El fin de semana una chica de 18 años fue a bailar a Club Systema, un boliche de Santa Teresita. Ella no es de la ciudad costera, había viajado con su familia de vacaciones. En el boliche conoció a Andrés Córdoba, tarjetero del lugar, nacido en Las Toninas. Él la invitó entrar a una oficina. Allí la atacó: le corrió la ropa y la violó. Ese mismo fin de semana una joven cordobesa salió a bailar en Villa Gesell. Iba a ver al Duki a Pueblo Límite: uno de los boliches más grandes de la provincia de Buenos Aires. Ese viernes estaba desbordado. La chica fue al baño del VIP. Un hombre la siguió y la violó. Salió llorando y llena de moretones en los brazos. Pudo pedir ayuda a una amiga y las asistieron, pero no lograron encontrar al agresor.
Las noticias de violaciones se repiten. Una semana antes, un joven de 18 años pasó a buscar a una nena de 12 por un boliche en San Luis. La golpeó y abusó de ella. Fue detenido. Y días previos un grupo de jóvenes fue denunciado por una chica de 14, quien los acusó de abusar de ella adentro de una carpa en un camping de Miramar. La rescató su familia. Para algunos medios, ella no debió estar allí.
En Ecuador mujeres y disidencias salieron a la calle después de que un grupo de varones violara a una mujer de 35 años en un bar. Días después un femicidio desató una ola xenófoba encabezada por el propio presidente. En Uruguay a una joven la abusaron entre tres dentro de una carpa en Valizas. En un país con casi tres millones y medio de habitantes hay un promedio de dos denuncias de abuso sexual por día. Desde que arrancó el año contabilizaron 39 en 13 días.
No son casos aislados, ni los violadores son monstruos. Son varones que salen a “divertirse” y acosan, acorralan, manosean, abusan de una mujer o adolescente. Grupos de varones, de machos, que se arengan entre ellos, que apuestan. Varones que creen que un no a veces es un sí. Curiosa forma de divertirse.
Para las chicas, adolescentes y mujeres la diversión tiene consecuencias. Salir sola, ir a bailar, darle un beso a un desconocido, emborracharse puede ser mortal. ¿Cuántas veces sentimos que estábamos en el lugar equivocado, con la persona equivocada, con la ropa inapropiada? ¿Cuántas veces “zafamos”? ¿Cómo medimos el peligro? ¿Cómo sabemos que un boliche es más seguro que un callejón o que un camping es menos peligroso que la calle? ¿Es la pregunta apropiada ‘adónde estamos seguras’? O mejor ¿Con quiénes estamos a salvo? ¿Por qué somos nosotras las que debemos medir el riesgo? ¿Dónde están las políticas públicas? ¿Por qué sólo las mujeres y disidencias nos hacemos estas preguntas?
En febrero comenzará el carnaval y un grupo de chicas hizo una campaña en la localidad bonaerense Leandro N. Alem. “Estaba en el corso y un grupo de mascaritas me subió a su carroza. Me subieron la remera y me tocaron. La gente miraba y no hacía nada”, dicen en un vídeo coral con voces de varias jóvenes. “A mi no me divierte”, escribieron y llamaron a no ser cómplices.
Pibas que se van “solas” de vacaciones, que salen, habitan la noche, la música, el baile, el meneo y el perreo. Que reivindican el derecho a divertirse a pesar de la advertencia social de que si algo pasa serán ellas las que estaban en el lugar equivocado. Si se pide no culpar ni revictimizar a las víctimas, que no haya una lectura aislada de los casos y se señala el hilo conector. ¿Cuánto más hay que aguantar?