Adrián J. Mesch*.-
Las Breñas, Chaco, 31 de Julio de 2015. N.S. es poblador de Pampa del Infierno, 46 años, padre de familia, productor agropecuario. Se aleja unos metros del improvisado campamento de sus colegas a la vera de la ruta, cruzando el asfalto, y prende fuego a dos gomas (léase cubiertas) de esas de carro gastado, levantando una cortina no muy amenazante de humo negro, con ayuda del kerosén. La escena queda filmada desde un celular.
N.S. protesta más o menos autoconvocado (las cadenas de mensajería instantánea funcionan poco en zona rural, no hay señal ni para sms). Llegó al lugar por sus propios medios al igual que unos cuantos otros, motivados por la difícil situación del sector primario. El picudo (plaga del algodón) y la suba imparable en los insumos (semillas, forrajes, agroquímicos, combustible, presión tributaria, precios internacionales) les hacen llegar el agua al cuello. Todo es deuda: las cadenas de pago se cortaron hace rato.
Hay hombres y mujeres de todas las edades, no se ven políticos. Las banderas y pasacalles de bolsa arpillera y sin tipografía profesional ni slogans elegantes cuelgan de tractores y casillas. No es técnicamente un corte de ruta porque el tránsito no se interrumpe. Al pasar se escuchan algunas bocinas apoyando la protesta. Es más bien un acampe, sobre la banquina de la Ruta Nacional 89, a unos 260 kilómetros de Resistencia, la capital provincial, y a 1080 de Buenos Aires, la capital del mundo conocido por los manifestantes. Nada muy ostentoso ni cubierto por los medios.
N.S. viste jeans, zapatillas y gorro tipo de cancha, lejos del estereotipo del chacarero elegante y gran terrateniente que ostenta sombrero, cinto y botas, adicto a la cultura pop. Está parado al lado del fuego y observa la presencia de unos quince o veinte policías provinciales. Un camión de bomberos se acerca para prevenir un incendio de magnitudes catastróficas. El productor se rebela: “Vamos a salir en los diarios”. Un policía le saca el bidón, un bombero comienza a echar agua a presión y el productor se interpone intrépido en el camino. Forcejeo mediante, cuatro agentes le caen encima, neutralizando al sublevado, rodilla al cuello, en el suelo, mientras él les pregunta “¿pero cuál es la infracción, jefe?”. La comitiva se lo lleva esposado del lugar.
Mucho se ha escrito y dicho ya de la protesta social y la represión. Pero en este nivel no peligraba la paz social ni institucional ni se avecinaba revolución alguna. ¿El productor hacía bien o mal por resistirse sólo por semejante pavada contra una veintena de policías? ¿Cuál es la misteriosa motivación de N.S. que defiende el fuego de sus neumáticos como si cargara la llama olímpica? ¿Qué hacía que no estaba preparando la caña con ruda para el día siguiente, cuyos poderes ancestrales quizás le hubieran evitado el soponcio?
No, señores. Esa no es la discusión. Primera advertencia: acá no importa contra quién se protesta, o la razón del reclamo. La cuestión fundamental es la respuesta aparatosa, exagerada (estúpida, a veces, siempre peligrosa) a la protesta social, propia de los vicios del sistema penal que todos ya conocemos. Segunda advertencia: tampoco vamos a referirnos estrictamente a lo que es la criminalización de la protesta social porque, si bien se discute en el ámbito académico si los cortes de rutas y sus consecuencias son o no delito, acá todavía no lo es quemar gomas. Lo que queremos explicar, en síntesis, es el por qué de lo tragicómico de las imágenes.
El solitario estoicismo de N.S. nos recuerda con cierta ironía al anónimo Tank Man, en las adyacencias de la Plaza de Tiananmen (Pekín) en 1989, parándose frente a una fila de tanques del Ejército Popular de Liberación chino con dos bolsas de supermercado que posiblemente contenían lo que le sobraba de huevos para el caso. Las protestas de Tiananmen fueron una de las trágicas epítomes de lo que puede alcanzar la represión, y siempre hay que tomar en cuenta que (pulsión punitiva mediante: traduzco, esas ganas incontenibles del gnomo cabrón, primitivo e indignado que pulula en los hombros de los ciudadanos y funcionarios, exigiendo combatir violencia con más violencia) es mucho más fácil que cualquier sistema institucional, en especial el sector del sistema que controla los palos y las armas, degenere en lugar de que evolucione. Por eso la represión, ante cualquier acción, será la reacción oficial más común.
Nunca habrá proporción posible entre este tipo de respuesta a un fenómeno social y la humilde resistencia que opone el ciudadano (quien no vea un desequilibrio entre veinte policías y un tipo parado quemando dos gomas, que luego marcha preso sin dársele el extravagante lujo de una explicación, tiene bastante por calibrar en esa especie de GPS interno de justicia que intuitivamente tenemos todos), pero lamentablemente es la regla. La tensión que genera la cantidad de personas parece amenazar simplemente con su número a las autoridades: en el mano a mano, siempre volvemos inconscientemente a la ley del más fuerte. Y el más fuerte en la calle es justamente el más numeroso.
Ahora, volvamos a la lucha de un solo hombre con dos neumáticos: allí no hay “número” que intimide a nadie. Sin embargo, a pequeña escala, la respuesta desproporcionada no debería ser la misma. Y lo es.
El abuso policial de autoridad es la oveja negra en el rebaño de ovejas negras que es el sistema penal. Y si bien de la creencia popular puede esperarse que ocurra sólo en oscuros calabozos y o pasillos de comisarías, la verdad es que acontece donde quiera que se le dé oportunidad: aire libre, playa o montaña, espectáculos públicos, etc. ¿Prepotencia, tradiciones policiales espurias al estilo del Comisario de Trulalá, falta de tacto, sobredosis de procedimentalismo? Sí, todo eso. Pero el problema mayor es del sistema, que estornuda represión y que vive resfriado.
El muchacho éste tenía derecho a protestar. Constitución, tratados internacionales y bla bla. Hasta donde se puede ver, no estaba cometiendo delito alguno. El sistema, brazo ejecutor del control social preventivo-represivo tenía varias opciones: a) Diálogo, b) mediación, c) no hacer absolutamente nada y cambiar el agua del mate, d) cagarlo a palos por insurrecto, e) reducirlo entre cinco, esposarlo y llevarlo a barrer la comisaría.
Avivada la autoridad de que se estaba filmando el episodio, fajarlo no era opción. Y como el sistema penal tiende a ser irracional, elige naturalmente la siguiente opción más violenta. El ciudadano se envalentona, corajudo porque sabe que la afrenta es injusta, y listo: resistencia a la autoridá. Marche preso y esposado para que sirva de ejemplo a otros posibles alborotadores.
Seguir y seguir protestando, como manifestación de la libertad, sean una sola persona o un millón, cambien el mundo o no, es esencialmente humano, y escapa a las leyes y al sistema penal, que tiende a limitar libertades. En esa madre de todas las batallas, libertad versus control social violento, vemos siempre perder por goleada al más débil (estamos como 3 mil clásicos abajo), pero cada tanto, y con paciencia, gana la razón. Quizá algún día hasta el sistema mismo tenga que protestar. Que queme gomas tranquilo.
*Abogado litigante de Villa Ángela, Chaco y miembro de Asociación Pensamiento Penal.
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