Se presentó un estudio sobre mujeres presas por tráfico de drogas en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. El autor, el joven abogado Alejandro Corda, de la Asociación Civil Intercambios, entrevistó durante años a las que pueblan las cárceles argentinas: migrantes pobres que caen como moscas en un sistema penal clasista y discriminatorio.
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El peso de la ley sobre las más débiles
Por Juan Manuel Mannarino. Cosecha Roja, septiembre de 2011.
A Ingrid le ofrecieron 4 mil dólares por el trabajo. Los necesitaba para pagar una cirugía auditiva que debían hacerle a su hija. De La Paz, Bolivia, ciudad donde creció, la llevaron hasta Buenos Aires. Debió tragar capsulas de cocaína que tenían como destino Europa. Pero no pasó el pre-embarque en Ezeiza. La detuvieron. Cargaba una en la vagina, otras 83 en una faja. Ingrid contó ante el fiscal cómo la capturaron. A la justicia argentina, que reduce la pena de los imputados si hacen declaraciones sobre los responsables, poco le importó. La condenaron a 4 años y 7 meses de prisión. Por mula.
Una mañana Cecilia, peruana residente en Buenos Aires, abrió la puerta de la casa y vio una cara conocida. Era el ex novio. No estaba solo: lo acompañaba una mujer. El hombre, que apenas unas horas antes había llegado de Perú, le pidió hospedaje. Al otro día Cecilia volvió a abrir la puerta. Esta vez eran policías. Se metieron sin pedir permiso. Los visitantes no estaban: en la habitación donde dormían, sin embargo, dejaron cuatro kilos de cocaína. A pesar que en otros espacios no encontraron nada más, Cecilia fue apresada y condenada a 7 años. A minutos de darle la sentencia, el secretario de la causa la amenazó.
– Si vos hablás te va a quedar la carátula de encubrimiento; si no hablás te voy a armar la causa como para que vos te quedés de 25 a 30 años.
El secretario es, desde hace unos años, juez federal.
Estas historias aparecen en el libro “Encarcelamientos por delitos relacionados con estupefacientes en Argentina”, escrito por el abogado Alejandro Corda, de la Asociación Civil Intercambios. Corda lo presentó en una conferencia en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, en una mesa redonda improvisada por cuatro pupitres de la que participaron Horacio Cattani, juez de la Cámara Federal de Apelaciones y profesor en la Facultad de Derecho de la UBA, Diana Rossi, directora del proyecto UBACyT “Políticas estatales de control de drogas e instituciones sanitarias de atención para usuarios de drogas”, y Ana Arias, directora de Trabajo Social.
Según el trabajo, un tercio de la población del Servicio Penitenciario Federal está en prisión por infracciones vinculadas con estupefacientes y la proporción de mujeres detenidas se duplicó en consonancia con el incremento de las penas por delitos vinculados con sustancias ilícitas. Cada vez hay más mujeres presas por venta minorista o por traslado (mulas), y mucho tiene que ver la vigencia de la Ley 23.737, que aumentó las penas: en 1995, las mujeres condenadas por delitos relacionados con estupefacientes abarcaban el 45,7 por ciento de la población carcelaria; en 2006, de acuerdo con un informe de la Defensoría General de la Nación, en dos unidades distintas alcanzaban el 65 y el 72 por ciento.
“¿Quiénes son los que están en prisión en relación a las delitos de drogas?”, se preguntó Horacio Cattani. Corda contestó que son mujeres pobres, la mayoría jefas de hogar, con varios hijos que deben sostener solas, y que venden pequeñas cantidades en las villas para procurarse un ingreso. Sobre ellas, el eslabón más débil, cae el peso fuerte de la ley mientras los altos mandos son protegidos por la complicidad de jueces, policías, políticos y empresarios.
Narrar historias que los números no cuentan
En la investigación se demuestra cómo, en vez de perseguir a los grandes distribuidores, el sistema penal inventa procedimientos bajo el lema mediático de la “lucha contra el narcotráfico”. La justicia no sólo hace oídos sordos a la situación social de las mujeres, sino que atrapa gente inocente y a “perejiles”.
No sólo hay historias de mulas o de transas. Están también las que sufren por el consumo. Carmen, de 40 años, no podía salir de la espiral de la cocaína. Le ofrecieron vender. Una tarde la descubrieron y cayó presa. Frente al juez, Carmen pidió una oportunidad para tratar la adicción. A cambio, le dieron una condena de 4 años. En la cárcel estuvo a la deriva, sin que nadie entendiera su problema de salud. Una vez en libertad y sin trabajo estable, la mujer dejó la droga. Alejandro Corda la entrevistó:
– Si a mí un juez me hubiera dado la oportunidad a los tres meses de estar presa de sentarme delante de él y escucharme se hubiera dado cuenta que era al pedo quedarme presa. Hay mucha gente que necesita eso, que comprendan cómo el consumo los llevó hasta ahí, toda esa gente debe tener una oportunidad- le dijo.
Este abogado de treinta y pico de años recorrió las cárceles bonaerenses. Quiso narrar historias que los simples números no muestran. Recuerda a Esther. Salió de la cárcel y al poco tiempo volvió a caer en el tráfico. Ella le confesó que no consiguió trabajo, que tenía un hijo preso y una hija que iba al colegio. Sin otra salida se debió inventar una doble vida.
-No sólo por mí sino por la familia, que quedan atrapados en todo este sistema.
El trabajo fue duro, pero Corda quería de demostrar que el Estado debe dejar de descansar en lo penal y dar mayores herramientas de inserción social.
Ser periodistas
Corda investigó durante años cómo las redes clandestinas utilizan personas con “vulnerabilidad social”. Lo hizo como integrante de dos proyectos de investigación. Uno, el que dirige Diana Rossi. Y el otro, para el grupo de investigación sobre drogas en Latinoamérica que se publicó en el libro “Sistemas sobrecargados. Leyes de drogas y cárceles en América Latina”.
Para Corda, el derecho es una ciencia social que sólo sirve cuando se lo piensa desde una transformación humana. Cree que ser abogado no es aplicar la ley ni llenar expedientes; es, antes que nada, un ejercicio de intervención política para entender y cambiar las reglas de la sociedad.
Por eso también está convencido que los abogados tienen que vestirse de periodistas.
– Hay una riqueza adicional cuando uno profundiza en los testimonios. En mi investigación, no había mucha información y desde diversas fuentes, sobre todo a partir de las entrevistas, llegué a ver la complejidad de las historias.
Quizás sin saberlo rememoró las visitas de un Truman Capote obsesionado por conocer las historias de los presos más allá del frío tono de los expedientes. Un abogado-periodista-detective en pura acción.
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