Por Juan Manuel Mannarino – Para Cosecha Roja
Marcelo Argañaraz, teniente bombero del Ministerio de Economía de la Provincia de Buenos Aires, dejó por un momento su puesto de vigilancia y cruzó la avenida 7, una de las más transitadas de la ciudad de La Plata, para comprar un paquete de cigarrillos. A la izquierda del kiosco había una galería con pequeños negocios, y del otro lado una casona con una puerta de doble hoja de madera donde funcionaba el archivo del Ministerio.
–Muchachos, acá tienen un fiambre– dijo señalando la puerta.
–El olor sale del pozo séptico de acá al lado. ¿Sabés que con la construcción hubo problemas con las cloacas?– contestó uno de los empleados.
Argañaraz negó con la cabeza. Nadie imaginó que estaba hablando en serio.
–No es olor a cloaca, muchachos. Este es el olor de un cadáver.
Alguien se acordó de los carteles pegados en los árboles con la foto de la joven desaparecida: una chica peruana, vista por última vez en la vereda del kiosco.
Fueron hacia la puerta de doble hoja de madera.
Argañaraz volvió hacia el Ministerio y pidió la llave de la casona a la intendencia. El Archivo tenía dos pisos, un salón principal y una escalera. Lucía deshabitado y las luces del hall principal estaban prendidas. El teniente subió primero, y en la puerta de la cocina, bajo el zumbido de una nube de moscas, halló el cuerpo de una joven, boca abajo, desnuda y en avanzado estado de descomposición. Estaba con el corpiño puesto y un trapo anudado sobre el cuello: la habían estrangulado. Era el 22 de febrero de 2007. Tiempo después se sabría que la mataron con su propia remera.
En uno de los baños, a metros de la cocina, había una bombacha rosa. Ningún rastro del pantalón. Unas colillas de cigarrillos, arrojadas en el suelo entre las plumas de las palomas, parecían el único signo de una presencia humana alrededor del cadáver.
El Archivo estaba a punto de reabrirse al público, y había una gran expectativa entre los funcionarios. Durante casi un año, una tropa de albañiles, electricistas, pintores y herreros habían construido unas lujosas oficinas administrativas. El 7 de febrero se dio el cierre de obra y un inconveniente eléctrico, tras la instalación de los equipos de aire acondicionado, retrasó la inauguración.
Desde la invasión de las palomas por los ventiluces del fondo, las oficinas, los baños y la cocina de la planta alta parecían un criadero de pájaros, con las plumas y las manchas blancas de los excrementos por todo el piso. La planta baja se utilizaba como depósito de construcción, no sólo del Archivo sino también de otras obras como Rentas, el edificio de la esquina, donde estaban arreglando unos baños. A la vuelta estaba la Lotería de la Provincia. Sobre la avenida 7 hay bancos, ministerios, facultades y cerca del Archivo está la plaza Italia, en una ciudad donde hay una plaza cada seis cuadras. Todos los días entraban por la puerta de doble hoja de madera decenas de personas, y muchas de ellas, llaves en mano, la abrían sin demasiados problemas. Argañaraz fue uno más de ellos. El teniente bombero llamó a la policía; de pronto la ciudad fue otra, y el aire acumulado se fugó hacia la calle. Un cadáver en un edificio público era un suceso extraordinario. Una chica que pasaba por la vereda fue tomada como testigo, y a juzgar por el testimonio de la causa, es probable que haya sido la experiencia más traumática de su vida.
Más tarde, en la morgue, el cuerpo fue sometido a la rueda de identificación. La policía, que tenía la denuncia de desaparición hacía unos días y no había hecho los rastrillajes suficientes por la zona, convocó a los familiares. Se comprobó que el cuerpo había estado encerrado casi una semana. La cara estaba irreconocible: los seis días pasados a la intemperie, con más de treinta grados de calor, estropearon la carne y no era para menos, con ese sol del verano platense que parecía taladrar cementos y cráneos. Tenía un fuerte golpe en la cabeza, el pelo negro ensangrentado y señales de una violación. Uno de los tatuajes estaba en el pecho, cerca del corazón; era el dibujo de una virgen semidesnuda bajo la palabra “virgo”. El otro estaba debajo de la nuca, un ideograma que significaba “Trabajo, Amor y Salud”. La madre de la joven, al borde del desmayo por el brutal desenlace, se negó a pasar. Los testigos que entraron, entre quienes estaban el novio y la suegra, no dudaron al verla: era Sandra Mercedes Ayala Gamboa.
Se busca niñera
Un hombre delgado, morocho, cerca de treinta años y con una camisa manga corta a cuadros, preguntó en una verdulería si alguien conocía a una niñera. Su señora había dado a luz y necesitaba con urgencia que les cuidaran a sus otros hijos. Pagaba 10 pesos la hora. Minutos antes, Walter Silva De la Cruz, 38 años, peruano, había salido de la pensión de avenida 44 y 6. Era una residencia antigua, de aspecto lúgubre, un albergue céntrico y barato para migrantes. Walter entró al negocio y escuchó las palabras del hombre, le parecieron amables y educadas, y enseguida se acordó de Sandra, 21 años, también peruana, la novia de un amigo suyo llamado Augusto. La chica estaba buscando trabajo y vivía en el segundo piso de la pensión. Vilma, la suegra, era la dueña del edificio.
–Por favor señor, ella tiene que presentarse en media hora. No puedo esperar más. Hay otras personas interesadas– dijo el hombre y le anotó la dirección en un papelito.
Walter llegó a la pensión y encontró a Sandra sentada en la escalera, con las manos sobre las rodillas. Le comentó del trabajo y se interesó. Se puso un pantalón celeste y una musculosa, se hizo una colita en el pelo y salió hacia la entrevista, a unas cuatro cuadras de allí. Cuando llegó no encontró a nadie y volvió a la pensión. Walter la acompañó en un segundo intento. Llegaron hasta la avenida 7, entre 46 y 47, y se perdieron, porque el papelito no tenía el número de la casa. Permanecieron quietos, pegados al Banco Columbia, de pie frente a un kiosco de revistas. Los últimos minutos de Sandra, a juzgar por las imágenes de una cámara de seguridad del banco, fueron los de una joven aburrida, con los brazos cruzados, la mirada distraída en la ciudad. Vestía unas sandalias blancas adornadas con perlas, era pecosa, media cerca de1,60 y tenía el pelo castaño hasta los hombros. Nadie hubiera sospechado que quien aparecería por el costado izquierdo, un hombre bajo y cansino, con un cuaderno tipo espiral y lapicera en una mano, sería reconocido luego como el tipo que caminaba como la Pantera Rosa. Tampoco sabían que se llamaba Diego Cadícamo, un apellido con la melodía del tango.
Sandra, el vecino y el desconocido caminaron unos metros. El empleador detuvo la marcha frente a una puerta de doble hoja de madera, explicando que adentro haría la entrevista. Pidió si lo podían esperar entre 15 y 20 minutos, que tenía que ir a lo de una hermana a buscar a los hijos para presentárselos a Sandra. Walter regresó a la pensión y ella quedó sola. Eran cerca de las 15.30 del viernes 16 de febrero.
Augusto Jesús Díaz Minaya, 23 años, albañil, llegó a la pensión y preguntó por su novia. Leyó una notita que decía “amor, fui a ver un trabajo” y charló con Walter. A la tardecita, los dos fueron hacia la casona, golpearon la puerta, gritaron “Sandra”, “Sandra”, y unos vecinos les dijeron que no era una casa, que no vivía nadie, que se trataba de un lugar público. Los serenos los sacaron a los gritos. La policía tampoco los tomó en serio y desestimó el allanamiento. Al otro día, ambos hicieron la denuncia en la Comisaría 1ra. Desde Perú, a días de la desaparición, llegó Nelly, la madre de Sandra. Con Augusto y otros compatriotas colocaron carteles por la zona de Plaza Italia. Nelly fue al consulado y recibió un feroz maltrato: los empleados la humillaron porque era lenta y le costaba expresarse. La desaparición de Sandra Ayala Gamboa jamás fue un tema urgente ni importante para la cancillería de Perú. Pasó casi una semana. Nadie supo nada, nadie vio nada, nadie investigó nada.
La pesquisa
Es una mancha gigante sobre un papel. Tal como aparece, así de borroneada, no parecería ser el cuerpo de un posible asesino. El fiscal examina los bordes como un dibujante ante la obra más preciada.
–Tengo miedo que se mate. Es un tipo muy loco.
El póster, un ploteo de Diego Cadícamo a escala humana, estaba pegado con cinta en la pared de la fiscalía. Lo miraba de reojo todos los días para que el violador no se le borrara de la mente. Ahora el póster, enrollado, duerme dentro de un anaquel entre estantes divididos por nombres: “Ayala Gamboa”, “Serial” y “Barrabravas”.
–Sandra pudo haber sido mi hija. Me imaginaba la escena del crimen a cada rato. Cadícamo dándole un golpe anestésico para atontarla y Sandra haciéndole frente, luchando cuerpo a cuerpo. Era una piba con mucha vida. Sufrió mucho, pobrecita.
Diego Cadícamo, principal sospechoso del crimen de Ayala Gamboa, cayó a comienzos del 2010 en Apóstoles, un pueblo de Misiones. Hacía tres años que vivía en la casa de una hermana y un pariente le había dado trabajo en una empresa. Una tarde secuestró con una moto a una nena de 15 años. Se la llevó a un galpón, en la periferia, y la violó. En pleno acto, se escuchó el ruido de un motor. Alguien estaba acercándose. Preso de un ataque de furia, el violador intentó estrangularla y le pisó la cabeza con un borceguí. La chica se salvó con el arma del ingenio, fingiendo estar muerta en el último aliento de vida. Salió corriendo hacia la ruta, ahogada y desnuda. Una camioneta frenó, la auxilió y rápidamente se fueron a la comisaría. La lógica del pueblo chico, infierno grande, acabó con el arresto de Cadícamo: apenas la chica describió la moto y el físico del abusador, todos sabían de quién se trataba.
Los teléfonos sonaron en la Unidad Fiscal Nº4, y la información circuló entre los investigadores. Cartasegna armó un equipo con miembros de distintas fiscalías y ordenó el traslado del violador hacia La Plata. Era la pieza que completaba el rompecabezas. No había pistas del violador desde que la fiscal Leila Aguilar había ordenado una extracción de ADN por una denuncia de violación a otra menor. Había sido el 28 de enero de 2007, en una obra en construcción, cerca de la calle 80 y 121. Era el barrio donde vivía Cadícamo. A la una de la tarde, bicicleta en mano, la amenazó con una pistola, la abusó y le dio cien pesos para que callara, pero la chica, vecina suya, lo reconoció meses más tarde en una carnicería y su madre llamó a la policía. Se lo detuvo y le extrajeron sangre. Cartasegna ordenó el cotejo de ADN de este caso con el de Misiones, con una colilla de cigarrillo en la escena de Sandra Ayala Gamboa y con los rastros de otras violaciones ocurridas en La Plata, entre 2005 y 2007. Se había armado la serie policial más escalofriante de los últimos tiempos. Era Diego Cadícamo.
Hay fotos de Cadícamo desparramadas sobre la mesa de la oficina del fiscal. En una de ellas, está haciendo “fuck you” a la cámara mientras sostiene un bebé. Luego aparece en una sesión de fotos, rapado, al lado de otros presos. Está sentado con las manos recogidas sobre las rodillas, un cigarrillo en la oreja, con ojotas, vaquero y una remera de la selección alemana, retraído, como si la directora de la escuela lo hubiera mandado a llamar y él fuera inocente. Flaco como un alfiler y encorvado, cuesta imaginar que, con su metro sesenta, haya alcanzado los pedales de la bicicleta todoterreno con la que solía pasear junto a sus víctimas. Es narigón, tiene los hombros caídos, las cejas de gallego, y parece una fiera extraviada, mansa en la quietud y peligrosa cuando vigila los movimientos de sus compañeros. Ahora está encerrado en una celda de aislamiento en la Unidad 45 de máxima seguridad de Melchor Romero. Una cámara vigila sus movimientos. Pide a gritos por los hijos y una de sus últimas novias le lleva cosas. Antes de una rueda de reconocimiento, se pegó la cabeza contra los muros, sangró, y salió vendado para que no lo identificaran. No fue la única proeza: cuando tuvo las manos liberadas, se frotó incesantemente los ojos, provocándose una conjuntivitis que le deformó la cornea y alteró su mirada.
–¿Lo entrevistó muchas veces?
–Él me pide hablar. Habla mucho, llora, llora todo el tiempo. Una tarde entró a la fiscalía. Le di cigarrillos, bebidas y comida. Al rato, decía que le hice fumar para sacarle el ADN. ¡Lo tenía hace tiempo! Después me contaba que todo esto es una trampa que le hicieron unos familiares. Le dije que mentía, que tenía pruebas para acusarlo. No sabés la cara que puso. Nunca vi algo así. Te juro. El tipo estaba lo más débil, hablando bajito, llorando y de repente la cara se le transformó como un diablo. Salió de la oficina y saludó a las secretarias lo más bien. Ninguna mujer creyó que él era el violador serial.
–¿Se arrepintió de algo?
–No. Eh…no sé…digo con Ayala no, con los otros casos, no sé….
La Unidad Fiscal Nº 4 está en el fondo del Departamento Judicial de La Plata y es un laberinto de expedientes, pasillos angostos y secretarias que miran por encima de los anteojos. Fernando Cartasegna la comanda desde una oficina pequeña, donde falta el aire como en todo el espacio. Experto en abusos sexuales y los delitos de la trata, el fiscal dice que los violadores son hábiles y se perfeccionan: miran los noticieros para saber con qué tipo de pruebas cayeron otros. Cuenta el caso de Alberto Fabián Salas, “el violador de los edificios”. El tipo aparecía de golpe en los domicilios de sus víctimas, le daba un par de puñetazos y se las violaba. Pero antes de irse, las obligaba a bañarse frente suyo y a lavar su ropa.
El mundo de las víctimas tampoco es simple: a veces confunden, en el apuro por sacarse de encima el estigma de la violación, a sus verdaderos victimarios con otras personas. Pasó con Salas: un hombre fue mal acusado y un cotejo de ADN lo sacó de casi un año de cárcel. En todos los casos de Cadícamo hay semen y varios testigos. Menos uno: el de Ayala Gamboa. Se aguarda que una pericia científica certifique el abuso sexual por la posición en que se encontró el cuerpo. Lo que desvela a la fiscalía es el testimonio de Miguel Silva, el vecino que la acompañó a la entrevista. Único testigo, Silva es un tire y afloje: algunas feministas lo creen un “entregador”, los abogados de Nelly lo defienden, y la familia de Sandra lo rechaza. Silva se contradijo: pasó de reconocer a Cadícamo a dudar de él en un segundo reconocimiento. Pero hay quienes aseguran que es un tipo confiable, y en tal caso se quebró porque Nelly Gamboa le dio un cachetazo un día antes y condicionó su declaración. Uno ve la madre y se imagina a la hija, dice el fiscal.
–Usted no duda que fue Cadícamo, ¿pero qué pruebas tiene?
– Haré como el caso Miguel Bru. Tengo indicios contundentes. Es el patrón que utilizó con sus otras víctimas. Es su zona de violación y es un tipo que siempre tenía en mente el crimen. Además tengo cotejo de ADN en la colilla de cigarrillo y hay un cuasireconocimiento de un testigo.
–¿No había ADN de otras personas en la escena del crimen?
– Sí, pero el ADN de excepción es el de Cadícamo. No busquemos la quinta pata al gato. Pediré un castigo ejemplar y después veremos si hubo algún tipo de encubrimiento con el cuerpo. Apuesto al juicio. En el juicio, Silva tendrá enfrente a Cadícamo y no dudará. Y las pruebas serán abrumadoras.
Diego Cadícamo está con prisión preventiva desde febrero de 2010, a la espera de un juicio oral y público. La resolución judicial fue dictada por el juez de garantías César Melazo a pedido del fiscal, bajo los cargos de “robo calificado por el empleo de arma, abuso sexual con acceso carnal, coacción, robo simple, homicidio simple y abuso sexual con acceso carnal agravado por el empleo de arma”. Es uno de los casos más resonantes de los últimos tiempos, y la serie es un espejo donde la ciudad se mira con asombro: el violador actuaba de día, en un radio céntrico y a la vista de todos. Son nueve casos confirmados. La mayoría son chicas peruanas, y hay bolivianas y argentinas. Mujeres, muchas menores de edad, migrantes, desocupadas y pobres.
Se cree que Diego Cadícamo, entre 2005 y 2010, tejió una red de abusos sexuales mucho mayor que los que tiene comprobados. Siempre atacaba entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde, la mayoría cerca de Plaza Italia y con diferentes modalidades. Las engañaba con entrevistas de trabajo pero también simulaba situaciones dramáticas. No era un cazador oculto. Más de una vez las sometía con armas blancas, a cara descubierta, y hasta robó. A veces actuaba solo, caminando, y otras en bicicleta, en una ciudad donde hay casi más bicicletas que autos. Casi todas sus víctimas se resistieron y él se ponía más agresivo: les apretaba el cuello, pegaba piñas, y las ataba con los cordones de las zapatillas, las tiras de las carteras o sogas.
Con el verso de la niñera capturó varias chicas. Hay algunos casos, sin embargo, que se salen de la regla. Una vez fingió ser otra persona. Se hizo pasar por un amigo de la hermana de una piba y simuló un ataque de nervios para llamar su atención. Lo encontró desesperado en la puerta de un local y él le dijo que su hermana había tenido un accidente y estaba internada en una clínica. Dispuesto a acompañarla hasta el nosocomio, en realidad la llevó hasta un baldío. La piba se salvó de milagro.
0 Comments on "El crimen de Sandra Ayala Gamboa: ¿la última víctima de un violador serial?"