Por Adelqui Del Do* y Esteban Rodríguez Alzueta**
Se ha dicho que el Estado tiene el monopolio de la fuerza, aunque en realidad eso está por verse. Hace rato que los gobiernos y los funcionarios judiciales han perdido la capacidad de capturar y dirigir la violencia social. Una violencia que comparten con otras agencias privadas y otros actores de la sociedad que están tomando los conflictos en sus propias manos. Eso le agrega nuevos problemas a la cuestión que exceden a esta nota.
Nos queremos detener en la bala del policía Bonaerense que perforó el abdomen de Santiago “Chano” Moreno Charpentier -ex líder de Tan Biónica- que supuestamente tuvo un “brote psicótico” o “cuadro de excitación psicomotriz” y, hasta donde pudimos saber según la información que circuló por los medios, tal vez como consecuencia de usos problemáticos con drogas ilegalizadas.
No es una escena que se repite todo el tiempo, pero de vez en cuando adquiere notoriedad, sobre todo cuando los hechos llegan hasta los noticieros centrales. La última que tuvo estado público fue el año pasado, cuando en las cercanías del MALBA una persona en tratamiento le clavó un cuchillo a un policía que se acercaba hasta el lugar donde la persona estaba “molestando” a unos comensales. Aquella escena, que le costó la vida al policía de la Federal, revivió el debate en torno a la necesidad de que los agentes de seguridad estén calzados con pistolas Taser para realizar de manera efectiva sus tareas de prevención. Otro debate urgente que intentó llevarse puesta la vigencia de la Ley Nacional de Salud Mental.
Y esta vez no ha sido la excepción. Ni lerdos ni perezosos, algunos funcionarios y parte de mainstream periodístico salieron a decir que eso se debe a que la Policía no está autorizada a usar las Taser, que eso con las Taser no hubiese pasado. No vamos a entrar a debatir sobre la letalidad o no de las Taser, una cuestión que ya ha sido planteada y demostrada por distintas organizaciones de derechos humanos y la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, aunque avalado su uso por la Corte Suprema. Hay que avanzar en las discusiones, no puede debatirse todo el tiempo lo mismo.
Nos interesa volver sobre una cuestión que nos parece cada vez más central, que suele esconderse debajo de aquellos debates espectaculares: el policiamiento de la salud. No solo la seguridad se ha policializado sino que determinados problemas que hacen a la convivencia cotidiana, que no generan problemas de inseguridad (escuchar música a alto volumen, por ejemplo), tienden a policializarse, esto es, a abordarse como una cuestión que incumbe a las policías, a sus rutinas, sus facultades discrecionales, apelando al encuadre que aporte la autoridad. ¿Por qué se sigue creyendo que problemas semejantes pueden resolverse apelando a la autoridad?
Mucha gente cree que en el fondo los consumos se vuelven problemáticos cuando fallan las instituciones tradicionales: cuando la familia no está presente o no sabe ya cómo estarlo, cuando la escuela mira para otro lado; la Policía se vive como una suerte de reserva moral de autoridad que viene a poner las cosas en orden. Allí donde hay un déficit de autoridad la Policía compensa ese déficit con la autoridad que detenta y quiere hacer valer.
Esto es algo que ya no sucede ni en las películas, pero lo seguimos escuchando en el barrio. Los vecinos vivimos de contarnos cuentos y por eso nos encomendamos a la Policía, es decir, a la autoridad con la que dicen llegar las Policías. En Argentina en general, la Policía sigue siendo un gran comodín: “Si usted ve o sabe algo llame al 911”.
Esa consigna demagógica nos enseñó o reforzó algunos lugares comunes, por ejemplo, que la Policía es la respuesta de rigor. Y acá “rigor” quiere decir ejercicio de la fuerza, letal o no letal. Una Policía que a su vez está moralmente obligada a intervenir en conflictos muy distintos, que exceden cualquier preparación especial, que exceden el marco de los cuidados especiales que necesitan sobre todo las personas en situación de vulnerabilidad.
Pongamos un ejemplo bastante cotidiano: tenemos un borracho durmiendo en la puerta del edificio. En vez de llamar a una ambulancia, optamos por llamar a la Policía. Eso en el caso de que esté obstruyendo el ingreso o egreso, porque si está tirado en el medio de la vereda lo salteamos con indiferencia o reserva, a veces con cierto asco o desdén. ¿Por qué la Policía se ha convertido en la respuesta a todas estas preguntas? ¿Quién nos enseñó que la Policía es la agencia del estado para intervenir en todos estos casos? Basta ponerse a mirar Crónica TV, rememorar los programas de Policías en Acción, para darnos cuenta que la Policía es una agencia que tiene que intervenir en conflictos y situaciones problemáticas tan diversas, que van de la música a alto volumen en la casa de un vecino hasta un secuestro, pasando por un robo, una pelea callejera, un caso de violencia de género, y un largo etcétera.
La coyuntura de la que hoy somos testigos nos obliga a repensar los dispositivos de intervención frente a consumos problemáticos de drogas de un Estado presente. La Ley Nacional de Salud Mental es un punto de partida no solo para evitar la judicialización, sino para abordar una problemática compleja desde otra perspectiva, con otros actores, otras preguntas, otras sensibilidades. Pero la Policía está para llenar los baches, para suplir las otras inercias del Estado, calmar las ansiedades de los vecinos, las incertidumbres de los familiares. Por eso, si no sabés a quién acudir, llamás a la Policía.
El policiamiento de la salud sirve para recordarnos otras tareas pendientes, una de las cuales está vinculada a la despenalización y legalización del consumo de drogas. Un debate atado a otros debates vinculados a la salud y el ocio. Sabemos que la penalización del consumo de las drogas ilegalizadas sigue cuestionando identidades y criminalizando eventos culturales, persiguiendo sobre todo a las personas con mayor vulnerabilidad, con menos redes de cuidado a su alrededor. De hecho, un alto porcentaje de las causas que tramitan ante el fuero federal están vinculadas todavía a “tenencia de sustancias ilegales”. Las instituciones tradicionales como las policías o las justicias no se resetean de un día para el otro. Desandar esas rutinas y los prejuicios que las encuadran, demandará un trabajo de larga duración.
Cuando uno aborda los consumos problemáticos con el Código Penal en la mano, incluso con los prejuicios sociales hechos de tantos tabúes sociales, la pregunta que se hace es cuál es el nivel de castigo adecuado que se merece la persona. Un castigo anticipado que llegará con la cultura de la prevención policial que traen al ruedo los vecinos asustados. Un castigo que llega con un proceso que seguirá abierto unos cuantos años más. Mientras tanto, el certificado de mala conducta, los antecedentes que le saltan, se convierten en un nuevo obstáculo para conseguir un trabajo formal, alimenta los fantasmas del vecindario, y preocupa a los padres.
Por el contrario, cuando abordamos el consumo problemático con la Ley de Salud Mental la pregunta es otra muy distinta: cuál es el nivel de protección adecuado que necesita esa persona. No es lo mismo castigar que cuidar, no es lo mismo quedar en manos de la Justicia que del lado de la salud.
Ahora bien, las personas con consumos problemáticos de drogas ilegalizadas suelen tener interacciones con las fuerzas policiales. Por eso muchas situaciones de crisis vinculadas con la salud mental encuentran como primera respuesta la presencia de personal policial. Y nunca suelen ser situaciones sencillas, que puedan resolverse apelando al diálogo cordial. La intervención policial en estos casos está contemplada. No son situaciones excepcionales que tengan que resolverse con la velocidad que promete las descargas de las pistolas Taser.
Garantizar la seguridad de ciudadanos y ciudadanas, sobre todo a quienes se encuentran en una situación de padecimiento o agotamiento mental o emocional, es un compromiso de las distintas agencias del Estado, entendiendo la seguridad como un instrumento para alcanzar la plena vigencia de los derechos humanos. Acá seguridad no significa velar por el orden público sino cuidar a los ciudadanos y ciudadanas en el ejercicio de los derechos. Y el derecho a la salud y la integridad física no puede ser la excepción.
Hasta donde sabemos, de acuerdo a las noticias, 48 horas antes de este episodio también se llamó a la Policía. Debemos tener en cuenta que la Ley de Salud Mental abre la posibilidad de la internación involuntaria cuando el equipo de salud evalúa riesgo cierto e inminente para sí o para terceros.
A fin de adecuar las intervenciones de las fuerzas de seguridad a la Ley de Salud Mental Nº 26.657, el Ministerio de Seguridad de la Nación aprobó la Resolución 506/2013 denominada “Pautas para la Intervención de los Cuerpos Policiales y Fuerzas de Seguridad” para preservar la seguridad en situaciones que involucran a personas con presunto padecimiento mental o en situación de consumo problemático de sustancias en riesgo inminente para sí o para terceros.
De acuerdo a esta normativa ante un hecho que involucra a personas en situación de consumo problemático de sustancias psicoactivas y/o personas con discapacidad mental o presunto padecimiento mental, las fuerzas de seguridad deben asegurar la plena protección de la salud de las personas facilitando las condiciones para la intervención inmediata de los servicios de salud, y la de otros servicios sociales o agencias estatales en caso de corresponder. Se tendrá que evaluar si se agotaron todas las vías de diálogo posibles antes del uso de armas de fuego letal o no letal. Una fuerza que no está prohibida sino limitada, que no puede usarse según nuestras meras opiniones sino de acuerdo a criterios profesionales concebidos conforme a estándares de legalidad, racionalidad y proporcionalidad que permitan cuidar a todas las personas, sobre todo a las que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad.
*Adelqui Del Do es psicoanalista y docente de Psicología, Ética y Derechos Humanos (UBA). Autor de varios artículos sobre Salud mental y Derechos Humanos.
**Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.