Conduzco de prisa por la ruta 3 hacia Las Flores. Soy un autor que va al encuentro de sus personajes. Supongo que no debe ser algo demasiado extraño para muchos escritores. Pero el día en las vidas de Gladis D´Alesandro y Carlos Labolita padre que elegí relatar en mi novela es el 24 de marzo de 1976, y decidí hacerlo a partir de diversos testimonios, sin entrevistarme con ellos.
Fue una decisión literaria: construir un relato de lo vivido por los personajes sin la más mínima influencia que sentiría al tenerlos frente a mí y escuchar sus testimonios. Quise narrar con austeridad, procurando que la base de ese iceberg subyugara sin estar expresamente dicha.
Creo que no fue sólo eso. Hubo algo de miedo. Desde que conocí esta historia supe que me sería difícil preguntar de manera directa por el drama central: la decisión de Carlos Chiche Labolita de volver a Las Flores como quien no puede hacer otra cosa que caminar hacia lo inevitable.
¿Qué pasó aquel 24 de marzo? Gladis D´Alesandro, Carlos Chiche Labolita, Cristina Fernández y Néstor Kirchner decidieron abandonar, la madrugada del 24, la pensión de La Plata en la que vivían. En Las Flores, por la noche, los militares detuvieron en su casa a Carlos Labolita padre. El oficial que tomó el control del lugar ese día, el teniente Alejandro Guillermo Duret, había recibido dos indicaciones: “Actividad docente y promoción de la teoría marxista”, decía la de Carlos Labolita padre; “Vinculado a la actividad terrorista”, la del hijo.
Con no demasiada información, me atreví a incluirlos en mi novela. Pero Alejandro Duret, quizá con menos información aún, definió y ejecutó un plan que cambiaría la vida de esas personas para siempre. Porque el objetivo principal de detener al padre fue lograr que el hijo volviera al pueblo para atraparlo. Carlos regresó y el 25 de abril de 1976 lo detuvieron. Desde entonces es uno de los treinta mil desaparecidos.
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Me contacté con Gladis por Facebook. Más de una vez me había dicho que debía encontrar el modo de acercarle mi libro. Hasta que un día, en un posteo de mi página, apareció un Me Gusta con su nombre. De inmediato me metí en su muro para ver si era ella.
– ¿Sos la compañera de Carlos Labolita? Perdón por el atrevimiento – le escribí.
– Sí, soy la compañera de Carlos – me respondió días después. Compañera en tiempo presente.
Acordamos una visita. Al entrar en Las Flores poco antes del mediodía la llamé y me dio por teléfono las últimas indicaciones para llegar hasta su casa. “Es el momento de la verdad”, me dije al verla parada en la puerta. Tomé mis libritos y bajé a saludarla. Me sentí bienvenido en la tibieza de su casa. Me adelantó que en un rato llegarían Carlos Labolita padre y María Inés. Comeríamos pollo.
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– Si yo lo miro de frente, como usted me mira a mí, no lo veo. Pero si me pongo de costado, ahí me doy cuenta que es alto y distingo su cara. Y tal parece que esto se puede frenar un poco pero que es progresivo y no tiene arreglo. Tengo que andar con cuidado, no puedo manejar y necesito que alguien me acompañe.
Fue lo primero que me explicó cuando llegó a casa de Gladis D´Alesandro, la compañera de su hijo desaparecido. Lo acompañaba y guíaba con ternura María Inés, su hija, docente y militante.
No existe el destino. Tampoco las condenas. Pero si existen, Carlos Labolita sobrelleva las que le han tocado con la lucidez necesaria para comprenderlas y no permitir que le impidan seguir adelante.
Desde la infancia la música es parte de la vida de Carlos. A los cinco años empezó a tocar el acordeón: primero le regalaron una verdulerita y a medida que crecía su padre le compraba instrumentos más grandes. Un día tuvo el primer acordeón de piano. Entraba en la adolescencia y no le gustaba la escuela. “Me molestaban los pibes de clase media, cómo venían arreglados. Con los años me fui amigando con la clase media, pero en ese tiempo no me agradaban. Aunque no me iba mal, salvo en matemáticas, no quería estudiar más y un día estallé un tintero de tinta roja contra una pared y lo llamaron a mi padre, que tuvo que hacerse cargo del pintor. Le expliqué que no quería estudiar más”.
– ¿Pero qué vas a hacer? -interrogó el padre-. Porque aquí el que no estudia, tiene que trabajar.
El primer empleo fue hacer suplencias en distintos conjuntos tocando el acordeón. Lo buscaban los músicos más grandes, hasta que entró en un grupo en el que estaban algunos compañeros de su padre, un obrero ferroviario muy orgulloso de su trabajo de maquinista. Todavía era la época de las viejas locomotoras a vapor. A los 18 lo hizo entrar en el ferrocarril.
Eran los tiempos de Perón y como trabajador ferroviario tuvo una oportunidad inédita: disponer de tiempo para terminar los estudios. Con los años, la militancia de su hijo Carlos y el recuerdo de aquella posibilidad única harían que fuera cambiando su visión respecto del peronismo. Fue trabajador ferroviario, tuvo militancia gremial y allí pudo concluir los estudios para luego dedicarse a enseñar.
En Las Flores, cuando descubrió que los docentes no tenían delegados ni representación gremial, se puso a averiguar y se entrevistó con Alfredo Bravo. El dirigente socialista le encomendó la tarea de organizar el gremio en el pueblo.
Labolita ejerció la docencia y tocó el acordeón hasta que empezaron a aparecer las orquestas de jazz y se dedicó a tocar el saxo. Primero en una orquesta, después en un cuarteto. En diciembre de 1975 compró un hermoso saxo tenor en la casa América que casi no llegó a estrenar. Quedó guardado en su estuche sobre la biblioteca desde que lo detuvieron aquel 24 de marzo de 1976.
La noche del golpe Carlos había dado su clase de Filosofía en la escuela de Las Flores. El oficial que lo detuvo -y que estaba al mando del pueblo- no era mucho mayor que sus alumnos: apenas tenía 23 años.
No tardó en comprender que el objetivo principal era que su hijo volviera a Las Flores. “Vinculado a la actividad terrorista”, era la escueta caracterización que recibió el teniente. El docente marxista era el señuelo. Y lo consiguió. Carlos volvió para lograr la libertad de su padre y asumir los riesgos que pudieran significar la propia detención. De nada sirvió que Néstor le insistiera que no debía regresar al pueblo.
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Cuando salió de la cárcel en 1980, Labolita descubrió que llevaba el tango en las entrañas y el saxo tuvo que seguir esperando en su estuche sobre la biblioteca: aprendió a tocar el contrabajo con arco y armó un trío de tango con un bandoneonista y un pianista que lo habían estado esperando. La primera vez que se juntaron sonaron como si hubieran tocado diez años juntos. “Yo voy a hablar para que te dejen salir de Las Flores a tocar”, le dijo el hombre del fuelle presumiendo de sus influencias. “Si me entero que sale de Las Flores van presos vos y Labolita”, respondió el comisario de Azul, aun cuando le debía algunos favores.
Cuando regresó la democracia, Carlos Labolita recuperó sus cátedras en la Escuela Normal. El día que volvía a la docencia le pidió al subdirector que reunieran a los alumnos de cuarto y quinto año. En aquellos tiempos de efervescencia democrática, tenía la oportunidad de compartir con ellos lo que le había tocado vivir.
No sólo les contó de la detención y de los militares que dieron el golpe, sino que también sintió necesidad de poner el énfasis en la complicidad civil. Yendo y viniendo por el pasillo central del salón de actos colmado de alumnos, habló con naturalidad de los delatores y hasta se permitió poner algunos ejemplos. Pensaba que sólo estarían él y los estudiantes, pero su vuelta era noticia en el pueblo y estaban presentes concejales y otras autoridades y personalidades de Las Flores.
Cuando mencionó que Otonello, el último intendente de la dictadura, lo había denunciado por nota como responsable de una célula terrorista en la escuela Normal, se oyó el grito de una joven y varios se acercaron a asistirla. Carlos siguió adelante con su relato. Cuando concluyó, se enteró quién había gritado. “Fue la hija de Otonello”, le explicaron. Cursaba 4° año y en minutos la tendría como alumna. Nunca volvió a hablar con ella del tema y el curso transcurrió todo el año sin inconvenientes entre el “docente marxista” y la hija del delator.
¿Y el saxo? En 1984, a instancias de Alfredo Bravo, que era secretario de Educación del gobierno de Raúl Alfonsín, le llegó la nota para tomar en una semana horas de cátedra en Saladillo. “¿Y ahora qué hago?”, pensó. Tenía que ir una vez por semana a Saladillo y no tenía auto ni plata para comprarlo. Alzó la vista en sus cavilaciones y vio la solución sobre la biblioteca.
Germancito, un viejo amigo de andanzas, era bancario, vendía autos usados y tenía un hijo que estaba aprendiendo a tocar el saxo. Lo fue a ver y con el saxo y unos pocos pesos más se hizo de un 4L usado que nunca lo dejó de a pie.
Un día se les apareció un cantor que era de Tandil. Los había escuchado en una cassette y quería tocar con ellos. Lo probaron con escepticismo y resultó ser un cantante excelente. El trío comenzó llamándose Trío Tango. Luego decidieron publicitar su ciudad y le pusieron Las Flores Trío Tango. Durante 24 años recorrieron la Provincia de Buenos Aires. Sólo en tres oportunidades cobraron por su actuación, las otras veces lo hicieron a beneficio, sin más retribución que los aplausos y una que otra invitación a cenar.
La docencia, la música y la militancia por el juicio y castigo fueron los pilares sobre los que Carlos Labolita sostuvo su vida. Aún lo siguen siendo. Aunque ya no toca con sus compañeros ni puede cargar el contrabajo, de vez en cuando desempolva al acordeón.
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Fue un almuerzo inolvidable. Carlos hegemonizó la palabra y el vino tinto. Al principio lo viví con pudor, después sentí como si estuviera almorzando en mi casa. Luego del café nos sacamos unas fotos y María Inés acompañó a Carlos a cumplir con el rito sagrado de la siesta. Nos quedamos con Gladis evocando a Néstor, hablando de lo difícil que había sido seguir adelante para Cristina y compartiendo la incertidumbre por la nueva etapa que se inicia.
Alguna vez se le apareció Néstor en el pueblo, en medio de uno de sus trajines políticos, en sus tiempos de gobernador, cuando ella aún trabajaba en la peluquería. Hablamos también de lo que significó para Gladis hacer ese trabajo en un pueblo en el que la mayoría de sus habitantes conocían su historia. Con Cristina mantiene contacto telefónico y ha estado con ella en Olivos. En distintos momentos, Néstor y Cristina estuvieron en el monolito en homenaje a los desaparecidos de Las Flores.
De las cuatro personas que dejaron la pensión aquella madrugada en La Plata, dos presidieron sucesivamente la Nación durante 12 años inolvidables. Desde la desaparición de Carlos, Gladis militó siempre luchando por vida, verdad y justicia.
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Semanas después de aquel almuerzo, el 23 de marzo, Gladis, Carlos y María Inés participaron de un acto en la escuela Normal en el que descubrieron baldosas con los nombres de los desaparecidos, a 40 años del golpe. Luego visitaron el monolito en el que alguna vez Néstor Kirchner rindió homenaje a su compañero de militancia desaparecido. Después, donde antes era la Brigada y ahora hay un espacio de la memoria, fue el turno del homenaje a otro desaparecido de Las Flores: el poeta Miguel Ángel Gradaschi.
Gladis compartió en Facebook una imagen hermosa de Carlos. No parece alguien que ya no está. Se lo siente vivo. Recuerdo lo que solemos repetir con los familiares de desaparecidos en los actos. “Presentes, ahora y siempre”. Cuando estuve con Gladis, María Inés y su padre, sentí que Carlos estaba. Si desde lo cotidiano, aun sin hablar de él, ellos transmiten con tanta fuerza su presencia, es inimaginable cuanto debe pesarles en el alma la ausencia.
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