Paula Mónaco Felipe – La Jornada.-
“Estamos acá en Iguala, vinimos a apoyar a nuestros compañeros porque los balacearon”. Fue lo último que Julio César Ramírez Nava le dijo a su madre cuando llamó, a las 23:44 horas del 26 de septiembre.
Había llegado en el grupo de refuerzo, una veintena de normalistas de Ayotzinapa que cruzaron sierras a toda velocidad para ayudar a compañeros que estaban siendo atacados por la policía municipal. Sin dudarlo respondieron al pedido de auxilio, pero poco después de arribar al lugar ocurrió otro ataque. Los disparos llegaban en la oscuridad y nadie sabía hacia dónde correr. A Julio César una bala le atravesó el rostro; murió en la calle.
El orgullo compensa al dolor, dice su madre, doña Berta. Porque le dejó una lección: “Fue a buscar a sus compañeritos a sabiendas de que lo podían matar. Nuestros muchachos iban adelante aunque los mataran porque sabían que sus compañeros venían atrás.
“Es que aquí no son compañeros, son hermanos”. Habla de la solidaridad que existe entre los estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, muchachos pobres que comparten sueños y una vida modesta en el internado.
Cuenta que la vida de Julio estuvo ligada en lo más profundo con esta escuela. Tanto él como su hermanito menor de aquí se mantuvieron. Estando embarazada no le daban trabajo y les salvó la solidaridad de los normalistas: “Los dos niñitos más grandes venían a pedir su comida a los alumnos que no se la acababan. A veces el personal también, un señor que se llamaba don Cele, agarraba sus trastecitos de mis hijos y los llevaba al comedor. Les daba su olla bien llena, hartos pedazotes de carne. También les daban plátanos”.
Crecer con poco
“Mi flaco era un niño callado. Era tranquilo, no le gustaba tener problemas con nadie. Demostraba su alegría pero si algo le dolía solamente él sabía, no le gustaba dar mortificaciones a nadie.
“Aunque necesitara un par de tenis nunca nos exigía. Andaba ahí con su zapatito con hoyo, pero nunca decía ‘mamá cómpreme zapatos, necesito camisas’, nunca. Él no tenía mucha ropa, tendría una diez playeritas.”
Con poco crecieron Julio César y sus tres hermanos, apenas si alcanzaba para comer. Haciendo trabajo doméstico, lavando y planchando ropa ajena Berta los sacó adelante sola, “yo era madre y padre a la vez”.
Eso sí, remarca, “mis hijos han trabajado en todo los que se les ponga enfrente. Julio se iba con los grupos musicales de Tixtla a cargar bocinas y equipo. También iba a limpiar la milpa en Atliaca, a abonarla y a regar. Ha chaponado, ha trabajado de peón de albañil, con las computadoras en un café Internet y en la feria de Chilpo en diciembre”.
Como todos aquí quiso estudiar en busca de un futuro mejor. Y aunque recién estaba en el segundo año, tenía muchos planes. Quería prepararse y ya tenía destinado el primer sueldo: “con el vamos a comprar un terrenito para que ya no andemos rentando”, le dijo a su madre.
“Es que no tenemos sala, no tenemos sillas, no tenemos comedor, no tenemos colchones ni camas buenas”.
De pie
Doña Berta no entiende la indiferencia de algunos habitantes de Iguala, porque al ver en la prensa la foto del cadáver de Julio no pudo dejar de fijarse que a pocos metros había un portón cerrado. “¡Hay qué gente que no tuvo el corazón de abrirles la puerta! No nomás por mi muchacho, por los demás. ¿Por qué no les abrieron la puerta? ¿Por qué no los dejaron entrar? ¡Ellos estuvieran vivos!”.
Llora, pero enseguida se repone. “No hay de otra, hay que seguir. Aunque nos hayan destrozado el corazón hay que seguir adelante”.
Desde el asesinato de su hijo, doña Berta ha pasado días y noches en Ayotzinapa. Va a las marchas, viajó a la capital del país y se dedica a respaldar a los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos.
Levanta la voz y habla fuerte ante quien sea, como ocurrió en la única reunión de familiares con el presidente Enrique Peña Nieto. “Yo le dije al presidente: ustedes protegen a los asesinos. Y a nuestros hijos ¿quién los protegió cuando los agredieron y cuando los policías les quitaron sus carteras y sus celulares a los que estaban vivos? ¿Por qué se siguen haciendo que los están buscando y no hacen nada? No quieren darnos a nuestros muchachitos porque no les conviene, no quieren que tengamos elementos para acusarlos. No quieran engañarnos y usted Peña Nieto es el responsable. Y yo exijo, no le pido, le exijo que nos devuelvan a nuestros muchachos”.
Cuando apenas había recibido el cuerpo de su hijo, a Berta le ofrecieron dinero del “alto gobierno” de Guerrero. “Yo no tengo precio y mi hijo no tenía precio”, les respondió. Seguido envió un mensaje de regreso: “Yo no le voy a dar la puñalada por la espalda a nuestros compañeros, voy a estar con ellos hasta las últimas consecuencias. Si mi vida quieren para devolver a nuestros hijos, se las doy con gusto, porque Julio dio la suya por sus compañeros. Al gobierno dígale de mi parte”.
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