Leandro Alba – Cosecha Roja.-
Cada vez que Federico Cabrera Ruíz llegaba a una celda nueva, los penitenciarios lo recibían a los golpes. Así vivió durante los casi cuatro años que duró su detención. El pecado era doble, estaba preso por un supuesto robo y había declarado en contra de la Policía Bonaerense. El castigo se dividió en cuarenta mudanzas: pasó por 25 de las 54 instituciones de reclusión de la Provincia de Buenos Aires. A partir de su caso, los organismos de Derechos Humanos comenzaron a hablar de una nueva forma de tortura, tan silenciosa como eficaz: el traslado.
Bolón, como lo apodaba su familia, murió en libertad. El 14 de mayo de este año, un grupo de desconocidos llegó a su casa de la localidad matancera de La Tablada y le disparó. Un mes antes del asesinato había denunciado amenazas. La causa está en la Fiscalía de Homicidios de La Matanza a cargo de José Luis Marotto y hay un solo imputado por el crimen.
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Cuando Federico llegó a la comisaría octava de Tapalqué y Quintana, en la localidad de Lomas del Mirador, en La Matanza, tenía mucho por aprender. Con el correr de las semanas se enteró que durante la dictadura había funcionado el centro clandestino de detención “El Sheraton”. Después aprendió (había escuchado hablar a algún abogado sobre el tema) que había un fallo de la Corte Suprema de 2005 que ordenaba “terminar con el uso de las comisarías como espacios de detención”.
Lo que nunca sospechó es lo que iba a vivir dentro del calabozo. “Federico presenció una tortura”, dijoa Cosecha Roja Pablo Pimentel, presidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. “La víctima tenía las características de Luciano Arruga. Durante la investigación, esa posibilidad fue descartada. Pero nosotros planteamos que, entonces, hubo otra tortura. Esto habla de una metodología diabólica”, contó.
Lejos de esconderse en la comodidad del anonimato, Cabrera no se calló. Prestó testimonio en la causa que (por aquel entonces) investigaba el paradero de Arruga. “Las palabras de Federico daban cuenta de una práctica sistemática en aquella comisaría. Desde el momento en que habló, comenzó una persecución que nunca cesó y que se tradujo el recorrido obligado por gran parte de los calabozos bonaerenses”, dijo Pimentel.
En este misma línea, Alejandro Bois, uno de los abogados de la APDH que acompaña la causa, dijo a Cosecha Roja que “nunca se le dió crédito a las palabras de Cabrera”. “Muchos decían que Federico había prestado declaración para conseguir algún beneficio. Pero si seguimos su derrotero, vemos que sucedió todo lo contrario”, explicó.
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El taco de madera retumbaba en los pasillos del penal. Eran pasos seguros, decididos, pesados. Del otro lado de las rejas el eco zumbaba amenazante. Uno de los presos se levantó alarmado. Dejó una revista de tapas desteñidas y se cubrió el torso con algo parecido a una camisa. Otro se hundió en el fondo de una maraña de frazadas, colchones y pulgas. A medida que los pasos se hacían más cercanos, sonaban firmes, punzantes, hostiles. Por cada metro que avanzaba se oían las palmadas, los saludos, las rejas que se derretían.
Bolón se la veía venir. Hacía como una semana que no lo molestaban. Era mucho tiempo.
– ¡Cabrera!- explotó una voz carrasposa y limada por el ejercicio de dar órdenes.
Se rió en soledad. Le hubiese gustado codear a alguien, porque cuando la injusticia es compartida es menos injusta.
– Cabrera ¿me oye?- volvió a disparar la voz grave.
– Sí, señor – Bolón se escuchó a sí mismo. Hacía días que no hablaba. Sintió el sonido como un eco lejano.
– Vístase que se va. Otra vez.
Ese “otra vez” sonó como un tiro. Bolón hubiese querido largar todas las lágrimas que entraban en los pocos metros de aquella celda de aislamiento, en la que apenas cabía. Se echó a un costado. Pensó en aquella noche de enero, en los gritos desgarradores que volvían, en por qué tuvo hablar.
Un breve chirrido de las puertas metálicas ofició de saludo y fue el preámbulo de un nuevo repiqueteo de tacos. Los pasos se alejaron.
Caso testigo
Mientras recorría cada penal, una carpeta con su nombre visitaba decenas de despachos judiciales. Las tapas alguna vez fueron verdes, las páginas se volvieron amarillentas y la historia de Cabrera se convirtió en un “caso paradigmático”. Así lo confirma el informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y la Comisión Provincial para la Memoria (CPM), que llegó a la Comisión Internacional por los Derechos Humanos (CIDH) y en el que se detalla el estado de las cárceles bonaerenses. El texto de marzo de 2011 da cuenta del “traslado constante como método de tortura”.
Desde que Cabrera se presentó como testigo hasta que el material llegó las autoridades internacionales – el 28 de marzo de 2011-, el joven “fue trasladado constantemente y alojado en, al menos, 25 unidades de las 54 que hay en la provincia de Buenos Aires (en varias de ellas estuvo en reiteradas oportunidades), sumando 40 traslados”.
Según el análisis, el problema más grande del sistema carcelario radica en la superpoblación. “Hay 10.000 detenidos que tienen domicilio en el conurbano bonaerense y están alojados en el interior de la provincia, a grandes distancias de su núcleo familiar (entre 300 y hasta 700 km). Las plazas en el conurbano son muy inferiores a la cantidad de detenidos de dicho territorio”.
En el informe, Cabrera vuelve a aparecer como “un ejemplo” de la situación “de testigos en las causas por torturas u otro tipo de delitos denunciados en el encierro”. Las conclusiones son lapidarias: “Preocupa que no se haya diseñado un mecanismo que permita buscar alternativas que brinden protección a quienes están en una doble situación de vulnerabilidad”.
La vereda del sol
– Quiero trabajar con ustedes, quiero caminar por la vereda del sol- dijo Federico con la mirada perdida en algún punto del edificio de la vieja sede de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de La Matanza.
Pablo Pimentel lo recorrió con la mirada. Estaba sorprendido. La última vez lo había visitado en la Comisaría 43 de González Catán, Federico estaba muy desmejorado. Aquella tarde, en una celda con olor a desinfectante barato y manchas de humedad que se disputaban la última porción de pared, Pimentel le había hablado de cambiar, de transformarse. Sin saberlo, esa conversación fue clave para el muchacho.
– ¿Cuándo te largaron, Fede?- le dijo mientras repetía su reflejo de llevarse al pelo hacia atrás con las manos.
– Hace unos meses- le devolvió Bolón, mientras hacía el esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas.
– Contame y vemos qué podemos hacer- Pimentel se adelantó, en sus pensamientos, al pedido de Federico. Analizó con quién podía hablar para que le consiguiera alguna changa que le permitiera tirar durante los primeros meses.
– Necesito una pala y una carretilla. Quiero limpiar el barrio. Quiero pedirle perdón a la gente-. Bolón hizo una pausa y juntó sus manos, como una visera, para taparse la cara del agresivo sol. Mientras achicaba los ojos se hacía más grande su sonrisa. La libertad le sentaba bien. -Me gustaría -continuó- que mi mamá tenga un baño. Quiero que mi barrio tenga todo lo que tiene que tener.
Desde aquel día, la APDH comenzó a trabajar en la urbanización de Villa Alberti, al igual que lo hizo con la Villa Palito (hoy Barrio Almafuerte). Y Bolón, con la ayuda de la pala y la carretilla, se encargó de transformar un terreno abandonado en una plaza.
Una muerte anunciada
Federico se pasaba horas conversando con los pibes de su barrio. Les hablaba de transformarse, de cambiar, de la vereda del sol. Quería hacer algo por esos muchachitos que el paco se devoraba y que de un día al otro desaparecían de las esquinas. Pero para otros se había convertido en un tipo molesto.
Cabrera había visto tantas injusticias durante su encierro que no podía tolerar una más. “En enero de este año se encontró con que un tipo estaba golpeando terriblemente a su pareja. Él intercedió. Después se dio cuenta que el agresor estaba apañado por la policía y cuando quiso hacer la denuncia se encontró con que el tipo ya la había realizado y, además, había tergiversado los hechos. Ahí comenzó el ensañamiento”, contó Pimentel.
Todo volvía a empezar. Para intentar recuperar esa paz que había imaginado en el encierro, Pablo lo acompañó a realizar la denuncia en la Fiscalía General de La Matanza, a cargo de Patricia Ochoa. Cabrera reclamó protección, Pimentel exigió garantías y Ochoa pidió tiempo.
Las amenazas se fueron juntando con las semanas y engordaron el informe de hojas amarillentas. La policía lo paraba en cualquier lugar. El 14 de mayo le dispararon once veces desde una moto. Cuatro tiros le dieron en el cuerpo. Bolón estaba en la puerta de su casa (ubicada en la calle General Ocampo, en La Tablada). Sintió los estruendos y se derramó. Solo quedó el rastro de la goma quemada sobre el asfalto, el intenso e inconfundible olor a pólvora y la sangre. Unas pocas horas después de la muerte, Pimentel llegó al despacho de Patricia Ochoa, para decirle que quería formalizar una denuncia por una muerte que había anunciado un mes antes.
“A Cabrera tampoco le dieron crédito por las amenazas que había recibido por parte de la policía y del actual imputado, David Vivas, que tiene un hermano en la Policía Federal. Por todas estas cuestiones y por el accionar de la Policía Bonaerense durante la investigación, hay una causa abierta en Asuntos Internos. Las responsabilidades no terminan en un solo lugar. Fue una muerte anunciada”, dijo Bois.
El crimen cambió la rutina de los funcionarios judiciales. Debieron buscar aquella carpeta, retirarle cuidadosamente el polvo e incluir algunos datos. No mucho más. Los diarios le dieron al hecho un pequeño lugar, prefirieron hablar de “un confuso episodio”.
Nadie supo que Cabrera se había adelantado a su final. Ni que ese día, el último, pensaba recoger las hojas secas de su plaza. Tampoco supieron que no alcanzó besar a su hijo, ni que necesitaron varias balas para arrancarlo de la vereda del sol.
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