Por Soledad Deza
Cada vez que se acerca una fecha importante para el movimiento de mujeres veo renovarse en las redes y en las calles el reclamo de “emergencia por violencia”.
Este pedido vintage de algunos sectores feministas convencidos y algunos otros que se pliegan para no quedar fuera de los famosos “documentos” en las marchas, suele argumentarse con la necesidad de incremento presupuestario, la falta de refugios o de ayudas económicas para las víctimas de violencia. Obligaciones estatales que ya están vigentes, que ya están en mora y con declaraciones de emergencia muchas veces prorrogadas y vueltas a prorrogar.
Si las emergencias sólo tienen buena retórica, pero no cambian nada en los hechos ¿por qué facilitar al Estado un pretexto para que ponga en cero el contador de una mora que ya tiene muchos años?
Este incomprensible barajar y dar de vuelta que implica la “emergencia en violencia” se da en una partida que empezó allá lejos, en 2009, cuando se sancionó la ley N° 26.485 de “Protección integral de las mujeres”. Entre otros muchísimos buenos propósitos, esta ley tiene como objeto el “desarrollo de políticas públicas de carácter interinstitucional sobre violencia contra las mujeres” (art. 2 inc. d) y ordenó asignación presupuestaria en el art. 43. Quizás la partida empezó antes, en el año 1996, cuando Argentina promulgó la ley N° 24.632 que “aprueba” la Convención Americana Belem do Pará y asumió como obligación estatal además de la de investigar con debida diligencia las denuncias de violencia (art. 7), la de “suministrar los servicios especializados apropiados para la atención necesaria a la mujer objeto de violencia, por medio de entidades de los sectores público y privado, inclusive refugios, servicios de orientación para toda la familia, cuando sea del caso, y cuidado y custodia de los menores afectados” (art. 8).
Nuestras vidas necesitan profundos cambios culturales para cortar de cuajo la subordinación que nos constituye y nos hace apropiables, disponibles y violentables. Lo sabemos, no necesitamos que el Estado lo reconozca en una ley, sino que gestione políticas eficaces para redistribuir poder.
Es posible que algunas consignas marketineras se escuchen inmejorables detrás de un megáfono pero ¿acaso no advertimos después de que se dispersó la marcha, el glitter se nos corrió de las caras emocionadas por la lucha y nos volvemos cada una a nuestras casas, que no se detuvo ningún tiempo? Ni para nosotras, ni para las víctimas. Entonces ¿por qué habríamos de detenerle nosotras el tiempo al Estado? ¿Qué juego es ese que nos lleva a perder la creatividad en el reclamo? ¿Desde cuándo hacemos borrón y cuenta nueva para el Estado?
Si nos sobró el cartel de “Emergencia en Violencia” de otra marcha de hace meses o hace años, no nos empecinemos en usarlo solamente porque lo tenemos listo. Sobre todo cuando vemos que las declaraciones de emergencia se renuevan en loop sin mejorar un ápice nuestras condiciones de vida y sin cobrar ningún costo político a lxs tomadores de decisiones.
En el año 1.994, la ley 24.410 derogó la figura penal del infanticidio por considerar, entre otros argumentos, que estigmatizaba a la madre soltera. Luego advertiríamos que esas situaciones tan desventuradas sólo cabían en el tipo penal del homicidio agravado por el vínculo.
Me gusta sentir que el pensamiento feminista es crítico y reflexivo a la vez. Entonces, cuando guardemos el cartel de “emergencia en violencia”, fijémonos si lo guardamos en el cajón de los recuerdos, justo al lado del cartel donde pedíamos que se derogue la figura penal del infanticidio y pensemos lo importante que es tener cuidado con lo que deseamos. Porque a veces nuestros deseos se cumplen y no nos va nada bien.
*Abogada feminista de Tucumán. Magister en Género y Políticas (FLACSO)