Por Milagros Berríos Choroco
Fotos: Jorge Cerdán y Eric Villalobos
– Al menos terminaré enterrado en mi pueblo, ¿no?
Cerca de las seis de la tarde del martes 9 de junio, Salomón había abordado un tráiler manejado por un desconocido en la vía Panamericana. Los mototaxistas del distrito de Paramonga, al norte de Lima, le recomendaron tomarlo porque “no pasaba por muchos controles” en esos días de estado de emergencia. Arriba, en la parte trasera del camión, lo acompañaban seis amigos con dos maletas, menos de treinta años y una sola dirección. Todos viajaban sentados, inmóviles, rozando sus cuerpos en un bloque de madera de un metro cuadrado, encerrados entre plásticos y cajas de cartón con fechas de vencimiento. En aquel lugar, en un contenedor lleno de tarros de leche, Salomón, 26 años, hijo del pueblo originario awajún pasó su primera noche de regreso a la selva.
El día anterior supo que era momento de abandonar la ciudad que habitaba desde hace diez años y donde estudiaba administración bancaria. En las calles de Lima se hablaba de los casi 200 mil infectados y más de cinco mil muertos por Covid-19 a nivel nacional. Salomón compartía una pequeña habitación con su sobrino Fredy, de 24 años, egresado de agronomía y exempleado de una tienda de abarrotes. Ya no tenían dinero para pagar el alquiler, ni la comida. En los últimos tres meses de cuarentena no había trabajo ni estudios y su familia no podía enviarles dinero desde la selva. “¿Cómo íbamos a sobrevivir?”. Entonces, dejó electrodomésticos como parte de pago, desempolvó sus últimos ahorros y envió un par mensajes por Whatsapp. “En la selva nuestra alimentación será gratis, porque es nuestra tierra”, decía Fredy. Esa tierra era la de la comunidad Nuevo Kanam, adonde llegan las aguas de los ríos Marañón y del Cenepa, en la provincia de Condorcanqui, frontera norte del Perú con Ecuador.
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“Condorcanqui espera su destino”, había dicho semanas atrás el alcalde de aquella provincia, Héctor Requejo. A través de un audio difundido en redes sociales, advertía el retorno descontrolado hacia las comunidades indígenas de decenas de ciudadanos provenientes de Lima y otras localidades del país. Con la voz apagándose, Requejo enumeraba todo lo que no tenían para aislarlos: colchones, camas, equipo de bioseguridad y, sobre todo, presupuesto del Gobierno. “Ya no esperamos a los médicos: nunca llegarán. Y si llegan, no hay dónde atender”. Esa era la confirmación de lo que sería la tragedia pandémica en Condorcanqui. Cada Apu tenía que recoger a los viajeros y aislarlos en su comunidad, lejos, por las montañas. “Comida van a tener, pero igual van a morir. Si se agrava, no hay cómo tratarlos. Mejor, como dijeron sus familiares, que fallezcan en su comunidad a que sean cremados”. La población que, al inicio había resistido el ingreso de los foráneos, estaba resignada y su autoridad lo admitía:
– El aislamiento será tipo la guerra mundial. Será aislarlos para la muerte.
Aun así, cuando la muerte comenzaba a acechar al pueblo awajún, históricamente guerrero y defensor de sus territorios, sus hijos decidieron volver a él. Desde abril hasta junio, la Defensoría del Pueblo conoció que, al menos, 600 personas indígenas en situación de vulnerabilidad en ciudades como Lima, Trujillo o Chachapoyas querían retornar a este pueblo, el segundo más numeroso de la Amazonía peruana. En ese mismo lugar; los facilitadores culturales calcularon la llegada de casi dos mil personas awajún y wampís. Muchos de ellos esperaron primero en las calles limeñas, durmieron en carpas. Sus padres los llamaban por teléfono para decirles: “Ven, hijito”, porque tenían miedo de que murieran no por el virus, sino por el hambre. Después, el Gobierno los llevó, con poca organización, a albergues para que aguarden por pruebas serológicas, cuarentenas y traslados humanitarios. Otros comenzaron el retorno a sus hogares a pie. Entre ellos estaban Salomón, Fredy y sus cinco acompañantes en ese tráiler que trasladaba cajas de leche hacia el norte del país. “Ya no importaba si nos contagiábamos o no. Ya no importaba nada”.
Durante siglos, los awajún construyeron su reputación de guerreros por sus habilidades en la caza, por su resistencia a los innumerables intentos de invasiones, por no amilanarse frente a los incas o a los españoles. Para convertirse en guerreros, incluso, debieron pasar por pruebas físicas y espirituales. Los descendientes de esta etnia hoy superan los 60 mil en el Perú. En 1995, estuvieron en primera fila en una guerra contra Ecuador. En el 2009 hicieron lo mismo en una huelga contra decretos gubernamentales que afectaban el agua y el régimen de la tierra, también conocido como el “Baguazo”. En el 2020 atravesaron el país en medio de una pandemia.
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Por la mañana del nueve de junio, en el grupo de Whatsapp “Jóvenes caminantes del Cenepa”, integrado por chicos de Lima, Trujillo, Chiclayo y otras ciudades, los siete retornantes confirmaban el punto de partida. Todos sabían el lugar de destino, pero nadie sabía con seguridad cómo llegarían. Quienes los precedieron -y llegaron a inicios de mayo a Condorcanqui- les habían dado indicaciones generales de la ruta: el camino era hacia el norte y con escalas. Con esa premisa, Salomón y Fredy abandonaron su habitación y tomaron un taxi hasta la estación de buses en el distrito de Independencia. Cuando encontraron al resto del grupo, abordaron un colectivo hacia Ancón. “Fue el momento más aterrador”, dice Salomón. Tenía miedo a que lo intervengan, tenía miedo de volver a casa. En pleno camino, a punto de salir de Lima Metropolitana, cerca de una garita de control, el auto se detuvo: todos tenían que bajar y recorrer ese tramo a pie para evitar ser descubiertos.
Fredy, poco más de 1.60 de estatura, gorro rojiblanco, y un polo oscuro que cubría sus juveniles músculos, cargaba dos maletas que juntas lo igualaban en peso. Adentro llevaba amontonadas colchas, galletas, yogures, gaseosas, latas de conserva y agua. Todo le debía durar lo que restaba de viaje, aunque no sabía cuánto era. Caminó junto a sus compañeros por los bordes de la carretera Panamericana Norte durante una hora. No estaban solos. A su lado, otros ciudadanos, muchos de ellos venezolanos, también abandonaban Lima. Había jóvenes, niños, mujeres con bebés. Si antes la capital del Perú había sido el principal destino de los migrantes, ahora se convertía en el más importante punto de partida. La mayoría buscaba volver a las regiones de Amazonas, Ucayali y Loreto. Fredy caminaba hacia una selva sin oxígeno.
Con ciento setenta kilómetros más al norte y casi 200 soles menos en los bolsillos, a los retornantes se les agotó las opciones para continuar su recorrido. Terminaba la tarde en el distrito de Paramonga, al norte de Lima, no había dinero, ni taxis que los llevaran a otra provincia. Su única alternativa fue aquel tráiler lleno de cajas de leche. Cuando el chofer les abrió las puertas los muchachos corrieron hacia el vehículo, miraron a la izquierda, a la derecha, a sus espaldas, aventaron sus mochilas, y se acomodaron en el contenedor. “Estábamos encaletados. Había espacio ahí”, cuenta Fredy. Cien soles por persona, y una paleta de madera -antes ocupada por productos lácteos- se convirtió en un espacio para todos. Los siete viajeros atravesaron provincias en la oscuridad. Lo que habían comido en la calle tenía que alcanzarles el resto del viaje. La noche caía, el frío se elevaba, ellos cruzaban los brazos. “Bien horrible era”, recuerda Fredy. Sus abrigos se habían quedado en las maletas, y estas estaban en otro espacio. Eso; sin embargo, ya no importaba: “Sí, hacía frío, pero cuando ya estás cansado sin darte cuenta, te duermes”, dice Salomón.
De los siete ocupantes, cinco eran awajún y wampís, y dos venezolanos: todos iban al norte. Los que no podían descansar lanzaban pronósticos sobre lo que sería los próximos días. Algunos, en la mitad del viaje, empezaron a dudar si la decisión había sido la correcta. El resto los calmaban: “Si llegamos a la comunidad, vamos a tener la libertad de salir, tomar aire, lo que no podíamos hacer en Lima”. Luego recordaban que, en realidad, al pisar tierra indígena, deberían aislarse.
Cinco meses después de su viaje, Salomón habla de esa caminata y escribe una frase en un post-it: “Utugchatnum pujakmek egakta wajuk epegmainitme nunu (Afronta el problema y haz que tus acciones hablen por sí solo, sin importar las consecuencias que te pueden pasar, lo importante es el resultado final)”. El antropólogo James Regan decía que la cosmovisión del pueblo awajún considera que cada persona labra su propio destino a través de su esfuerzos, antes que estar apelando a la ayuda de Dios. El padre jesuita David Samaniego, párroco en Condorcanqui, recuerda que los pobladores siempre se encomiendan a su espíritu guerrero, a ese que triunfa frente a la adversidad. Ruth Buendía, lideresa del pueblo ashaninka, explica que las comunidades originarias solo confían en ellos mismos. “No podemos esperar a que el ministerio nos traiga balón de oxígeno. Si esperamos, van a llegar cuando estemos muertos”.
Casi a la madrugada del 10 de junio, el tráiler se detuvo en la región norteña de Trujillo. El chofer quería dormir y los retornantes buscar comida. En esa parada apenas pudieron estirar las piernas. Volvieron luego a su habitación sobre ruedas para seguir su recorrido de tres horas hacia Chiclayo: habían completado la mitad del viaje. Una vez en esa ciudad, su travesía junto a las cajas de leche había acabado. Lo que vendría serían más kilómetros de caminata.
Subieron a otro carro, bajaron para no ser descubiertos y, mientras caminaban ocurrió lo que no había pasado en las últimas veinte horas de viaje: la Policía los detuvo. Según recuerdan los retornantes, los agentes le impidieron el paso por la emergencia sanitaria y les cobraron cuarenta soles para olvidar la prohibición. Los muchachos se negaron a pagarlos. Los agentes les obligaron a permanecer dos horas en esa carretera. Pero después de eso, como si nada hubiera pasado, levantaron el castigo y los acompañaron en un tramo de su caminata.
Tras ello, los viajeros se treparon a una mototaxi que los llevaría a la puerta de ingreso de su natal Amazonas: Corral Quemado. La entrada al puente se había convertido en un punto estratégico de control sanitario. En la quincena de abril, la Policía detuvo a once personas que viajaban camufladas en un camión de carga. Medios locales informaban que algunos retornantes se lanzaban al río Marañón sobre cámaras inflables para evitar ser intervenidos. A lo largo de la carretera Belaúnde Terry, que once años atrás fue escenario de un brutal enfrentamiento entre policías e indígenas amazónicos, los retornantes resistían una vez más.
En las comunidades indígenas, los padres pedían desesperados a los alcaldes que ayuden al retorno de sus hijos varados. “Prefiero que mueran acá que en la ciudad, donde no lo voy a ver”, decían. En su habitación de Lima, antes de su salida, Fredy pensaba lo mismo: “Si muero acá, nunca veré a mi familia, entonces será mejor regresar”.
Para el padre jesuita David Samaniego, esa idea de volver a la tierra, de morir entre los suyos, ha sido una marca en esta crisis sanitaria En los primeros días de la emergencia, los ciudadanos que morían en Santa María de Nieva (capital de la provincia) tenían que someterse a los protocolos sanitarios de Covid-19; es decir, ser inhumados o cremados, pero cuando fallecían en las comunidades se respetaba los ritos de su cultura.
El histórico líder de los pueblos awajún y wampís, Santiago Manuin, murió víctima del Covid-19 en Chiclayo. Su muerte golpeó tan duro que, de manera excepcional, trasladaron su cuerpo en avión, luego en deslizador, para enterrarlo cerca de su hogar, en su tierra. La despedida se transmitió en las radios regionales a lo largo de los ríos.
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De los siete retornantes continuaban solo cinco. Los venezolanos se habían quedado en el camino. Los jóvenes awajún armaron una carpa para intentar descansar al lado de la carretera de Corral Quemado. No había pasado mucho tiempo cuando una camioneta se detuvo en la vía y les ofreció acercarlos a la comunidad. Desarmaron como pudieron su tienda y subieron a la maletera del auto. Después de tres horas llegaron a una zona llamada Mesones Muro, donde descendieron y, otra vez, armaron su carpa. Ya no lo hicieron en la carretera, sino en una casa abandonada cerca de la vegetación.
Para los awajún, la naturaleza entera se personifica: diversos espíritus habitan el bosque y el agua. Las plantas, los animales y los astros fueron gente en épocas anteriores, dice Regan. En la actualidad, agrega, sus espíritus protegen la naturaleza y ayudan a curar a las personas enfermas.
En la madrugada del 11 de junio los cinco jóvenes awajún llegaron a Puerto Imacita, la parada más cercana a su casa. Separados por cuatro horas de viaje en río, ahí se tomaron dos fotos. En una, Salomón y Fredy posan juntos, delante de una minivan vacía, cerca del puerto. Ambos tienen ojeras. En otra, los acompañan cuatro muchachos. Parecen menores que ellos. Una jovencita lleva una mascarilla rojiblanca, un chico se apoya en las mochilas que cargaron todo el camino; y otra muchacha, al medio, sin mascarilla, hace señas con las manos y sonríe. A la derecha, otros jóvenes cogen sus maletas y le dan la espalda a la cámara. A la izquierda, se lee “Perú” en un solitario gorro.
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El primer retornante que había visto el padre Samaniego tenía 23 años, el rostro quemado, los labios resecos y ampollas en los pies. “Se notaba que la había pasado mal”, dice el párroco. El primero que encontró el facilitador cultural Jotam Valverde Nequendey tenía 20 años, un hijo de 5, una novia 19 y estaba infectado con Covid-19. “Había salido sano de Lima, pero se contagió en el camino”, dice. Lo aislaron treinta días ni bien pisó tierra indígena. “Sufrió demasiado”. El caso que más recuerda el obstetra Evelio Paz Tume, quien también fue víctima de virus, era el de un muchacho de la comunidad Wawaim que le pedía, por favor, que hable con el Apu porque querían expulsarlo tras su llegada de Lima. “Eso enfrentaba a la comunidad. Eran sus hermanos, pero a la vez, personas que podían contagiarlos”
No se sabe qué número de retornantes fueron Salomón y Fredy. Lo que sí se sabe es que a los dos les tomó cinco días, lo que en otras épocas demora diez horas en avión y bus desde Lima. El lunes 14 de junio, después de navegar por el Marañón y el Cenepa, llegaron a su pequeña comunidad de Nuevo Kanam. No hubo bienvenidas, ni fiesta en las casas. Los enviaron a las montañas para su aislamiento. Ahí durmieron, durmieron mucho. Poco después el Apu les permitió que regresaran con sus familias. Volvieron a su hogar, abrazaron a sus padres agricultores, se sintieron vivos en una tierra bañada en tristeza.
Esa misma tristeza hacía llorar al periodista Víctor Atausupa, de la radio Kampagkis de Amazonas, en un medio nacional: “No nos dejen morir”, clamaba. A fines de junio, tras la masiva llegada de de retornantes, el comunicador alertaba que se había identificado a más de 1.600 awajún infectados, que no había médicos para atenderlos y que los políticos solo llegaban para tomarse fotos en sus tierras. “Son peruanos”, agregaba como si el resto lo hubiera olvidado.
El Covid-19 atacó a un pueblo guerrero con las defensas bajas. El retorno de los desprotegidos aceleró el avance de la pandemia. “De lo que podemos ser claros es que la situación de retornos humanitarios superó las capacidades del Estado en su momento”, dice Nelly Aedo, jefa del programa de pueblos indígenas de la Defensoría. Pero lo que también agravó el impacto fue la entrega de bonos rurales, que rompió la estrategia de aislamiento y empujó a los pobladores a viajar a comunidades lejanas para cobrar dinero, aglomerarse y exponerse al virus. Los indígenas amazónicos dicen que no se pensó en ellos a tal punto que comparan al Gobierno peruano con Iwa, un personaje de la mitología awajún y wampís que devora personas. “La venganza de los Iwa” fue como título un artículo sobre el tema la literata wampís Dina Ananco.
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Hoy, Condorcanqui, la provincia con más población nativa en Amazonas, tiene más de seis mil casos de Covid-19 y 39 fallecidos, dicen las cifras oficiales. Sin embargo, hace cinco meses, la municipalidad ya había identificado a 154 víctimas con síntomas de esta enfermedad fuera del servicio de salud, según el portal Salud con Lupa. Más de la mitad eran de las etnias awajún y wampís. Nadie contaba esas muertes.
La mayoría de los retornantes siguen en aquellas comunidades, dedicados a la crianza de gallinas, a la siembra de yuca, plátanos y hasta cacao, cuentan los pobladores. “La situación del empleo ahora no es buena en Lima”, dice el facilitador cultural Jotam Valverde. Muchos de los que él conoce ya no estudian, abandonaron las universidades y los institutos por falta de dinero. El obstetra Evelio Paz tampoco ha visto que los jóvenes hayan decidido regresar a las ciudades. El padre Samaniego, quien logró contactarse con dos chicos antes alojados en los albergues, dice que ambos ahora son obreros. “Del resto no sé absolutamente nada”.
Santiago y Fredy ya no están en tierras awajún. Dos meses después de aquella caminata decidieron regresar a Lima para trabajar y estudiar. “Para seguir con mis sueños. No podía quedarme ahí nomás a pesar de que la enfermedad se había calmado”, dice el menor. Esta vez, lo hicieron en bus, sentados, con las piernas estiradas. Los descendientes de guerreros están de vuelta.
*Esta crónica fue escrita en el Laboratorio de Periodismo Situado coordinado por Cronos