presencia en las calles para así
instalar una ilusoria sensación de orden.

Aquel delicado equilibrio se haría trizas a partir de 1994 con
la masacre de Wilde; ese hecho (una emboscada de la Brigada
de Lanús, con 239 tiros para un remisero, dos narcos en puja
societaria con los uniformados y un vendedor de libros confundido
con otro malhechor al que se debía “cortar”) inició una
seguidilla de ruidosos escándalos, dislates y contratiempos, cuya
temporada más prolífica fue entre 1996 y comienzos de 1997.

Sus hitos: el derrumbe de Narcotráfico Sur por una cámara oculta,
la detención del influyente comisario Juan Ribelli y su patota
por el atentado a la AMIA, la causa judicial armada a Guillermo
Coppola, la masacre de Andreani –tal como se llamó a la ejecución
de una banda enviada por la propia Policía para asaltar
dicha empresa– y el asesinato en Pinamar del fotógrafo José Luis
Cabezas. Semejante cadena de eventos hizo rodar las cabezas del
dúo Piotti-Klodzcyk. Y sumió al gobierno de Duhalde en una
crisis institucional sin precedentes.

miguel bru

En perspectiva, el caso Bru fue el primer signo visible de esa debacle.
Un signo que la atravesó como un fantasma apenas disimulado.
Su desarrollo fue notable; contó con la inacción deliberada
del juez platense Amílcar Benigno Vara –un sujeto venal, amañado
e incapaz de disimular su subordinación al poder policial–, sin
desmerecer el encubrimiento corporativo de la Bonaerense ni el
pringoso empeño del propio gobernador por diluir los efectos del
asunto en resguardo de su gestión. Ante tal muro de impunidad,
el reclamo de justicia –incubado en las asambleas de la Escuela
Superior de Periodismo– trascendió las calles de La Plata para ser
una causa nacional. Una causa encabezada por Rosa Schonfeld,
la madre de Miguel, una mujer sin militancia ni experiencia política
previa. Lo cierto es que su epopeya torció la dirección del
expediente y el destino de sus actores. Aquella inocua montaña de
papeles sería para el doctor Vara la tumba de su carrera judicial.

En mayo de 1999, los asesinos del estudiante: el subcomisario
Walter Abrigo y el sargento primero Justo José López, fueron condenados
a cadena perpetua; en tanto que el comisario Juan Ojeda
y el sargento Ramón Cerecetto recibieron penas menores por su
complicidad en el hecho. Cuatro meses después, el doctor Duhalde
–ahora también salpicado por la masacre de Ramallo– vio
naufragar sus aspiraciones presidenciales con el magro resultado
que obtuvo en las elecciones de ese año. Sin embargo –ya se sabe–,
Miguel Bru sigue siendo un desaparecido.

Este libro reconstruye con precisión milimétrica el tejido de
esta historia. Una historia que merecía ser contada. Su autor, el
periodista Pablo Morosi, fue un testigo privilegiado de los acontecimientos
que la trazaron. Meses antes de concluir sus estudios
en “La Escuelita” –tal como se llamaba a la Escuela Superior de
Periodismo–, solía cruzarse en los pasillos con un pibe de primer
año que casi siempre vestía una campera de gamuza, vaqueros
agujereados y un pañuelo en el cuello; no era otro que Miguel.
Después de su desaparición, y ya como periodista, cubrió el caso
junto a Cristian Alarcón en el diario Página/12, el primero en
ocuparse del tema. Dos décadas después, decidido a recuperar
los detalles de esa añeja trama, exhumó entre los papeles de su
archivo una polvorienta caja de cartón azul; contenía libretas y
cuadernos con los primeros apuntes sobre la cuestión, las notas
publicadas entonces, el legajo universitario de la víctima, fojas
judiciales y hasta un casete con la voz ronca de Vara. Aquellas
reliquias habían vuelto a la vida. Habían vuelto para no olvidar
el amenazante jadeo de una época. De eso trata este libro.

–Ricardo Ragendorfer

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Introducción
Miguel Bru fue detenido ilegalmente y torturado hasta la
muerte por efectivos de la comisaría 9a de La Plata, el 17
de agosto de 1993. Su cuerpo, ocultado por los asesinos, nunca
pudo ser hallado.

Los policías acusados por el hecho fueron condenados; el juez
del caso, destituido; la madre de Miguel creó una Asociación para
asistir a víctimas de la violencia institucional. Sin embargo, nada
pudo quebrar el pacto de silencio entre los asesinos, que jamás
reconocieron su autoría, y hoy, a veinte años, aquella pregunta
inicial conserva una vigencia lacerante: ¿Dónde está Miguel?

Repensar el sentido de ese interrogante marca un desafío
ineludible para nuestra democracia que no puede admitir la perpetuación
de la figura del desaparecido.

Por aquel entonces –iban diez años de la recuperación de las
instituciones republicanas–, el aparato represivo montado en la
última dictadura por los militares, servidos de la estructura de
las fuerzas de seguridad, permanecía intacto. La Policía de la
provincia de Buenos Aires, convertida en la temible “Bonaerense”,
era capaz de abusos, corruptelas y delitos cobijados por un
contexto de impunidad que hallaba garantías en la política.
El caso Bru no fue el primero, pero abrió varios caminos sin
retorno. Como nunca antes, el trágico y aún indescifrable final de
Miguel dejó al desnudo la perversa connivencia entre los ámbitos
judicial, policial y político. Su difusión contribuyó notoriamente
a la toma de conciencia ciudadana sobre el nocivo y execrable
resultado de aquella peligrosa combinación.

Por otra parte, en la calle, con una lucha inquebrantable y
solidaria, sus allegados comenzaron a construir el concepto que
luego, con la sumatoria de otros hitos como el crimen del reportero
gráfico José Luis Cabezas, algún editor iluminado sintetizó
en esa figura de “Maldita Policía”, que describió toda una
época: una fuerza civil armada con la misión de preservar la
seguridad que provocaba el efecto contrario, causando aversión
entre la población.

El derrotero de la Policía en La Plata debería constituir un
caso de estudio; allí tuvo su epicentro el denominado circuito
Camps –que lleva ese nombre por Ramón Juan Alberto Camps,
el militar que comandó la institución policial de la provincia
entre abril de 1976 y diciembre de 1977–, donde los policías no
solo asistían y participaban con los militares de las atrocidades
represivas, sino que se llegó a transformar las propias comisarías
en centros clandestinos de detención.

El caso Bru consiguió abrirse espacios en la prensa de aquel
entonces –más propensa a reflejar el parte oficial u oficioso de
las instituciones que a incorporar el relato de las víctimas– para
poder dar cuenta de una metodología de acción policial fundada
en el abuso de poder y la impunidad heredadas de las viejas
prácticas de la dictadura.

La gran señal del caso Bru fue aportar significativamente a la
incorporación en las agendas mediáticas de este tipo de hechos y
hacerlo desde una nueva perspectiva: la de las víctimas de la violencia
institucional. El entramado social que rodeaba a Miguel
tuvo una incidencia determinante: se trataba de gente vinculada
con la universidad y con movidas artísticas de vanguardia. Además
de haber estudiado periodismo en la Universidad Nacional
de La Plata, Miguel era vocalista en una banda de rock-punk
llamada Chempes 69. La reacción de estos grupos, sumada a la
actitud, figura y persistencia inquebrantable de la madre, Rosa
Schonfeld, resultaron favorables a la recepción que la opinión
pública tuvo de esta historia.

Este libro llegará a los lectores sin que se haya podido dilucidar
el destino final de Miguel Bru. Por ello, el trabajo no
solo persigue consolidar la memoria colectiva sobre lo ocurrido
y homenajear la lucha sostenida y a los que lucharon, sino
que también aspira a aportar a la conciencia de aquellos que
han mantenido ese impiadoso secreto durante todos estos años
e impulsarlos a redimirse a partir del acto cívico, pero antes que
todo, humano de revelarlo.

–Pablo Morosi

Gonnet, abril de 2013