Dicen que la historia se repite, primero como tragedia y después como parodia. Una vez más Carolina Píparo está en la tapa de los diarios, pero esta vez no exclusivamente como víctima sino también como copiloto del victimario.
Se trata de un hecho que tiene todos los ingredientes para que se transforme en una noticia de verano, sobre todo cuando cuenta nuevamente con los servicios de abogados que se dedican a burlar todo lo que haya que burlar para poner los hechos en un lugar donde no se encuentran. Abogados abocados a ponerle un poco de botox, perfume y maquillaje a las cosas para disimular la realidad, para transformar a un rottweiler en un perro salchicha.
No es para menos: no sólo se trata de convertir a los victimarios en víctimas sino de evitar que los hechos salpiquen a la política. Porque Carolina Píparo, la mujer copiloto, además de ser diputada provincial por el PRO, es alguien que hizo de la víctima un trampolín para hacer política. Que se transforme en victimaria no sólo puede costarle los privilegios que llegan con el estatus de víctima sino devaluar su autoridad, hecha de emociones ostentosas y difamatorias que, de más está decir, ahora pueden volverse en su contra.
Ya sabemos que los veranos vienen con miniseries escandalosas. Y el caso Píparo tiene todos los ingredientes que tiene que tener un acontecimiento para convertirse en la primera miniserie de este “falso verano”: moto-chorros, alcohol, máxima velocidad y a la supervíctima como coprotagonista estelar.
Y, como si fuera poco, la edición y borramiento de algunos datos que tienen las imágenes levantadas con la tecnología de videovigilancia monitoreada por el Municipio de La Plata.
Vamos a ahorrarle al lector o la lectora el racconto de los hechos porque son de público y notorio conocimiento. Sólo diré que el caso es un resumen de la imbecilidad militada en las últimas décadas por algunas víctimas y sus victimólogos favoritos: los periodistas estrellas y sus movileros. El caso es un resumen del espíritu justiciero imaginado por la vecinocracia que se fue amasando en los últimos años.
Empecemos por el esposo de Píparo, el que convirtió su auto en un arma letal. No vamos a decir que se le había subido el alcohol a la cabeza porque tampoco es nuestra intención disculpar a los actores. Eso es tarea del abogado frente a la Justicia. Pero no es la primera vez que la víctima de un hecho persigue en su auto a un ladrón para tirarle el coche encima. Recordemos al carnicero Daniel Oyarzún que en 2016 se llevó puesta a intencionalmente a una persona que acababa de asaltarlo y la estampó contra un poste. Pero no es este el caso, esta vez los jóvenes atropellados y arrastrados no sólo sobrevivieron sino que resultaron no ser los autores del supuesto robo, de modo que se convirtieron en las víctimas de los Píparo.
La versión de la familia Píparo es muy astuta. Pero las cámaras demuestran que la familia salió de caza y se lanzó contra un grupo de motociclistas que se cruzó con ellos. Posesos de ira, los Píparo quedaron cautivos de las cadenas de equivalencias que se modelaron en la última década en torno a los llamados pibes chorros: si los niños o adolescentes son morochos, viven en barrios pobres, están en la calle, lejos de la mirada atenta de sus padres, y visten ropa deportiva, usan gorrita o se desplazan en bicicletas playeras o motitos tuneadas, seguro son ladrones o candidatos a serlo más temprano que tarde. Joven varón y morocho + pobreza + familia disfuncional = vago = drogas = delitos = violencias.
Dicho de otra manera: si la pobreza se combina con la falta de autoridad parental, con la falta de educación (abandono escolar), con las malas yuntas, seguramente el resultado será el delito. No importa el botín de sus fechorías, quien puede lo menos puede lo más. Hoy andan en motitos tuneadas y mañana se ponen a robar. Hoy roban un celular y mañana asaltan un camión de caudales. Esta es la coartada punitivista que ha reorganizado la actividad policial y el imaginario de los vecinos alertas. Estos son los lugares comunes que alimentan el racismo clasista de la gente como uno. Esta, seguramente, será otra vez la coartada del abogado encargado de burlar a la ley, para cubrir las espaldas de la supervíctima.
En otras palabras: no importa que los jóvenes embestidos sean o no inocentes. Si estos pibes se desplazaban en moto, eran morochitos, vestían ropa deportiva y usaban gorrita eran los coautores de la inseguridad, son ellos culpables del miedo nuestro de cada día.
La justicia vecinal no hace distinciones y tampoco tiene tiempo de hacerlas. El precio de la celeridad es la puntería. La urgencia tiene cara de verdugo. Puede que se hayan equivocado de jóvenes, pero si nos dejamos llevar por las apariencias, es decir, por nuestros fantasmas, todos los jóvenes morochos que tienen esos estilos de vida y pautas de consumo se parecen entre sí. Y como dice el refrán: cuando cae la noche todos los gatos se vuelven pardos, sobre todo cuando la gente hizo del odio una manera de clasificar el mundo que les rodea y se siente justiciero.