Alfredo Srur nació en 1977. A los 20 años comenzó a fotografiar su casa, el barrio y los amigos de Los Ángeles, California, la ciudad donde vivía. Inició cursos de fotografía en Estados Unidos que luego prolongó en el Fotoclub de Buenos Aires. Formó su oficio como fotógrafo dentro del periodismo. Viajó, conoció culturas lejanas y cercanas, ganó becas, y publicó sus trabajos en Argentina, México, Perú, Paraguay, Colombia, España, Italia y Francia. Sus trabajos fueron expuestos en salas de Buenos Aires y en muestras colectivas internacionales internacional. “Geovany no quiere ser Rambo. Una historia de Medellín”, es su primer libro.

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La fe de los conversos al universo de la luz

(Prólogo del libro “Geovany no quiere ser Rambo. Una historia de Medellín”)

Cristian Alarcón

Alfredo Srur comenzó en Hollywood. A los 19 años Srur vivía solo en el este de Los Angeles, cerca del Down Town, en un edificio con algunos vecinos yonquis. Una vez uno de ellos dejó el gas abierto y casi acaba con las primeras imágenes de nuestro amigo. Entonces, plenos noventa, Alfredo quería estudiar cine en la UCLA y pensaba hacerse de una beca jugando al fútbol, que parece ser, se le daba como sacar fotos. Hizo un esfuerzo exagerado en un partido con mexicanos, y se jodió una pierna. Su sueño americano se hizo trizas. Permaneció como oyente infiltrado en la UCLA apenas unos meses, los suficientes para aprender a manejar una cámara de 16 milímetros, una vieja Arri Flex que lo deslumbró. Su idea era ser cineasta, o documentalista. Le gustaba la fotografía pero no era aún su decisión. Como a un segundo deseo oculto, lo esperaba agazapado la fe en la imagen fija, la conversión a un arte en el que permanecería luego como un monje. Su tarea tiene algo de la consagración religiosa: quizás por eso en fotos como las de Geovany no quiere ser Rambo se pueda notar el aura de un cuerpo decapitado que se eleva en el aire, cierto desborde esotérico que lo vuelve cierto.

Para ganarse unos dólares el joven Srur hizo de che pibe en un teatro de negros, en la esquina de un gimnasio en el que se entrenaba Miky Rourke (en su peor momento). Uno de los actores lo hizo su amigo y  lo llevó a un local en el que se vendían sobrantes de películas, los restos de la industria. Allí conocio a un Ralph, un enorme chicano que le tomó cariño. El material que transaba Ralph a un cuarto de precio, era lo único que los estudiantes podían comprar si querían filmar sus cortos. El enorme Ralph le presentó a un vecino de los proyects de East LA. El hombre tenía ya la idea fija: filmar a sus compañeros de una pandilla de chicanos para tratar de entusiasmar a algún productor. Alfredo se entusiasmó. Para eso tenía la Arri Flex. Hizo las primeras tomas de jóvenes pandilleros en movimiento. Les quiso captar la caminada, el porte, la actitud del arrabal latino durante semanas. Hasta que por fin le presentaron al líder. El jefe de la pandilla lo encaro con un desafío: como este latino era un argentino debía jugar bien al fútbol. Pero Alfredo tenia la gamba destruida. El jefe lo emplazo: cuando te cures, si estoy vivo, entonces vienes y te ponemos de nueve.

Srur no logro terminar ese trabajo. A mediados de año la migra lo detuvo. La visa que le había le había vencido. Era un ilegal. Lo deportaron. Las imágenes de aquella iniciación temprana quedaron en manos del chicano que lo había incitado a filmar. Srur llego a Buenos Aires en febrero de 1998. Lo conocí casi dos años mas tarde. Volvíamos de una nota con el fotógrafo Gonzalo Martínez. Gonzalo me dijo: hay un pibe que quiere que escribas la historia de sus fotos con una pareja sadomasoquita. Sonaba bien. El tal Alfredo llevaba seis meses siguiendo la vida de Kelly y su novio, el taxista José Luis. Era un amor extaño pero fuerte, en el que ella había aprendido a ser dominatrice, y él su esclavo. Alfredo me llevó al departamento, donde solían hacer las sesiones de S/M. Me contaron su historia, y así, con velas derretidas derramándose sobre el torso del amante envuelto en cuero, debutamos en Pagina/12 un domingo. Siguieron años de trabajo juntos. Un reality show porno, un encuentro de paracaidismo en el fin del mundo, y al fin, en San Fernando, la villa del Frente Vital, donde Alfredo se quedo ocho años para construir una obra inmensa sobre los pibes chorros y su mundo familiar y sensitivo.

Apenas comenzábamos en la Villa 25, y en la San Francisco, cuando Alfredo viajó a Colombia con la obsesión de convivir durante un tiempo con una pandilla de Medellín. Fue becado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano –FNPI– a un taller de fotografía en Cartagena, donde terminó exponiendo su trabajo con las presas de un penal en los pasillos de la misma cárcel. Todo aquel que supo que ese jovencito pretendía internarse en las comunas de Medellín le dijo que era una locura. En el 2001 la ciudad estaba envuelta en una guerra por el control de los territorios. En Los Balsos, el corazón del Sector Popular 1, una de las partes más altas de la Comuna Nororiental, los vestigios de una pandilla que tenía el nombre de su jefe muerto, conocido como Rambo, intentaban sobrevivir con las pocas armas que habían quedado. Los Rambos eran acechados por Los Triana, paramilitares que intentaban sumar a las pandillas debilitadas o eliminarlas.

Alfredo llegó a la Comuna gracias al contacto que le dio el gran cronista Alejandro Castaño, que por esa época era redactor del diario El Colombiano. No necesitó mas. Aunque Alejandro le advirtió que no podía responder por su seguridad, que el riesgo era demasiado, Alfredo se instalo allí. Conoció a Giovanni en la estación del metro del Centro (años más tarde de la misma manera me encontraría con el personaje gracias a las gestiones de Srur). Geovany lo llevó a su casa, le presentó a su familia. Alfredo subió los siguientes tres días en bus, hasta que Geovany lo invitó a quedarse a dormir en su casa. Las imágenes de este libro son las de las tres semanas que Alfredo Srur convivió con Giovanni. Y las de las tres noches que salió en la camioneta del CTC, el equipo de la fiscalía que ante cada muerte recorre a las calles de la ciudad, los últimos rincones de las comunas, para levantar los cadáveres.

Aunque en esas incursiones nocturnas al horror Alfredo registró las escenas más cruentas de la guerra, lo que después de años ha primado en este ensayo magistral está lejos de la instantánea de la violencia. Su existencia junto a Geovany es de tal intensidad que las imágenes nos regresan la experiencia vital de los sobrevivientes del caos. En Srur hay un territorio que escapa a las delimitaciones geográficas que la misma guerra imponía a Los Rambos. Habían quedado recluidos en una cuadra de casas de material y techos de tejas, un estrecho que continuaba veinte metros a la vuelta de la esquina derecha. En la esquina izquierda comenzaba el feudo de los enemigos. Como ese pequeño pedazo de Medellín era un promontorio con una vista panorámica Geovany y sus amigos gozaban del privilegio del observador: podían atisbar el movimiento de los otros; alcanzaban a mermar el riesgo con los ojos bien atentos, con los oídos entrenados en distinguir el calibre, la distancia  y el poder de los disparos ajenos.

Geovany es de los Rambos, pero no quiere ser Rambo, descubre Alfredo. No lo sabe porque haya apretado cientos de veces el gatillo de su cámara en tiempos en que no existía la tecnología digital. Lo sabe por que cuando caía el sol se quedaban en el balcón de la casa tomando café y conversando hasta la madrugada. Este ensayo está lleno de un texto que se habló durante noches y noches. Allí están, al final del libro, las cartas que el pandillero zapatero le escribió al fotógrafo: me tocó llevármelas de la Comuna cuando visite a Geovany. Las traje a Buenos Aires en un sobre abierto. No me atreví a leerlas, aunque la curiosidad me apremiaba. Alfredo decidió al fin incluirlas en este relato. Son necesarias. Allí se puede leer la pasión de Geovany. Aquello que lo hace diferente, vivo entre los muertos. Poco después de que Alfredo dejara Medellín mataron a cuatro de los jóvenes con que convivió. Y Geovany sigue vivo. Geovany no quería ser Rambo, quería ser zapatero. Y hoy es zapatero. En Medellín volvió a calentarse el parche, como dicen los paisas. Pasaron tiempos de merma, de reacomodamientos. Los Rambos se disolvieron. Los paramilitares coronaron. Y las bandas volvieron a pelearse por el control del negocio, de las calles, de los sicarios. La familia que Alfredo retrató, sigue allí.

Ese tiempo vital que estas imágenes expresan es el que persiste. Eso es lo que persiste en el trabajo de Srur. Esa persistencia es lo que alimenta de algo extraordinario su trabajo. La que lo llevó a quedarse hasta que sintió miedo en el Sector Popular 1. Cuando visité el barrio, después de dos días de conversaciones, fue el mismo Giovanni, antes de entregarme la correspondencia para su amigo, el que me lo contó. Lo hizo con más detalles que los que le dio a Alfredo el día que le avisó que si no partía enseguida le robarían las cámaras. A Alfredo jamás le dijo que estaba sentenciado a muerte. Los de la otra pandilla lo habían reconocido esa tarde que acompaño a Sandro – el hermano de Giovanni que hacia de payaso en las fiestas de Halloween–  y luego, alguien los había informado: por las noches ese argentino amigo de los Rambos salía a patrullar con la CTI. Mala cosa; había que bajarlo.

Alfredo salió de Los Balsos ya tarde, y regresó a Buenos Aires con los rollos que había gastado en ese viaje en el que dejó su primera juventud. El tenía 24 años. Giovanni solo 25. Alfredo era un pibe, diríamos en la Argentina. Giovanni un hombre grande, un veterano. Alfredo tiene ahora 32, Giovanni llegó a los 33. Se hablan. Se llaman. Suelen ayudarse. Alfredo lo mantiene al tanto de su vida. Giovanni también. Cuando quiero saber cómo andan las cosas en las comunas de Medellín no tengo más que preguntarle a Alfredo. Porque estas fotos, aún aquellas en las que sus protagonistas ya están muertos, siguen hablando. Le ponen palabras y significado a la guerra. Impiden que nos creamos que vivir en la zozobra es vivir en el salto de mata. No es la guerra urbana una trinchera bombardeada. Es algo más complejo que eso. Los que la viven la sobreviven. Y pueden tenderse en los brazos del otro –como Giovanni en los de su mujer, Norma– a descansar, sobre tres sillas que hacen las veces de cómodo sillón. Aunque la lente de Alfredo sea mágica y a algunos esa imagen le parezca algo demasiado parecido a la agonía de un herido.

Quizás entonces Srur no lo sabía, pero el trabajo que continuó a éste, en su búsqueda en los territorios y los jóvenes, se llamó, precisamente, Heridas. Su enfoque distorsionado por momentos, su perspectiva sorprendente, la luz de las casas paisas al dejar el barrio, al partir de la ciudad, la expresión de los deudos, la de los muertos, es algo más que una fotografía. La creencia de Srur en el otro, su fe en la misión del artista lo hacen de una transparencia luminosa que hace pensar en las elevaciones por fuera del mundo. Su realismo no es el de sus maestros: no podía decirse que en él hay algo de Weegees, aunque el hombre que hizo del retrato policial un arte sea un escalón para llegar al cielo.  Y quizás tampoco del Robert Frank más beat. La mirada de Srur es de una territorialidad hecha de pasión amorosa. Es eso lo que ha tenido con sus personajes. Un largo romance de cartas gastadas. Y para que eso ocurra hay que tener fe. Elevarse por encima del mundo, como si la luz nos pudiera transportar.