En los hechos, sostiene el juez Mario Juliano, la policía opera a modo de barrera fitosanitaria urbana, evitando que los habitantes de las periferias se mezclen con los que ocupan los sectores céntricos.
Necochea. Comodoro Rivadavia. San Fernando del Valle de Catamarca. Concordia. Presidencia Roque Sáenz Peña. La Banda. No importa la geografía. El escenario es el mismo. Es de noche. Tres o cuatro patrulleros con las balizas encendidas. Hay conos anaranjados. Uniformados con chalecos reflectantes. Varios ciclomotores detenidos. Algunos vehículos de modelo antiguo. Jóvenes que gesticulan tratando de dar explicaciones. Policías que toman nota en una libretita. Algunos muchachos en el asiento trasero de los móviles, con las manos a la espalda.
Ese es el paisaje que podemos observar los ciudadanos que circulamos por nuestras ciudades a bordo de vehículos modernos, que miramos de reojo los operativos y suspiramos aliviados, camino a nuestros hogares, sintiéndonos seguros en nuestras personas y nuestras posesiones, aún ignorando el costo que ello representa.
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Las leyes provinciales que regulan el funcionamiento de las fuerzas de seguridad cuentan, palabra más, palabra menos, con una norma que las habilita a detener personas en la vía pública, en forma discrecional, sin necesidad de contar con orden judicial, a los fines de averiguar sus antecedentes, su identidad o medios de vida, pudiendo privarlas de la libertad. A tales fines pueden disponer arrestos por espacios que van desde las seis a las cuarenta y ocho horas, de acuerdo a la provincia de que se trate. Estos espacios de no libertad raramente se encuentran sujetos a control y la crónica es prolífica en el recuento de arbitrariedades y abusos de poder (podríamos ir desde el emblemático caso de Walter Bulacio hasta el virtual secuestro del joven militante de los derechos GLTBI en Miramar, hace pocos días).
Esta práctica se encuentra hondamente naturalizada en la cultura urbana. Nadie, muy pocos, escasísimos, nos arriesgaríamos a interceder en un operativo y pedir explicaciones a las autoridades de su proceder. No obstante, recordemos, de acuerdo a Constitución (artículo 18), ningún habitante de la Nación puede ser arrestado sino en virtud de orden escrita de autoridad competente. Pero esta es otra cuestión. O no.
Las causales señaladas por la ley para habilitar la detención de personas sin orden judicial son meras excusas, ya que raramente se averiguan antecedentes, o identidades o medios de vida. A modo de ejemplo, se ha llegado al absurdo, reiterado, de detener a individuos por averiguación de identidad, consignando en el acta su nombre apellido, domicilio y número de documento.
No es este el sitio para hacer el análisis y cuestionamiento legal de esta facultad, pero sí para abordarlo desde la perspectiva del modelo de seguridad pública al que aspiramos, y en qué medida estas prácticas pueden contribuir a su construcción.
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Quizá que una buena forma de explicar la forma en que, a grandes rasgos, funcionan los mecanismos de la seguridad en nuestros días, sea la que definió Marcelo Saín como un “doble pacto”, más o menos explícito, entre la dirigencia política y las fuerzas de seguridad: la dirigencia política mira para otro lado respecto de ciertas prácticas policiales corruptas (las cajas de la prostitución, del juego clandestino, la venta de drogas), les “suelta las manos”, a cambio que le garanticen un cierto orden urbano que impida que los distritos se incendien, depositando en la exclusivas manos de las fuerzas de seguridad esta tarea.
La institución policial, con formación militarizada, apela a los recursos más inmediatos que dispone para asegurar el cumplimiento de su parte en el pacto y su modelo de paz social. Uno de ellos es el despliegue en la vía pública para el control de sujetos que, potencialmente, desde una visión estereotipada (y compartida por buena parte de la población), pueden ser agentes de ruptura de ese orden.
El mecanismo que se emplea es el olfato, la experiencia policial que indica las situaciones potencialmente riesgosas. La herramienta: las detenciones por escaso tiempo con la excusa de la averiguación de antecedentes, identidad o medios de vida a los fines de desactivar posibles hechos delictivos y “marcar la cancha”.
El sistema descripto tiene un éxito relativo. Es verdad que, en los grandes números, pueden desactivarse algunos hechos ilícitos en curso, de escasa relevancia en el universo total (algún vehículo con pedido de secuestro, una orden de captura activa, la detección de algún arma sin la respectiva autorización para su portación, la posesión de escasas cantidades de sustancias estupefacientes, etcétera). Pero lo que no surge de las estadísticas es el costo que paga el conjunto de la sociedad por estos procedimientos.
Lo cierto es que, en los hechos, las fuerzas de seguridad operan a modo de barrera fitosanitaria urbana, evitando que los habitantes de las periferias se mezclen con los que ocupan los sectores céntricos. No es casual que la mayoría de los retenes se ubiquen sobre las principales avenidas que dan acceso a los cascos urbanos donde discrecionalmente se decide quien pasa y quien debe regresar (o quedar), como una suerte de Don Pirulero.
El modelo de seguridad basado en la mirada estrictamente policíaca de la convivencia, al que adscribe muy buena parte de la dirigencia política con responsabilidades de gobierno, contribuye a profundizar las brechas que nos separan, a romper los puentes que deben unirnos. De un lado de la frontera los desclasados, los que no tienen acceso a los derechos y a los rudimentos mínimos de la vida moderna. Los que nos miran con creciente rencor. Del otro, los que hemos tenido la suerte de estar mínimamente incluidos, que contamos con los bienes y servicios indispensables para una vida digna. Que miramos a los otros con temor.
Es incuestionable que en estos términos, que pueden ser fácilmente verificados en cualquier punto de nuestra geografía, resulta materialmente imposible edificar niveles aceptables de convivencia. Muy por el contrario, todo parecería indicar que las cosas tenderán a empeorar, si es que ello resulta factible.
No incurriremos en el reduccionismo de pretender que los procedimientos policiales indiscriminados y discriminatorios son la causa de la ruptura social. Forman parte de ella, aunque el problema es mucho más complejo y nos interpela a cada uno de nosotros como habitantes de este suelo. De todos modos, un buen comienzo para la construcción de una seguridad ciudadana estable y perdurable sería el reconocimiento de los derechos de todas las personas, sin distinciones de ninguna índole y el diseño de fuerzas de seguridad compatibles con la vida democrática.
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