Texto: Daniela Camezzana / Fotos: Gala Abramovich y Mariana Moretti
El último día nos levantamos jugadas de tiempo, no sabemos cómo vamos a cruzar el puente desde Corrientes hasta Resistencia. Menos qué tomar desde la plaza 25 de Mayo hasta el Estadio Sarmiento, donde se anunciará la próxima sede del Encuentro Nacional de Mujeres. En el comedor del hotel hay un par de mesas ocupadas en la primera fila pero sin el grupo de las Bisexuales feministas que se fueron a primera hora el salón queda vacío.
Me apuro a tomar una taza y un plato para alcanzar a Leila que ya está desayunando. Abro la heladera, agarro la jarra de jugo y me estiro para tomar el vaso que dejé en la otra punta usando la pierna para sostener la puerta abierta. “Hace tranquila”, me dice un señor de setenta años, un poco más alto que yo, mientras me saca de encima el peso del vidrio. Me doy vuelta sobresaltada y él se queda parado a un antebrazo de distancia esperando las gracias. No puedo llamar a esa sensación miedo, sería exagerado. Es como recobrar el tono, la tensión muscular del estado de alerta. Tan imperceptible como el sobresalto cuando estás tomando sol y registrás que tenés alguien por la sombra que proyecta sobre tu cuerpo.
Hace tres días que compartimos la ciudad de Resistencia con miles de mujeres que llegaron a Chaco desde distinto puntos del país. Son tantas que cuesta mirarlas a todas. Entre esos cuerpos soy una más, una parte del alegre montón que espera jugando al fútbol o durmiendo la siesta sobre la grama de la plaza 25 de Mayo. A la tarde, en uno de los talleres, una chica de pelo corto cuenta lo importante que es para ella este segundo encuentro. Dice que cuando estamos juntas “no hay lugar para una mirada enjuiciadora, casi que no te pueden ver”. Ella que va a casi todas las marchas nunca se sintió tan a salvo como en la de Rosario 2016.
Durante el Encuentro, las mujeres se animan a poner en palabras sus historias practicando una complicidad y escucha comprometida que se convirtió en pancarta y remeras hacia afuera. Los talleres son el lugar de reparo donde tomar el riesgo. Así lo hizo Eli, que pensó toda su vida que si no se preocupaba por la estética podía pasar desapercibida. Está orgullosa porque después de los cincuenta se animó a soltarse el “pelo amarrado” y andar con un poco de maquillaje.
Cada experiencia es distinta, particular, situada y opuesta a veces a la posición de la otra pero una detrás de la otra van dando cuerpo a una fuerza reveladora que pone de manifiesto las impresiones que llevamos adheridas al cuerpo antes de decidir (de)construir la propia identidad femenina. El encuentro no es más ni menos que eso: un espacio de confabulación entre mujeres donde se traman alianzas que lo superan y se convierten en amistades que uno se lleva para atravesar el estado de alerta permanente que nos está costando la vida.
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En las avenidas, los bulevares, las calles, las plazas y la peatonal de Resistencia se exponen esculturas al aire libre. Desde 1988, la ciudad es sede de la Bienal de Chaco y las obras que se realizan durante el concurso internacional quedan allí. Son tantas que resultan inútiles para fijar de punto de encuentro o referencia pero se va compartiendo en las historias de instagram. Todas, hasta la del perro Fernando – la mascota resistenciana-, llevan el pañuelo verde del aborto.
El movimiento de las más de 50 mil mujeres que vinieron cambia por completo la forma de percibir la ciudad. Para los residentes y para nosotras que palpamos otra forma de salir a la calle. Nos acostumbramos rápido a elegir el recorrido de las calles con sombra y atravesar a pie la ciudad de noche porque los bondis pasan repletos. Estamos tan presentes que ninguna anda sola. Para la marcha, nos juntamos todas y estamos desatadas: bailamos en cuero, nos llenamos la cara de glitter, usamos el pañuelo para taparnos las tetas, nos vestimos de bruja o corremos tentadas al grito del último tramo porque el cansancio nos deja sin piernas. Somos tan felices y deseantes que da miedo.
Al otro día nos quedamos dando vueltas por la ciudad porque no sabemos qué hacer con el tiempo que tenemos hasta la partida del micro. Salimos del estadio y vamos charlando sobre las conclusiones sin meter una pausa. Desde un colectivo un tipo nos grita putas. Seguimos caminando más lento y hablando un poco más bajo. Chaco está lejos y muchas compañeras salieron a la madrugada para llegar en el día a su casa. En una esquina debatimos si tomar la avenida o seguir por una paralela cuando escuchamos otros tres que nos insultan desde una camioneta. Enfilamos para la remisería que nos lleva hasta Corrientes. En el camino voy atenta a las esculturas: no queda ni una con el pañuelo.
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En el micro de vuelta Leila va escribiendo la nota que publicará al otro día. Cada tanto frena, estira los dedos y busca algo entre las notas. Media hora antes escuchamos los audios de las compañeras agredidas por 100 personas mientras intentaban llegar a los micros para salir de Resistencia. Una describe la secuencia todavía llorando.
Cuando termina de revisar la nota, me pregunta tres veces que me pasa y le contesto que estoy atravesada, que me da culpa volver a la idea de nota que tenía después de lo que pasó. “Al contrario, ahora más que nunca tenemos que contar nosotras lo que pasó durante el encuentro”, me responde. Para eso viajamos, para pensar la propia historia y escribir la otra, la de todas nosotras.