Los hechos fueron públicos y llegaron a ganar notoriedad por la presencia de un fotógrafo que decidió guardar esa imagen. La imagen de la que estamos hablando es la de una persona de casi 70 años tirada en el piso después de que un custodio y un cajero de un supermercado le dieran una paliza. Por el reportero supimos también que la golpiza empezó al interior del supermercado a la vista de todo el mundo. Y continuó en la calle a la vista de los transeúntes. No quiero hablar de la seguridad privada -¿quién custodia a los custodios? ¿cómo es su preparación? ¿están protocolizadas sus acciones?- sino detenerme en esos vecinos que asistieron impávidos al castigo preventivo que estaba recibiendo aquella persona. La pregunta que rondaba mi cabeza, que me hice en todos estos días era la siguiente: ¡¿Cómo puede ser que nadie haya intervenido?! ¡¿Cómo puede ser que nadie se haya metido para parar a los empleados de Coto?!
La respuesta a semejantes preguntas es arbitraria, como todas las respuestas, es decir, se dispone para abrir una discusión. Quizá, entonces, la respuesta haya que buscarla en la indolencia moral de la vecinocracia.
La idiotez es uno de los rasgos que caracteriza a los vecinos alertas. La idiotez es la incapacidad de pensar, es decir, la imposibilidad para ponerse en el lugar del otro, de comprender que existen otros actores con otros estilos de vida, otros valores, otras pautas de consumo, otras dificultades sociales. Las personas idiotas son personas indolentes: aquellos que no pueden ponerse en el lugar del otro tendrán serias dificultades para sentirlo. Personas anestesiadas socialmente, que prefieren encerrarse en sus verdades estereotipadas, que eligen la distancia para estar en la ciudad. El temor a ser tocado los mantiene en guardia apenas ponen un pie en la calle. Dueños de una mirada soberana que expresa temor y desprecio, que pendula entre la altanería y la antipatía, el voyeurismo, la curiosidad y el escurrimiento. Porque sucede que el resentimiento crece como las violetas: aman ocultarse, se mueven de manera rastrera. Los resentidos son personas que tienden a esconder sus sentimientos más íntimos, porque saben que destilan odio, intolerancia, una violencia que disimulan con buenos modales. Un resentimiento que averiguamos en la indignación, uno de sus deportes preferidos. La indignación es una forma de despotricar cuando se encuentran formando parte de la masa. La masa resguarda su individualismo y preserva su estatus de anonimato. Saben que cuando muestran los dientes no se les entiende lo que dicen. Lo saben y por eso prefieren aferrarse a clisés que repiten como una suerte de mantra (“Seguridad, seguridad seguridad…”).
No hay un hilo que pueda atar sus proposiciones, porque además sus argumentos no están hechos de razones sino de pasiones iracundas. Saltan de un tema a otro, sin ton ni son, apelando a un modo de razonamiento derivativo. Es imposible hablar con ellos en esas situaciones. Para colmo les gusta autovictimizarse, siempre tienen un registro más o menos apócrifo, hecho de experiencias ajenas o propias, que les permite justificar sus sentimientos de miedo, odio y precaución. Aprendieron que la víctima está en el lugar de la verdad, por tanto no tienen que dar ningún tipo de explicación, les alcanza con indignarse.
Los vecinos alertas eligieron la figura del espectador para estar en la ciudad. Su compromiso tiene límites concretos, está hecho de prudencia, mucha prudencia. Se sabe: “mejor prevenir que curar”. Con ese axioma no sólo deciden delatar al otro sino mandarse a mudar cuando las cosas se ponen picantes. La cultura de la prudencia les enseñó a no meterse en cosas ajenas. Por eso cuando les toca ser testigos de un evento conflictivo, no dudarán en escabullirse. No hace falta que haya un policía que los corra del lugar de los hechos al grito de “circulen, circulen”. Una voz en el oído les susurra y recuerda “no te metás”, “no te metás” “seguro algo habrá hecho”.