Foto: Fernando Gens (Télam)
Hace unas semanas leí El invencible verano de Liliana, el último libro de la gran escritora mexicana Cristina Rivera Garza. Su hermana menor, Liliana, fue asesinada por un ex novio en 1990. Era una muchacha hermosa, estudiante de arquitectura, rodeada de amigos; una muchacha que se hacía preguntas constantemente acerca del amor y de las relaciones amorosas, una muchacha que creía que una podía amar sin reparar en el género de la otra persona. Liliana era independiente, desenvuelta, atrevida, curiosa, reflexiva. Sin embargo un novio de su pueblo, que llevaba como un lastre desde la escuela secundaria, no dejaba de rondarla en Ciudad de México adonde ella se mudó para ir a la universidad. Ángel se llamaba, se llama, como una nube de tormenta, ensombrecía los cielos azules que se desplegaban sobre Liliana, los cielos de verano que parecían brillar más cuando ella estaba presente. Una noche él se metió en su departamento y la ahorcó.
Treinta años después Cristina escribe este libro. En las primeras páginas cuenta que ella pudo escribirlo porque antes existió Ni Una Menos y Lastesis y La Marea Verde y las cientos y cientos de mujeres que en México y en el resto de América Latina empezamos a tomar las calles reclamando por nuestras muertas. Dice Cristina que gracias a estos movimientos aquello que no tenía nombre empezó a tenerlo: “Ha sido muy difícil hablar de una tragedia de este tamaño cuando socialmente hemos carecido de un lenguaje lo suficientemente complejo y amplio para poder abrazar una experiencia así. Para empezar ni siquiera existía la palabra feminicidio, es algo que entró al menos en México al Código Penal en el 2012. ¿Qué nos quedaba a quienes habíamos perdido a hermanas o madres, hijas o vecinas o amigas, cómo podíamos contar una historia para la cual socialmente había un lenguaje muy dañino, muy estrecho, muy de blanco y negro? Nombrarlo sin este lenguaje que se ha ido creando gracias a tantas movilizaciones era una trampa, una camisa de fuerza”.
Mientras leía su libro, su mención a Ni Una Menos me emocionó muchísimo; haber estado ahí. Primero en aquella lectura en la plaza Boris Spivacow, en marzo de 2015, todas reunidas leyendo textos propios o de autoras admiradas (me acuerdo que yo leí un poema de Susana Villalba), todas juntas sintiendo ese frío en la espina dorsal con las “mujeres de la bolsa”, la performance en la que las mujeres salían de las bolsas negras donde comunmente se descartan los cuerpos de los femicidios, salían de ese saco de muerte para alzar la voz, ponerse de pie, leer, ser visibles. Y después el 3 de junio en la primera marcha: la plaza Spivacow quedaba chica para tanta furia hirviente que fue derramándose en miles de mujeres por las calles de la ciudad hasta el Congreso. Y en las marchas de los años siguientes en las que la furia se fue convirtiendo en empoderamiento, en pararse de manos contra el machismo, contra la misgonia, contra el maldito patriarcado. Y se había transformado también en amor hacia las otras, aquellas que no conocemos, aquellas que ya no conoceremos porque están muertas, aquellas que aún no nacieron.
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Fui a las marchas siempre con amigues. En realidad, si ibas sola tampoco estabas sola porque enseguida te abrazaba esa matriz inmensa que éramos todas las que estábamos ahí de cuerpo presente exigiendo justicia por las ausentes, por las forzadas a la ausencia, por las masacradas.
A mí las marchas de Ni Una Menos me hicieron sentir libre, viva y poderosa en las calles de la ciudad. Anónima pero llamada con el nombre de todas las que estábamos ahí y de las que ya no estaban más. Pasaron apenas seis años de ese primer 3 de junio de 2015 y sin embargo la historia es tan larga y tan potente: es historia viva y en constante construcción.
Desgraciadamente los femicidios siguen y la estadística no baja año tras año, se mantiene en el espanto de la muerta diaria o cada 28 horas que es casi lo mismo. En aquel 2015, muy lejos de Buenos Aires y de las lecturas y de las marchas, en la provincia de Chaco, Yanina Sequeira, una maestra de 27 años, madre de un bebé de seis meses, fue asesinada por su pareja Adrián Morel, de 48. La muerte fue caratulada por la justicia chaqueña de muerte súbita. Y si no fuera por la familia de Yanina que denunció, golpeó puertas, convocó a testigos, el femicidio, la muerte horrenda a manos del varón con el que vivía, hubiera quedado oculto para siempre en la ilusión de esa muerte que llega inexplicablemente, sin dolor ni angustia, que cuando les ocurre a los bebés se llama muerte blanca. No sé cuánto sabrían ni si sabían la madre y la hermana de Yanina de la existencia de Ni Una Menos. Pero de algún modo sabían que tenían que luchar para que su muerte no quedara impune. En unos pocos días comienza el juicio. El mismo mes de Ni Una Menos. El nombre de Yanina es uno de los nombres de tantas de nuestras muertas. Que se haga justicia.