Esta nota fue publicada el 6 de octubre de 2021
Escribo.
—Tengo una buena noticia.
Escribo.
—Soy una persona no binaria.
Borro. Escribo.
—Empecé un proceso de transición a persona no binaria.
Envío.
Es junio de 2021, tengo 30 años y hablo por primera vez de mi transición.
Entre llamadas telefónicas, zooms y mensajes en Instagram mi entorno se va enterando. Me preguntan qué significa. Me preguntan cuándo me di cuenta y cómo me di cuenta. Me preguntan los pronombres. Piden paciencia para acostumbrarse a las nuevas formas de mirarme.
Antes de la pandemia, del miedo, las pérdidas y el encierro D y yo nos casamos en la Glorieta de Barrancas de Belgrano. Yo de vestido, él de traje, almorzamos con nuestras familias en un chiringuito del Barrio Chino. Días después festejamos con más de 100 personas en una quinta familiar. A las pocas semanas volvimos repatriados de nuestra luna de miel en Estados Unidos: la pandemia nos había alcanzado en nuestro inicio.
Ahora llevamos un año y medio en cuarentena en nuestra casa al oeste del conurbano. Mi familia no me ve transicionar. Mis amigues tampoco. D es el único testigo. Las reacciones virtuales comienzan a rebotar en mí: ¿Empecé recién mi transición? ¿Esto cuánto dura? ¿Ya estoy? Estoy descifrando mientras hablo -y escribo-.
***
Una fotografía mía con un vestido blanco. Deslizo. Un video de un chico brasilero explicando cómo acomodarse para hacer más o menos bulto con prótesis. Deslizo. Tres screenshots de un fanzine que conocí en un taller con dibujos de dildos y el mensaje punk de Hágalo usted mism*. Son las tres de la mañana. Veo otra foto, una en la que solo tengo puesto un boxer rosa. Me muevo por la cama. Gugleo. Binder. Boxer. Packers. Bodys. Tangas. Otra foto, ahora frente al espejo…
—¿Estás con el celu?
La voz de D me trae de vuelta. Digo que no, que es tarde, que duerma y que no se preocupe.
Es difícil explicar la sensación de incomodidad que pueden sentir las personas con una identidad de género que difiere del sexo asignado al nacer. Para mí es una mezcla de angustia, represión e insomnio. En la cara, se ve en mis ojeras. En el trato, en una mueca frustrada de quién junta aire y abre la boca para decir algo pero no dice nada.
***
En septiembre se estrenó Sex Education, una serie de Netflix que muestra la vida de un grupo de adolescentes y sus familias en un colegio en Inglaterra. La serie retrata la sexualidad desde una perspectiva del disfrute, pero también complejiza las imposiciones o lugares comunes que construimos alrededor del tema. En esta tercera temporada se sumaron dos personajes no binaries: Layla y Cal.
Dos semanas después me propusieron desde Netflix Argentina escribir un hilo sobre la representación no binaria. Más allá del contexto lejano y ajeno, la serie funciona con ese superpoder del mainstream de permear, de llegar un poco más allá y plantar algunas discusiones. Es efectivo: a los pocos días del estreno, mi alrededor hablaba del tema. Sex Education se transforma en un disparador que permite abrir conversaciones.
Una escena me deja tildado. Hacia el final de la serie Layla le pide ayuda a Cal porque se venía fajando las tetas y lastimando. Cal le presta un binder y le explica cómo usarlo. La prenda interior que parece un corpiño deportivo logra el efecto que buscaba. Hasta el momento, mi cuerpo es un espacio placentero pero sin posibilidades de cambios. Creo que mis tetas son demasiado grandes para ocultarlas. Encuentro una página que dice que no: hay binders de mi talle. De una imagen a un video, a un tutorial o un fanzine. La información está fragmentada y escondida como esta identidad que empiezo habitar cada vez más seguro. Escribo en redes sociales sobre mis dudas y las tetas.
Una amiga pasa el contacto de un emprendimiento de packers, las prótesis con forma de pene que suelen usar chicos trans. Está acá no más, en Ituzaingó. Otro amigo comparte una reflexión sobre cómo ocupamos los espacios públicos y pienso en cómo contrabandeamos la info. Otro dice que no tenga miedo, que estamos saliendo todo el tiempo del clóset.
Mi amigue Eme lee el posteo y se ríe. Dice que elle no sabe si sacarse las tetas o ponerse más. Yo también me río.
***
Invitan a D a hablar en un seminario de Letras de la UBA. Escucho su ponencia mientras me cambio. Después vamos a ir a almorzar con Jules, une amigue, a un pasaje escondido en Flores. Mientras habla de representaciones en la historieta argentina busco una camisa que era de mi abuelo y unos zapatos que quiero estrenar.
—Mi maride.
Dice D en su charla.
No llego a entender la frase completa. Levanto la cabeza y le sonrío.
Desde que comencé la transición hablar ha sido un proceso aliviador. También me enfrentó a la necesidad de definir que suelen tener muchas personas. ¿Qué pronombres usas? “Me siento cómodo con todos los pronombres, si queres inventar uno también lo uso”, digo al principio en chiste entrador. Después me doy cuenta: vuelven, una y otra vez, al femenino. Cambio la respuesta: “Uso todos los pronombres pero prefiero por el momento que utilices él”.
La decisión es consciente y política. Mi amiga Melania me dice que ella y sus amigas me nombraron El Nai. No pude preveer la caricia que siento cuando me nombran.
***
Hace unos meses me señalaron con buenas intenciones que en mi biografía laboral decía directora de comunicación. No director, como firmo mails. No directore, como me presento en eventos. Directora. El comentario me cayó mal.
“Es mi biografía y va mutando”, pensé.
Esa noche no pude dormir. Otra vez todas las preguntas juntas. ¿Qué permito o no que me digan? ¿Acepto el mismo trato con todas las personas? ¿Hice bien en poner un límite? ¿Estuve bien en enojarme?
Mi psicóloga tira una punta. Si el género es una construcción, si no es estático, si es social y en mi caso tan abierto a un diálogo y dispuesto a fluir, ¿cómo pedir consistencia?
Ahí hago agua por todos lados.
***
—Pobre flaco, se casó en marzo y ahora ¿está casado con un pibe? ¿con una piba? No entiendo nada.
La frase no la escucho en directo. Me la cuenta mi mamá, como reacción de confusión y risas de un familiar. Con más o menos torpeza, esta visión se reproduce alrededor nuestro: ¿Cómo lo tomó D? ¿Él sabía algo? ¿Van a seguir juntos?
“Me siento como las paredes del Cabildo, todes preocupades por saber cómo estoy cuando las cosas van por otro lado”, dice él. Yo no concuerdo y le muerdo la oreja para recordarle que fue la primera persona en saber, antes incluso de que yo lo expresara.
Todes preguntan por cómo, cuándo, si en masculino, si en fememino. Nadie pregunta si lo quiero. Lo interrogan a él y la posibilidad, o no, de verme a mí como sujeto de su deseo. No ven que los dos buscamos siempre nuevas formas de encontrarnos.
Meses después nos invitan a la boda de Juani. Es la primera vez que vamos a reencontramos en el mundo físico con el grupo de D. No sé qué ponerme. Abro el placard, reviso vestidos, camisas, pantalones. Me encuentro con los trajes de boda que usó él. Sin pedirle permiso me pruebo el saco y el pantalón de D. Mide más de un metro noventa. Yo apenas supero el metro sesenta. Como en esa película adolescente donde un grupo diverso comparte jean que calza justo en todas el traje me queda hermoso. Lo llevo como en un pasaje tierno y de revancha.
Vuelvo a pensar en la escena del binder en Sex Education. Layla se ríe. Se tapa la cara. Se mira de vuelta en el espejo. Vuelve a Cal y la sonrisa ocupa toda la pantalla. Cuando miro las fotos del casamiento de Juani me reconozco en esa alegría. De traje los dos, nos vemos guapos con D y felices en esta búsqueda donde es importante nombrarnos. Así, como un amor en transición.