Por Tiziano Breda en CIPER Chile.
El Salvador, un pequeño país centroamericano de poco más de 6,7 millones de habitantes, se ha vuelto notorio en los últimos años por los abrumadores niveles de violencia, perpetrada en su mayoría por las pandillas callejeras, particularmente la Mara Salvatrucha, MS-13 y las dos facciones del Barrio 18, los Sureños y los Revolucionarios.
El joven presidente Nayib Bukele ha irrumpido en la vida política nacional con una promesa de cambio que ha infundido esperanza en millones de salvadoreños, y ha logrado reducir drásticamente los niveles de violencia en su primer año y medio de mandato. Pero este logro parece depender de un frágil e inestable entendimiento entre gobierno y pandillas. Además, sus actitudes despóticas han consternado a la comunidad internacional, como el ingreso con tropas a la Asamblea Legislativa, o el creciente hostigamiento a la prensa que ha denunciado el medio de investigación El Faro. El partido de Bukele, Nuevas Ideas, está a un paso de conseguir un triunfo aplastante en las elecciones legislativas y municipales del 28 de febrero. ¿Qué significaría esto para el rumbo del país?
Las maras, un poder fáctico
Las principales pandillas activas en El Salvador surgieron en la década del 80 en los suburbios de las ciudades californianas, en Estados Unidos, como mecanismo de protección para miles de jóvenes centroamericanos que huían de las guerras civiles en El Salvador (1980-1992) y Guatemala (1960-1996) y las políticas represivas de Honduras; y sufrían el acoso y la violencia de las ya establecidas pandillas mexicanas, asiáticas y afroamericanas.
Las maras llegaron a Centroamérica como resultado de la política migratoria de EE. UU., que en los 90s deportó a miles de pandilleros a sus países de origen. El Salvador ofrecía condiciones perfectas para que las maras echaran raíces: un tejido social quebrantado por la guerra civil, una nueva institucionalidad muy frágil y una situación económica desastrosa. El lenguaje, la vestimenta y la promesa de solidaridad entre pares que ofrecían los pandilleros deportados eran muy atractivos para decenas de miles de jóvenes sin rumbo. Los mareros deportados instalaron clicas locales que se expandieron rápidamente, al tiempo que la rivalidad entre grupos se hizo cada vez más sangrienta.
En la actualidad la autoridad de El Salvador estima que las pandillas tienen presencia en más del 90% de las municipalidades, son responsables de alrededor del 50% de los homicidios que ocurren en el país y cuentan con 60.000 miembros activos en total, cifra que asciende a 400.000 personas, si se incluyen colaboradores y familiares. La MS-13 es la pandilla más grande y dobla en tamaño a las dos facciones de Barrio 18 juntas.
A medida que esos grupos ganaron fuerza, crecieron sus actividades criminales. Según el gobierno salvadoreño, la extorsión representa el 80% de las ganancias de estos grupos. Un estudio del Banco Central respecto de 2014 estimó que alrededor de una de cada cinco micro y pequeñas empresas en el país era víctima de esta práctica y que robos y extorsiones costaban al país el equivalente al 5,2% del PIB.
Bukele, el parteaguas
El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, es un personaje carismático. Empresario de origen palestino, antes de lanzarse a la arena política tuvo una trayectoria en relaciones públicas, comunicaciones y venta de motocicletas. Su primer cargo público fue alcalde de Nuevo Cuscatlán en 2012, y después de la capital San Salvador en 2015. En ambas ocasiones se lanzó por el partido de izquierda Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), del cual fue expulsado en 2017 por discrepancias internas.
Bukele aborrece tanto al FMLN como a su rival histórico de derecha, la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), y los ataca a golpes de tuit y declaraciones públicas. Las redes sociales como Twitter y Facebook son, de hecho, las plataformas preferidas por el presidente para canalizar sus mensajes a la población, dar órdenes a funcionarios de gobierno y atacar a sus opositores, medios críticos y hasta a defensores de derechos humanos que se oponen a algunas de sus políticas.
Bukele está entre los presidentes más populares en el mundo: en una encuesta de diciembre de 2020 del Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP), su índice de aceptación alcanzaba el 82,5 %. Además de haber sido un alcalde popular que cumplió con sus promesas de campaña, como la renovación del centro histórico de la capital, Bukele ha sabido capitalizar el desgaste de los dos partidos que se han alternado en el poder desde el 1992, FMLN y ARENA, cuyas administraciones han estado plagadas de escándalos de corrupción (tres de los últimos cuatro presidentes han sido acusados en investigaciones criminales, y uno ha sido condenado por el desvío de 300 millones de dólares).
Este rechazo popular es claro en los resultados de la encuesta del IUDOP, según la cual apenas el 8% de los encuestados confiaba en la Asamblea Legislativa, dominada por esos partidos. Usando la frase “los mismos de siempre”, Bukele ha logrado alejarse de esas organizaciones políticas y presentar a su movimiento, Nuevas Ideas, como ajeno a ideologías partidistas.
Pero la actitud beligerante de Bukele no se ha limitado a los contendores políticos, ni se ha quedado solamente en palabras. El 9 de febrero de 2020, frente a la negativa de la Asamblea Legislativa de aprobar un préstamo para financiar una iniciativa en el ámbito de la seguridad, Bukele desplegó militares armados en la sala plenaria del legislativo, e invocó el derecho del pueblo a la insurrección, argumentando que dicha negativa iba en perjuicio de la seguridad de los ciudadanos.
Durante la pandemia, además, Bukele se enfrentó también con la Corte Suprema de Justicia sobre la constitucionalidad de las medidas de confinamiento impuestas por el gobierno, amenazó con desacatar sus resoluciones y hasta de demandarla en la Corte Interamericana de los Derechos Humanos. Asociaciones de periodistas y defensores de derechos humanos han denunciado que su gobierno han aumentado las violaciones contra la libertad de expresión y se ha retrocedido en la transparencia de las instituciones públicas.
Extraordinario reducción de homicidios
Una fuerte razón detrás de la popularidad de Bukele es, sin duda, la mejora en la situación de seguridad en El Salvador. Desde que asumió la presidencia, los homicidios han disminuido casi en un 60%, y el 2020 cerró con una tasa de 19,7 homicidios cada 100.000 habitantes, la más baja registrada desde el conflicto civil.
Las denuncias de desapariciones (que muchas veces responden a personas que han sido asesinadas pero cuyos cadáveres no han sido encontrados) también se han desplomado en un 35% , pasando de más de 3.500 en 2018 a 2.251 en 2020.
En general, la percepción de la seguridad ha mejorado: 5 de cada de 10 salvadoreños que participaron en una encuesta del IUDOP a fines de 2020 opinaron que la inseguridad se había reducido; y solo un 14,7% consideró que la delincuencia seguía siendo el principal problema del país, lo que constituye un gran avance comparado con el 45,7 % que pensaba eso en 2018.
El gobierno atribuye estos resultados a su Plan de Control Territorial, una política de seguridad cuyos detalles no son públicos y que supuestamente combina medidas de mano dura como detenciones masivas y duras medidas en las cárceles (de las que el gobierno alardeó en las imágenes que dieron la vuelta al mundo en abril de 2020), con iniciativas de desarrollo comunitario coordinadas por la Unidad de Reconstrucción del Tejido Social.
Sin embargo, un informe de Crisis Group ha puesto en entredicho esas afirmaciones. El informe hace un análisis estadístico que muestra que mientras el Plan de Control Territorial prioriza la intervención en 22 municipios, la reducción de homicidios se ha dado a nivel nacional, lo cual descarta una relación de causalidad. Además, ninguna de las medidas implementadas dentro o fuera de las cárceles ha tenido un impacto inmediato en las tendencias de homicidios. Finalmente, los habitantes de varias comunidades bajo el control de las pandillas relatan que el dominio de éstas no ha disminuido sino que por el contrario se ha fortalecido, particularmente durante la pandemia del COVID-19. El informe concluye que la reducción de homicidios se debe menos a las políticas de gobierno y más a una decisión de parte de las pandillas de reducir el uso de la fuerza como parte de un entendimiento informal con las autoridades.
Cada vez hay más evidencia que confirma este hallazgo. En septiembre de 2020, el periódico digital El Faro documentó que emisarios del gobierno, en particular el director del sistema penitenciario Osiris Luna y el director de la Unidad de Reconstrucción del Tejido Social, Carlos Marroquín, se habrían reunido en repetidas ocasiones en algunas cárceles de máxima seguridad con líderes de la MS-13, supuestamente acompañados por otros líderes de esa mara en libertad.
En enero, El Faro también descubrió movimientos sospechosos de líderes de la MS-13, transferidos de urgencia a ciertos hospitales a pesar de estar bien de salud. El Faro afirma que los mareros encarcelados han recibido beneficios a cambio de la reducción de homicidios y apoyo electoral al partido del presidente Bukele (Nuevas Ideas). Si bien quedan dudas sobre exactamente cuál es el contenido de estas conversaciones, la evidencia de la existencia de alguna forma de interacción es contundente. Bukele, sin embargo, ha negado rotundamente los hallazgos de El Faro, y ha aumentado los ataques al periódico al punto que en febrero de este año la Comisión Interamericana de Derechos Humanos otorgó medidas cautelares para sus 34 empleados.
Para nadie que siga la política salvadoreña es una sorpresa que Bukele niegue que estas conversaciones se estén llevando a cabo, incluso si son la causa de la mejora en la seguridad.
El diálogo con pandillas es un tema tabú en El Salvador a partir del proceso conocido como La Tregua, que ocurrió entre 2012 y 2014, durante la presidencia de Mauricio Funes. La Tregua condujo a un alto al fuego entre pandillas, y entre ellas y las fuerzas del Estado, que redujo por año y medio los niveles de homicidios, antes de deshacerse y desatar una ola de violencia sin precedentes. La violencia que produjo el rompimiento de la tregua hizo que El Salvador fuera el país “no en guerra” más violento al mundo en 2015, con una tasa de 103 homicidios por cada 100.000 habitantes. Entre los factores que contribuyeron a su fracaso estuvo un fuerte rechazo popular: a fines de 2014, el 76,2% de los salvadoreños no estaban de acuerdo con una negociación con las pandillas, según una encuesta del IUDOP.
Elecciones y consecuencias
Aunque los salvadoreños continúan oponiéndose a una negociación con las maras, la información sobre las supuestas conversaciones con pandillas no ha afectado la popularidad de Bukele; como tampoco lo ha hecho su involucramiento en varios supuestos casos de corrupción y su poco respecto hacia el Estado de derecho. Según todas las encuestas, su partido Nuevas Ideas está encaminado a una victoria electoral aplastante en los comicios municipales y legislativos del 28 de febrero. Su imagen internacional, sin embargo, se ha progresivamente deteriorado.
Bukele ha enfrentado crecientes críticas a nivel internacional. Sus choques con las demás instituciones del Estado han llamado la atención de medios y políticos internacionales, particularmente en Estados Unidos. Según el índice global sobre corrupción en 2020 de Transparency International, El Salvador es el país centroamericano que más ha retrocedido en la lucha contra la corrupción.
El índice de democracia de The Economist degradó a El Salvador de una democracia defectuosa a un régimen híbrido. Además, en repetidas ocasiones, miembros del Congreso de Estados Unidos han enviado cartas al presidente Bukele expresando su preocupación por sus ataques contra la prensa, aparentes violaciones al Estado de derecho, e incluso sobre las supuestas conversaciones con la MS-13. No obstante, Bukele presumió de tener buenas relaciones con el ex inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump, y mantuvo óptimas relaciones con el ex embajador estadounidense en el país. Sin embargo, parece que los excesos del presidente no van a ser tolerados por la nueva administración de Joe Biden, quien supuestamente se negó a recibirlo en un reciente viaje a Washington.
A pesar de todo esto, Bukele ha logrado navegar a través de las críticas internacionales y lidera, con gran ventaja, en las intenciones de voto de los salvadoreños: el 44 % de los entrevistados en una encuesta del IUDOP en noviembre pasado votaría por el candidato de Nuevas Ideas para alcalde, y el 64% dijo que votaría por el partido de Bukele en las elecciones legislativas. Mientras tanto, los demás partidos no superan el 10% de preferencias en las elecciones municipales y el 6% en las legislativas. Si las encuestas están en lo cierto, Bukele podría encontrarse en una situación sin precedentes en la historia democrática del país: tener la mayoría (simple o incluso calificada) en una legislatura que va a elegir nuevo Fiscal General, Procurador de los Derechos Humanos, y algunos jueces de la Corte Suprema de Justicia, entre otros altos cargos.
Todo esto ha resultado en un proceso electoral tenso y polarizado, marcado por eventos de violencia. Bukele ha utilizado todas las herramientas disponibles para atacar a sus adversarios políticos y consolidar su base de apoyo. Ha llegado incluso a denegar los acuerdos de paz, cuyos signatarios fueron el FMLN y ARENA, tachándolos de haber sido “una farsa”. Además, él y varios funcionarios públicos han venido sugiriendo en los últimos meses que las autoridades electorales estarían fraguando un fraude electoral para evitar su triunfo.
Este tono beligerante y polarizador ha envalentonado a los seguidores del presidente, que en una ocasión impidieron a los magistrados y empleados salir de las instalaciones del Tribunal Supremo Electoral durante varias horas, exigiendo la inscripción de los candidatos de Nuevas Ideas, después que Bukele denunciara una supuesta obstaculización del proceso. El 31 de enero, una caravana de simpatizantes del FMLN fue interceptada mientras regresaba de una actividad pública y atacada a balazos por tres sujetos, dos de los cuales trabajan en el ministerio de Salud. El ataque dejó dos muertos y tres heridos. Si bien las investigaciones aún no han aclarado que haya un motivo político, y el incidente pudo ser el resultado de una riña circunstancial, ha echado leña al fuego de las acusaciones recíprocas entre gobierno y opositores.
Es muy probable, entonces, que las elecciones resulten en una concentración de poder en las manos de Bukele, lo cual no solo representará un punto de inflexión para la gobernabilidad democrática de El Salvador, sino también para el modelo de seguridad en el país. Aunque la consolidación del poder de Nuevas Ideas sin duda facilitará el camino para que Bukele implemente su agenda, el presidente va a enfrentarse a un nuevo reto: sin poder culpar a la oposición de ponerle trabajas a su gobierno, deberá mantener el frágil equilibrio con las pandillas y enfrentar las crecientes expectativas populares.
Al mismo tiempo, Bukele tiene una oportunidad única para buscar una solución duradera al problema de las pandillas en el país, formalizando y transparentando el diálogo con sus líderes en un proceso que tenga como fin el desmantelamiento permanente de esas estructuras.
Las políticas de “mano dura” han sido las favoritas de los diferentes gobiernos en las últimas dos décadas, pero no han podido solucionar los problemas de fondo que alimentan el ciclo de la violencia en El Salvador. La preferencia por resultados de corto plazo, y la ausencia de voluntad política para hacer los cambios políticos, económicos y sociales que llevarían a soluciones duraderas han condenado al fracaso los intentos estatales de parar la violencia de las pandillas.
En cambio, en la historia reciente del país los homicidios se han reducido drásticamente sólo cuando las pandillas han tomado la decisión de parar los asesinatos, y en particular cuando esta decisión ha sido parte de un proceso de diálogo con el gobierno. Una negociación no sería fácil; diseñar un proceso estructurado tiene obstáculos legales (las pandillas son consideradas organizaciones terroristas desde una sentencia de la Corte Suprema de Justicia de 2015), así como de legitimidad popular y apoyo internacional. A pesar de esto, difícilmente un presidente podrá estar mejor posicionado que Bukele para intentarlo.
Aún si decide no establecer un diálogo formal, el mandatario salvadoreño deberá responder a las expectativas de la población, incluso de las pandillas, para que cumpla promesas de campaña, tales como el diseño de políticas de prevención del reclutamiento y reintegración a la vida civil de jóvenes involucrados en pandillas. Incumplirlas, o repetir los errores de los gobiernos anteriores en el manejo de la seguridad pública, podría conllevar consecuencias graves para los niveles de violencia en el país, ya que las pandillas están lejos de haber desaparecido.
*Tiziano Breda es analista para América Central del International Crisis Group, con base en Guatemala. En este rol realiza un extenso trabajo de campo, produce análisis, y propone ideas de políticas públicas a los decisores nacionales e internacionales sobre temas relacionados con la violencia criminal, migración y la inestabilidad política en la región.
Edición de Karina García Reyes