– Me falta el aire, tengo mucho calor- le dije a la enfermera la primera noche después de mi cirugía, y ella apoyó su mano blanca y chiquita contra mi frente. Me dijo con dulzura que no me pasaba nada y me dio una pastilla que me puso a dormir de inmediato.
Entonces no lo entendí.
En esos días, mi mundo ardía como cuando la tarde se viene abajo en los veranos del sur. Ahora también mi cuerpo. Me había despedido, había hecho cartas, le había dicho a mi mamá que se ocupara de que mis hijos estén siempre juntos. Había llorado demasiado a escondidas.
Pero ya nada de eso importaba, el calor era soporífero y no me dejaba pensar. Me abrazaba de repente. Sin estrógeno, el hipotálamo tenía un comportamiento demencial. Ahora tenía un problema con el termostato.
-Evita nunca llegó hasta acá- pensé.
Después de esa internación, en la que escribí compulsivamente para evadirme, tropecé, todavía no recuerdo bien cómo -lo que es curioso porque sé la historia de cada libro que llegó a mis manos- con Santa Evita, de Tomas Eloy Martínez.
“Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir… Caminó en puntas de pie hacia las ventanas que daban al jardín y a las que nunca tenía ocasión de asomarse. Vio la hiedra desplumada del muro, la cresta de los jacarandas y las magnolias en la pendiente del jardín, el vasto balcón vacío, las cenizas del pasto…”
Yo no sé exactamente qué me dijo ese arranque del libro, pero sentí alivio con el aire que entró por su ventana, el cambio de corriente del río, el olor a lluvia. Porque está claro que lo que se describe es una ficción sobre el día en el que ella muere y el dolor estalla como el agua que cayó del cielo.
Sentí frescura en medio de los calores que me hacían llorar de bronca. Tenía apenas 36 y los había festejado en el hospital. Tres más que Eva cuando murió. Ella, que tan encendida fue para todo. De Eva, que alguna vez escribió: “Quiero incendiarlos con el fuego de mi corazón”, yo tomé el viento y lo hice anestesia.
Recuerdo que en mi primera salida después de la operación, en una cena de fin de año del trabajo hice algunos comentarios sobre cómo me sentía con ese libro. Sé que lo dije con vehemencia y pude sonar exagerada pero es que entonces todo lo que no fuese morirse tenía importancia, resplandecía, era genial. Futuro.
A Eva siempre la asocié con la tristeza y creo que eso es porque cuando la mostraban en la tele mi mamá juntaba las manos en puñito y las ponía contra su pecho con cara de emoción. Para mi Eva era también mi mamá, aunque otras veces era Susana Giménez porque se entusiasmaba con ver a quién llamaba la conductora.
En la puertita superior del placard de madera de tres cuerpos que tenía en su habitación, guardaba La Razón de mi Vida, y una imagen de bronce de dudosa procedencia, de la cara de Eva, que ahora cuelga en mi pared. Ella y Perón, como alegorías inexorables de toda casa de ypefianos. Los libros desenterrados en el patio, las reuniones de adultos con rostros borrosos en la cocina y la noción de estar sentada en rodillas que se sacudían al compás de la marcha.
Ta vez por eso cada vez que me tocaba cubrir un acto del Frente para la Victoria, me gustaba quedarme hasta el final y mirarle los labios a los dirigentes cuando sonaba Hugo del Carril, como si aquella arenga casera resultara en una suerte de entrenamiento para detectar farsantes.
No fue sino hasta que tuve cáncer de cuello de útero que miré a Eva con ojos de mujer y una ternura distinta. Probablemente intoxicada con sueros, mi tristeza y la rabia, pero sobre todo porque la única manera que encontraba para salir de mi enfermedad era entrando en mundos imaginarios, decidí que iba a buscar conexiones caprichosas en el libro. Como la de Evelina, la piba que era su groupie y a la que se la lleva el viento, que de no ser por la “a” final, es igual a mi segundo nombre. Sí, entre septiembre y diciembre de 2018, me escondí en un libro de ficción.
Cuando el cuerpo se me fue lavando de angustia me dijeron que tenía que hacer quimioterapia y radiación, pero que me iban a tener que derivar porque el Centro de Medicina Nuclear de Río Gallegos no se podía habilitar.
Yo no quería separarme de mis hijos, necesitaba su energía. Una tarde, desde la cama que casi no abandonaba, hermética como en una pupa, hice algunos llamados para saber cómo venía el tema.
Así escribí “por qué no abren el Centro de Medicina Nuclear”, que explicaba que por una decisión del gobierno de Mauricio Macri, la CNEA (Comisión Nacional de Energía Atómica) había dado un paso al costado para la puesta en marcha. Algo insólito tratándose del único centro para una región que tiene más de 500 diagnósticos de cáncer por año. La palabra era en realidad revancha. Luego el senador Eduardo Costa saldría a desmentir la nota diciendo que no se abría por “corrupción”. De manual.
A través de la historia, siempre hubo una brecha ideológica sobre la cual más acá, el macrismo, la alianza neoliberal Cambiemos, construyó una narrativa que la puso como un mal a atacar y al kirchnerismo como el que la parió.
Desconfío de la gente, incluso colegas que hablan de “grieta” porque esconden que se trata de fuerzas en tensión permanente, de una mirada política sobre la historia. Entonces, ¿tuvo sentido que Cambiemos se negara a abrir el Centro de Medicina Nuclear de Santa Cruz? Claro que lo tuvo. Porque hay proyectos con los que hay derechos y justicia social, llenos de fracasos, está claro, y hay otros con los que solamente se jibariza al Estado.
Es el odio, la tinta del “Viva el cáncer” todavía impregnando el paredón de los bien comidos.
Eva, la Duarte, como me gusta llamarla escindiéndola del apellido del esposo simplemente para reivindicarla como la mujer que fue todo en un lugar que se supone no merecía, es una fuerza viva, ardiente. Es más allá de la enfermedad con la que me conmuevo, una figura irreverente, políticamente incorrecta, desfachatada, atrevida, desordenada en un mundo, aquel y este, diseñado para que cada cosa encaje en su lugar.
De santa, nada. Eva es un resurgir constante. De la pobreza, la expulsión familiar, el desprecio, las miradas encima del hombro a camuflarse en la mayor de las farsas para hablarle a un pueblo y con la voz de un cuerpo esquelético, dejarlo entumecido, agobiado de amor por ella. Y aunque los monjes sigan cantando con el deseo de todos los males. Ni muerta se la olvida.
“Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas”. ¿Qué clase de persona deja ese último mensaje mientras agoniza si no está segura de que va a florecer en otro lado?
Eva fue la ternura.
Creo que sanar, volver de algo tan terrible como el cáncer también supone un resurgir, pero para mí no fue el día que hice la última quimio y me subí al taxi llorando, sino cuando llegué a mi casa después de tres meses y me tatué su imagen. No la de rodete tenso ni imbuida en trajes sastre, sino la de pelos ensortijados y cara al viento, ese que quiso colarse por la ventana que nunca más volvió a abrir.
Yo ya no sufro esos calores, pero aprendí que HAY QUE VIVIR HASTA QUEMARSE.