Por Verónica Hernández, con fotos de Leonardo Fernández.
“¡Sorria você está na Bahia!”. El saludo insistente que convoca a explorar un territorio de fiesta motiva hasta al europeo más nórdico que pasea por las calles del Pelourinho, el barrio histórico y colonial donde se concentran las actividades culturales y sociales de Salvador de Bahía. Dejamos la pila de advertencias en la posada y nos lanzamos a esas callecitas angostas, de piedra, en las que hay que prestar atención para no terminar con un esguince de tobillo.
Es martes y eso equivale a fiesta. Fiesta callejera, húmeda, con cuerpos tallados en ébano que replican al son de los tambores y que no temen el contacto físico con el otro, con miradas intensas que dan pudor hasta a la más desvergonzada. Dicen que la percusión produce trance por su analogía con el ritmo cardíaco y ahí estábamos, fundidos con cientos de personas de muchos colores e historias en un solo corazón. One love, one people, le digo a Leo recordando la palabra de Marley. Hay momentos de felicidad que solo pueden expresarse así de cursi.
La fiesta popular es custodiada de cerca por la Policía Militar, que depende del Estado de Bahía. Está presente con sus cascos, el uniforme de fagina color caqui y parece que a nadie le molesta. Es más, alguien por ahí se atreve a confesar que la fiesta sólo transcurre sin violencia y robos por su presencia.
Las chicas de la Asociación Didá y las Amulheradas baten sus tambores con fuerza femenina, contra la violencia de género que parece que es mucha en Salvador. Hermosas hembras que desafían con música el machismo de sus congéneres mientras sacuden esas melenas que nunca sabrán de anti frizz.
Los martes hay fiesta desde siempre. En tiempos pasados era el día en que se recibía bendición y pan en la iglesia de Nossa Señora do Rosario dos Pretos. Como todos quedaban contentos, festejaban en las calles. Una paradoja: la iglesia está frente al espacio público, donde en un poste llamado pelourinho, se azotaba hasta a la muerte a los esclavos que osaban desafiar el orden que los mantenía como tales. Hoy ese poste ya no existe, pero el barrio que realza la cultura afro sigue llevando su nombre.
Miércoles 1 de febrero. La Policía Militar entra en huelga por un reclamo salarial que no es escuchado y abandonan las calles del Estado de Bahía. “La huelga es ilegal”, dice la vendedora de lembranças de la plaza Terreiro de Jesús. Nadie quiere alarmarse demasiado, pero por las dudas cierran sus puertas al caer la tarde. La noche torna a esas callecitas llenas de romanticismo desiertas y las invade la sombra.
Al día siguiente, la ciudad está invadida por la Policía do Exército, la fuerza federal del poder central. Esta vez las armas son largas, hasta hay ametralladoras. Las escenas son de una ciudad en guerra, pero en su momento de calma. Aún la luz del día le brinda a todo un manto de paz. Conviven los rifles y ropas camufladas con las personas que viven en la calle, frente a las iglesias que allí se cuentan de a montones, todo en una atmósfera pesada por la humedad y el calor agobiante.
Junto con la policía se fueron los miles de turistas que diariamente recorren el Pelourinho. Las calles desiertas suenan como una amenaza. Con el ejército, sólo quedan un puñado de turistas locos, los habitantes locales y una camioneta de la Policía Militar con algunos efectivos que parecen no haberse sumado a la huelga. Un vendedor de cuadros multicolores arriesga un número: dice que sólo el 10% no lo ha hecho.
Los negocios que venden productos locales y recuerdos habitualmente cierran a la madrugada, pero esta vez los pocos que quedan abiertos son los que están ubicados en la zona de custodia de la Policía do Exército. A las 18 horas, se apuran a bajar las persianas. Quizás sea nuestro espíritu e historia latinoamericana el que que nos mantiene en la calle mientras otros prefieren la piscina o Itaparica.
Cae la noche de la tercer jornada de huelga policial en Bahía, es viernes y lo único que queda abierto son tres “botecos” (bodegones, barsuchos) llenos de locales y ese puñado de turistas que se niega a la muerte del carnaval. Y ahí estamos, bebiendo entre la música que no quiere cesar, la vieja con su pañuelo de lentejuelas turquesa que tira un trago al piso para vaya a saber qué orixá, los muchachotes gritones que alcanzo a escuchar que hablan de fútbol y ríos de cachaça que aún recorren nuestro cuerpo. Alegría não tem fin.-
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