Periodista, militante, marica, desaparecido

Si alguien dice que la revolución no puede chispear en una marquesina de teatro, que toda batalla debe ser solemne, habrá que pedirle que lea a Enrique Raab. Porque frente a los miles de libros que se escribieron de la historia reciente y aportaron a la memoria colectiva, a 44 años de la dictadura, se renuevan algunas preguntas.


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Década del 70: el musical Hair llega a la Argentina y la cobertura de color podría quedarse en el repertorio, la traducción de las canciones y la escenografía pobretona que produjo Luis Romay. Pero Raab aprovecha la volada y pinta escenas donde la guerra de Vietnam, el capitalismo global y el conservadurismo se cruzan frente a un cartel luminoso.

“Algunos ideólogos —aquellos que dieron finalmente luz verde al proyecto— habrán pensado que era menos peligroso mostrar una juventud drogada que una juventud guerrillera; algunos empresarios talentosos comprendieron la especulación, unos cuantos adolescentes caprichosos y simpáticos pueden hacer ahora, arriba de un escenario, lo que desde hace 5 años se viene haciendo en centenares de departamentos del Barrio Norte  y San Telmo”.

La madrugada del 16 de abril de 1977 ametrallaron la puerta del departamento donde vivía Raab y se lo llevaron encapuchado junto a su novio Daniel Girón. Girón fue liberado a la semana, Raab es uno de los 30 mil desaparecidos.

Escribió en el diario la Opinión, Clarín, la Revista 7 días y Visión. También, hasta su última semana con vida, era uno de los redactores de la Revista Nuevo Hombre, el canal de comunicación del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores). 

Su agenda de temas hace pensar en un “periodismo todo terreno” (título de la antología de sus notas que compiló la escritora y periodista María Moreno). Todo terreno porque Raab va desde el barro de la revolución cubana al pavimento de la rambla marplatense, pasando por los escombros militantes del PTR a las baldosas de cines y teatros porteños.

Todo lo hace con un tono igual de puntilloso y despiadado. Porque en su genio con el lenguaje hay algo tan justo como cruel: Raab no dejaba pasar una. Y aunque su veneno se camufla en la magia del barroco, su filo de militante social está ahí, criticando desigualdades. Un ejemplo. Va como enviado a cubrir la temporada de argentinos en Punta del Este y, en vez de postales de lujo, manda notas de una ciudad decadente y pretenciosa:

“Unos 150 comercios habilitados este año ya han resuelto no reincidir en la próxima temporada: a cualquier propietario de negocio le aburre, se comprende, hojear interminablemente Gente, Siete Días o el pocket-book manoseado, no levantarse ya de sus sillones cuando entra un cliente, ilusionarse solo cuando un boas noites indica que el cliente es brasileño y que, a lo mejor, la charla, la ponderación profesional de la mercadería, el desarreglo de los estantes tendrán alguna compensación. Los argentinos… ¡Qué decepción! —condenan los uruguayos”. 

Raab no forma parte del canon de escritores desaparecidos por la dictadura (lista que incluye con mucha justicia a Rodolfo Walsh, Paco Urondo y Haroldo Conti) y es probable que sea porque la construcción de memoria colectiva reclamó, en un principio, que este canon no tuviera grises. Homosexual, crítico de artes y amante del teatro era quizá un combo que no entraba en la lista de valores que debía tener alguien digno de recordarse. Pero la memoria colectiva es un campo de disputa. Es momento de hacerle justicia a su recuerdo e inventarnos una historia torcida, donde haya espacio para lo humanamente posible.