Emiliano Ruiz Parra- Gatopardo.-
Gregorio Jiménez inició su carrera de fotorreportero de manera espontánea y con muy poca formación. Era una manera de ganarse la vida pero respondía también a una necesidad de contar lo que sucedía en Veracruz, su estado. Fue ganando experiencia y se convirtió en un reportero estrella de nota roja que ganaba exclusivas a sus colegas. Pero su trabajo le trajo enemigos peligrosos. Hace un año, fue secuestrado, torturado y asesinado. Su caso —que desató la indignación de sus colegas en todo el país— es una prueba más de la peligrosa situación que viven los periodistas y de las amenzas contra la libertad de prensa en Veracruz.
El canto de la sirena
Hacia las 10 de la mañana del 5 de febrero de 2 014 la noticia era viral: un comando había secuestrado al reportero Gregorio Jiménez de la Cruz unas horas antes en su domicilio de Villa Allende, en Coatzacoalcos, Veracruz. La Red de Periodistas de a Pie y otras organizaciones pro libertad de expresión encendieron las alarmas en las redes sociales.
Conforme transcurrían las horas y los días, periodistas de América Latina compartían selfies en donde aparecían con el letrero #QueremosVivoaGoyo. Reporteros de Coatzacoalcos salieron a las calles a marchar, incluso dos veces por día, para reclamar la búsqueda de su compañero. La presión internacional apuntaba al gobernador Javier Duarte de Ochoa. Durante su mandato, que empezó el primero de diciembre de 2010, habían sido asesinados nueve periodistas. Desde las redes sociales se mantenía la esperanza de salvar a Gregorio de convertirse en la décima víctima fatal de la censura en Veracruz.
Periodista del sur de Veracruz: “Nosotros queríamos salir a buscar a Goyo pero esto es una boca de lobo”.
Cuando oía el canto de la sirena, Gregorio Jiménez de la Cruz dejaba de hacer lo que estaba haciendo, agarraba su cámara fotográfica y montaba su motocicleta Aprissa. Salía a perseguir una patrulla o una ambulancia por las calles de Villa Allende (un suburbio obrero del municipio de Coatzacoalcos, al sur de Veracruz, en la costa del Golfo de México). Al final del camino aguardaba su recompensa: un choque con heridos o muertos, un cadáver flotando en la playa, el charco rojo de una balacera.
Gregorio disparaba su cámara EOS Reflex Canon antes de que los agentes cogieran los cuerpos o pisotearan la sangre. Conversaba con los policías y se enteraba de nombres y hechos. Treinta o 40 minutos después llegaban los periodistas. Era demasiado tarde para ellos: los cuerpos sin vida ya estaban en bolsas y se les había escapado la fotografía. Pero ahí estaba ese hombre grueso y taciturno, de cabello crespo y bigote recortado, dispuesto a compartir las imágenes de su cámara sin pedir nada a cambio.
Los reporteros de nota roja difícilmente llegaban a tiempo a Villa Allende. Hay que montarse en una lancha para cruzar el río Coatzacoalcos o dar un rodeo hasta el puente del mismo nombre, pero es un puente impredecible, que cierra sin previo aviso por mal clima o reparaciones. Ahí, junto a la patrulla o la ambulancia, aparecía este fotógrafo de bodas con las mejores imágenes en la memoria de su cámara.
Esa historia llegó a los oídos de Ernesto Malpica, director del diario de nota roja En la Red. Le hacía falta un reportero en Villa Allende, un barrio de unos 25 mil habitantes que había sido un pueblito de pescadores hasta 1967, cuando se instaló la planta petroquímica de Pajaritos. En 1982 se sumaron dos plantas más, Morelos y La Cangrejera. A pesar de convertirse en un polo petroquímico nacional, Villa Allende seguía en la miseria. Una buena parte de sus calles carecía de agua corriente, drenaje, energía eléctrica, pavimentación y alumbrado público.
“Yo soy fotógrafo, no sé escribir”, confesó Gregorio cuando lo invitaron a ser corresponsal de En la Red y su diario asociado, el Liberal del Sur.
Los directivos de el Liberal asignaron al reportero José Alfredo Estrella para que lo capacitara. Durante tres meses ambos cubrieron los sucesos policiacos, cada uno por su lado, y se encontraban por la tarde en un cibercafé a redactar su información.
Estrella le decía que sus notas estaban de cabeza: en las primeras líneas aparecían comentarios y opiniones personales y, relegados al final, los datos duros: los nombres de los heridos y los muertos, las fechas. Estrella le enseñó la pirámide invertida —lo más relevante al principio— y las seis preguntas que debía responder: qué, quién, cuándo, dónde, cómo y por qué.
Muchos querían silenciar a Gregorio Jiménez. Empresarios, líderes sindicales y secuestradores se sintieron incómodos por sus notas.
Villa Allende transitó de la delincuencia común a la sofisticada industria del plagio. Cuando Goyo inició su carrera, sus notas trataban sobre pleitos de borrachos, ahogados en la playa, pequeños robos. Pero el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) y los dos primeros años de Enrique Peña Nieto (2012-hoy) vieron un acelerado crecimiento de lo que el gobierno dijo combatir: la delincuencia organizada, el narcotráfico, los homicidios y las extorsiones. En el sur de Veracruz cualquier persona era secuestrable: médicos, ingenieros petroleros, comerciantes, niños, estudiantes, taxistas y transmigrantes centroamericanos. Gregorio lo reportaba en sus notas.
El 5 de febrero de 2 014, Gregorio despertó a las 6:15 de la mañana. En unos minutos estaba al volante de su Chevy Monza blanco. Condujo al Colegio de Bachilleres de Veracruz (Cobaev) en donde dejó a uno de sus hijos y luego llevó a uno más a la secundaria. Volvió a casa a desayunar.
A las 7:15 de la mañana una camioneta gris con franjas negras frenó delante de la vivienda de Lerdo 111, que no ofreció resistencia al ingreso de cinco hombres encapuchados y con armas: en lugar de puerta había un plafón de lámina sobrepuesto.
“¡Él es el fotógrafo!”, gritó uno de los atacantes. Otro lo encañonó en la cabeza y un tercero lo amagó con un cuchillo en el abdomen. La escena la atestiguaban Carmela Hernández, esposa del periodista, y sus hijas Cindy y Flor.
Flor de Alhelí encaró a uno de los hombres.
—¡No le hagan nada a mi papá! —pidió.
—No te preocupes, somos los efectivos, no le va a pasar nada —la tranquilizó uno de ellos.
—¡Quítale la cámara, quítale el rollo, quítale el radio! —gritó otro.
Carmela supuso que se trataba de un robo y suplicó que no los lastimaran. Gregorio entregó su Nextel pero alcanzó a ocultar la cámara. Uno de los asaltantes le esposó las manos. Lo subieron a la camioneta y desaparecieron por la calle Gutiérrez Zamora. El secuestro duró menos de cuatro minutos.
Periodista del sur de Veracruz: “Cuatro días antes de ser privado de su libertad, Goyo y yo platicamos sobre la psicosis que se había generado por el robo de niños. Goyo aseguró que no era una distracción, sino que el gobierno estaba bien cuadrado con la delincuencia organizada para que entrara a la ciudad”.
La hechura de un fotógrafo
A mediados de la década de los noventa, la familia de Gregorio Jiménez había emigrado a Cancún en busca de prosperidad. Gregorio recorría las calles en su bicicleta y ofrecía sus servicios como reparador de radios y lavadoras. Si el defecto era menor, lo arreglaba ahí mismo con las herramientas que cargaba en un maletín.
La familia Jiménez se instaló en la colonia Leona Vicario, un barrio obrero a una hora de distancia de la zona hotelera. Llegaron sin un peso, y no pasaron hambre gracias a la caridad de un vecino panadero que les regaló una bolsa de pan y los invitó al templo de la Iglesia adventista. Hasta que Goyo consiguió trabajo, su vecino les regalaba una despensa y algunas piezas de pan a la semana.
Gregorio alternó su oficio de radiotécnico con la reparación de postes de luz. Un día pasó por una casa de empeño y vio una Minolta de rollo. La compró a plazos y empezó a ensayar con sus hijos. Sus primeros retratos salieron sin cabeza. Persistió. Se acercó a una unión de fotógrafos, consultó a los colegas más experimentados y ofreció sus imágenes en pasquines de nota roja. Su primera credencial de la unión de fotógrafos se convirtió en uno de sus tesoros, que presumiría varios años después.
Cuando la familia empezó a ver una modesta bonanza en Cancún, las circunstancias los obligaron a volver a Villa Allende. El papá de Carmela se enfermó y requería los cuidados de su hija (otra versión familiar sostiene que el primogénito se involucró en un problema con la policía y tuvieron que huir). De vuelta a Veracruz, Gregorio se dedicó sólo a la fotografía de fiestas y reuniones sociales. Compró un caballito de madera para retratar a los niños. Su primer trabajo fueron las fiestas a la Guadalupana.
Lector de manuales, Gregorio aprendió a revelar en blanco y negro. Recubría su casita con lona e improvisaba un cuarto oscuro. Hizo la transición a la fotografía digital e invirtió sus ahorros en una EOS Reflex con lente de 300 milímetros y, en abonos, compró una motocicleta Aprissa de 12 mil pesos. Carmela y él montaban la moto y cubrían bodas, quince años y graduaciones escolares. Llevaban un burro pintado como cebra donde se retrataban los niños. Carmela imprimía las imágenes y las ofrecía de puerta en puerta.
Periodista del sur de Veracruz: “Cuando llegó Fidel Herrera, los Zetas se apoderaron de la zona sur del estado. Primero se presentó el secuestro de comerciantes, después doctores, cobros de derechos de piso. Ahora van por los ingenieros y se meten a los complejos petroquímicos a sacarlos”.
Gregorio temía sufrir represalias de Mari Sam, dueña de los restaurantes de lujo Piquitos y Brazao y una de las figuras más prestigiadas de la alta sociedad de Coatzacoalcos. El reportero había descubierto que una casa de seguridad, en donde fueron rescatados dos migrantes centroamericanos, pertenecía a la señora Sam. Era su información exclusiva y había sido el único reportero en publicar la nota y una fotografía el 29 de noviembre de 2013. La firmó con su seudónimo, Pantera, en Notisur. En la declaración ministerial de Carmela Hernández se lee: “No recuerda quién le dijo a su marido [pero alguien] le dijo que se cuidara porque Mari Sam estaba preguntando quién había sacado la fotografía”.
“Huí hasta que me agarró la noche”
Regina Martínez, corresponsal de Proceso en Veracruz, envió un testimonio a la organización Periodistas de a Pie: “La situación para el periodismo en Veracruz ahora es la peor en los últimos 10 años, completamente represiva con el gobierno de Javier Duarte […] La autocensura se ha extendido a raíz de los asesinatos, hay pánico en los reporteros y fotógrafos. Yo vivo el peor clima de terror”. El 28 de abril de 2012 fue estrangulada en el baño de su casa.
Cinco días después del asesinato de Regina, el 3 de mayo, aparecieron los cuerpos de tres fotógrafos: Gabriel Huge, de Notiver; Guillermo Luna, de la agencia Veracruz News, y Esteban Rodríguez, ex colaborador del diario AZ. También se halló el cadáver de Irasema Becerra, del área de publicidad de El Dictamen. Sus restos habían sido arrojados al drenaje del puerto de Veracruz en bolsas de plástico.
Daniela Pastrana, integrante de Periodistas de Pie, escribió el informe Veracruz, el miedo que silencia, en el que cuenta el caso de Miguel Ángel López, que buscó asilo en Estados Unidos. El 22 de mayo dio su testimonio en Austin: “Yo huí hasta que me agarró la noche”. Otro periodista de la entidad, ante la pregunta de “¿qué necesitan?”, pidió una pistola: “No es para defenderme, sino para que no me agarren vivo”.
El 7 de junio siguiente, para conmemorar el Día de la Libertad de Expresión, el gobierno de Duarte creó la Comisión Especial para la Atención y Protección de los Periodistas (CEAPP) y convocó a una fiesta en donde rifó, entre otros regalos, cinco automóviles último modelo y 10 becas para un curso en España con todos los gastos pagados.
Víctor Manuel Báez Chino, editor de la sección policiaca de Milenio Xalapa, ganó uno de los automóviles. Pero no tuvo tiempo de estrenarlo. Lo secuestraron el 13 de junio y un día después apareció su cadáver.
Javier Duarte de Ochoa convirtió a Veracruz en una de las regiones más peligrosas del mundo para ejercer el periodismo. Durante su periodo han matado a 10 periodistas, desaparecido a otros tres y se han registrado más de 130 agresiones a la prensa. Duarte hizo su carrera política a la sombra del ex gobernador Fidel Herrera Beltrán, de quien fue secretario particular, y luego secretario de finanzas. Herrera Beltrán recibió una deuda pública de 3 500 millones. Esa deuda pasó a 34 mil millones de pesos al término de su mandato. En una corte de Estados Unidos, un operador de los Zetas declaró haber transferido 12 millones de dólares a la campaña para la gubernatura, acusación que Herrera desmintió. Unos meses después declaró a la prensa que el PRI estaba “en la plenitud del pinche poder”.
Periodista del sur de Veracruz: “En una reunión Gregorio mencionó que había hecho un organigrama del crimen organizado. Era muy específico en sus notas: mencionaba el grupo criminal y daba nombres”.
El manual de periodismo
Sus bolsillos casi siempre estaban vacíos. Los jueves y los sábados Gregorio Jiménez de la Cruz iba a Coatzacoalcos a cubrir la información policiaca. Se instalaba en el local de la Cruz Roja a esperar las llamadas de auxilio. Luego visitaba el reclusorio y el ministerio público para preguntar por novedades. Regularmente lo acompañaban dos reporteras, que se acostumbraron a empujar su Chevy Monza que casi siempre los dejaba tirados.
Gregorio deseaba que uno de sus hijos cumpliera sus planes de estudiar robótica. Quería darles las oportunidades que a él se le había negado. A Gregorio Jiménez y a sus tres hermanos los había sostenido su abuela lavando ajeno. A los 16 años Goyo era padre de Luis Alberto y pronto llegaron Sandy Bell y Cindy. Una tarde, Gregorio había salido a entregar unas bocinas recién arregladas a un domicilio de Villa Allende. De vuelta a su casa ya no había encontrado a sus hijos ni a su mujer. La buscó durante meses. Su esposa se había instalado en Huimanguillo, Tabasco. Goyo fue por sus tres niños y se los llevó. Nunca volvieron a tener noticias de la madre. De regreso a Veracruz, Goyo cambió pañales y preparó mamilas solo.
Gregorio compraba la fruta en un local de la calle Bonampak. La hija de la dueña era una muchacha morena de 14 años. Gregorio la fue conquistando hasta que Carmela aceptó irse a vivir con él y adoptar a sus hijos como propios. Luis Alberto, Sandy y Cindy desde entonces la llamaron mamá. Gregorio le decía “La Negra”.
El matrimonio con Carmela le dio otros cuatro hijos: Flor de Alhelí, Gregorio de Jesús, Amílcar de Abraham y Suemi Aremí. La pareja había apostado por emigrar a Cancún. Habían conseguido una modesta prosperidad pero un imprevisto familiar los había hecho volver a Villa Allende. En el camino, Gregorio se convirtió en fotógrafo y, ya cumplidos los 40 años, en periodista. Sus colegas lo recuerdan como un hombre taciturno y escrutador. A sus amigas las llamaba “linda” y a los hombres, “mal amigo”.
A sus hijos les enseñó que podían aprender cualquier cosa. Él mismo se ponía de ejemplo: no había terminado la preparatoria pero se había decidido a ser reportero. Lo había logrado con la ayuda de sus amigos, en especial de uno muy joven, vecino suyo, que le había regalado el Manual de periodismo de Carlos Marín. Gregorio leía un fragmento del manual, luego un pedazo del periódico y luego redactaba sus notas.
Gregorio le dio seguimiento a un secuestro que tenía los rasgos de un ajuste de cuentas entre mafiosos: el plagio de Ernesto Ruiz Guillén, “El Cometierra”. Ruiz Guillén era uno de los dirigentes de la Confederación de Trabajadores de México (CTM, brazo obrero del PRI). De acuerdo con los periodistas locales, los líderes de la CTM extorsionaban a los obreros de la construcción, que estaba en auge con la nueva planta petroquímica Etileno XXI. Los albañiles ganaban entre 1200 y 1500 pesos a la semana, y debían mocharse con 100 a 200 pesos con sus líderes sindicales para que los dejaran trabajar. El encargado de recaudar la extorsión era “El Cometierra”.
El 18 de enero de 2 014 un comando de seis pistoleros a bordo de una camioneta gris trató de secuestrar a la cúpula de la CTM en Villa Allende, Roberto Nasta, Leonardo Mendoza y Ruiz Guillén. Los dos primeros escaparon, pero a Ruiz Guillén le dieron dos balazos en las piernas y se lo llevaron. Gregorio publicó dos notas sobre este secuestro. Según sus colegas, Goyo estaba tras la pista de esos secuestradores. Esos mismos reporteros refieren que “El Cometierra” se había enemistado con el jefe de la plaza de los Zetas porque “le había
rascado” a la cuota que debía entregarle a la mafia.
Los cimientos
Gregorio Jiménez desayunaba de pie en la barra de la cocina. Se había impuesto una norma: tomaría los alimentos de pie hasta que su casa estuviera terminada. Le faltaba acabar la cocina, poner las ventanas y gestionar la introducción de agua y drenaje. Anhelaba instalar una tina y nunca más bañarse a jicarazos.
A la vuelta de Cancún había comprado un predio irregular y levantó una tienda de lona con paredes de lámina de zinc y sembró rosales a la entrada. “Su vivienda estaba construida con bolsa negra de basura y cartones sobre un terreno pantanoso en donde salían víboras venenosas y en ocasiones cocodrilos”, me contó uno de sus amigos. Esa casa se inundó y se echó a perder. Gregorio se afanó en construir una de cemento. Empezó por levantar dos cuartos con techo y piso firme. Cada mañana, la familia acarreaba agua de un pozo.
Goyo ganaba unos 3500 pesos al mes de su trabajo periodístico. Sus patrones en los diarios Liberal del Sur, En la Red y Notisur lo consideraban un “corresponsal”, una palabra elegante para disfrazar un abuso: Gregorio no tenía salario en ninguno de esos diarios, sino que cobraba a destajo: 20 pesos por cada nota publicada en Notisur —en donde su trabajo tenía más demanda— y 50 pesos por las colaboraciones en el Liberal y En la Red, pero en estos diarios le habían puesto el límite de 15 colaboraciones al mes.
Ninguno de sus empleadores le daba seguridad social. Después de una insistencia de meses, Notisur le concedió 750 pesos quincenales para sus autobuses. Para colmo, Gregorio debía llevar una meticulosa contabilidad de sus notas publicadas porque sus patrones le esquilmaban unos pesos por aquí y por allá.
—Papi, ¿por qué si no le pagan completo no se sale de ahí? —le preguntaba uno de sus hijos.
—No es tanto por lo que me pagan sino porque a mí me gusta. Es la adrenalina que se siente —respondía Gregorio.
Periodista del sur de Veracruz: “Nuestros jefes nos dijeron que éramos unos pendejos, porque mientras los periódicos chiquitos se beneficiaron con lo de Gregorio, nosotros no habíamos negociado ni un convenio de publicidad con el gobierno del estado”.
Periodistas en misión
Nos reunió la rabia. Un día antes la noticia estremeció al gremio periodístico: el cuerpo sin vida de Gregorio Jiménez apareció en una fosa clandestina, decapitado y con huellas de tortura. Era el décimo periodista asesinado en Veracruz en el gobierno de Javier Duarte.
La noche del 12 de febrero de 2014 nos reunimos dos docenas de reporteros, editores y miembros de organizaciones de libertad de expresión en el departamento del cronista Alejandro Almazán, en la colonia Roma de la Ciudad de México. Sabíamos que debíamos protestar. Los compañeros de Goyo habían salido a marchar en Coatzacoalcos desde el 5 de febrero.
Acordamos convocar a un mitin en el Ángel de la Independencia el domingo 23 de febrero. La renuncia de Duarte a la gubernatura no generó consenso, así que nuestra principal demanda fue exigir garantías al ejercicio periodístico en Veracruz, además del esclarecimiento del crimen. Nos parecía un engaño la hipótesis de la procuraduría veracruzana, que había sugerido que la muerte de Goyo se reducía a un conflicto vecinal sin relación con su trabajo informativo.
Esa noche se gestó un breve pero fructífero colectivo en demanda de justicia para Goyo al que llamamos “Prensa, No Disparen”. Sus dirigentes fueron las mujeres que siete años atrás habían fundado la Red de Periodistas de a Pie. Nos dividimos en comisiones: una de éstas se trasladaría a Coatzacoalcos para expresar su solidaridad con los periodistas del sur de Veracruz, cuyas marchas habían sido acosadas por “halcones” (vigilantes) del crimen organizado. Los directivos de los medios, además, los habían amenazado con despedirlos si se movilizaban.
Un grupo de 16 personas salimos la madrugada del 15 de febrero hacia Coatzacoalcos. En el camino acordamos poner a prueba nuestra hipótesis de que el asesinato se debía al trabajo periodístico de Gregorio y elaborar un informe del caso. Nos registramos en un hotel en donde, nos dijeron nuestros colegas, no seríamos espiados. Desde esa tarde recabamos testimonios. En tres días nos entrevistamos con unos 60 periodistas, además del fiscal de la investigación, Enoc Maldonado, la presidenta de la CEAPP, Namiko Matsumoto y la viuda y una hija de Gregorio Jiménez.
Los periodistas nos dijeron que los acosaban policías municipales, estatales, elementos de la Marina y pistoleros de los cárteles. Los más cercanos a Gregorio temían que cualquiera de ellos pudiera ser el próximo blanco. Se jugaban la vida al hablar con nosotros. Para proteger su seguridad, recogimos sus testimonios sin grabadora y sus nombres se codificaron al azar.
De regreso al DF, el mitin en el Ángel de la Independencia fue un éxito. Cientos de personas se solidarizaron con decenas de reporteros, desde jóvenes veinteañeros hasta la escritora Elena Poniatowska, que dirigió un mensaje. Periodistas se manifestaron en unas quince ciudades del país. La sorpresa llegó al otro día: la mayoría de los diarios nacionales ignoraron la jornada de movilizaciones.
El grupo que había ido a Coatzacoalcos se reunía una vez a la semana a discutir sus hallazgos. El 19 de marzo presentó un documento de 84 páginas en el Museo Memoria y Tolerancia, Gregorio, asesinado por informar. Ahí sosteníamos que la procuraduría veracruzana había ignorado las pruebas que ligaban el homicidio de Gregorio con sus investigaciones periodísticas. Este reportaje está en deuda con dicho informe.
Volvimos a Coatzacoalcos el 27 de abril. María Idalia Gómez y Pepe Jiménez impartieron talleres sobre protocolos de seguridad a 24 reporteros. La jornada transcurrió sin sobresaltos hasta que les presentamos el informe. Hablar de Gregorio, de la crueldad del crimen, de los asesinos y sus encubridores, tocaba los nervios de nuestros colegas. Recuerdo el llanto de uno de ellos, reportero de nota roja. “Yo soy el que sigue”, dijo, “no nos dejen solos”.
Periodista del sur de Veracruz: “Me llegó el rumor de que a Goyo le cortaron la lengua, ¿cómo se interpreta esto? Estoy temerosa. No sabemos si fue sólo contra él o si van por otros”.
“El Cometierra” y Gregorio fueron víctimas de la misma banda criminal. Sus cuerpos aparecieron en fosas contiguas. Pero en las semanas inmediatas a la muerte de Gregorio la Procuraduría General de Justicia de Veracruz impulsó la teoría del conflicto vecinal. La autora intelectual del crimen, sostenía la fiscalía, era su vecina Teresa de Jesús Hernández, dueña del bar El Palmar.
Gregorio había contado en una noticia que, afuera del bar, un hombre había sido apuñalado. Al otro día, el vendedor de periódicos se había parado frente a El Palmar y gritó: “¡Extra, extra!, ¡apuñalan a borracho en cantinucha de mala muerte!”. Teresa de Jesús se había enfurecido tanto que contrató a un comando armado para que secuestraran y mataran a Gregorio. Y le había salido baratísimo: 20 mil pesos.
Aunque parecía una broma, la procuraduría local se aferró a esta hipótesis durante tres meses. La teoría del pleito vecinal era armónica con el resto de las indagatorias sobre atentados a periodistas: sus muertes nunca tenían relación con su trabajo periodístico. La procuraduría de Duarte podía admitir conflictos pasionales, robos, incluso que los reporteros estuvieran coludidos con las mafias. Pero que hubieran sido silenciados por su trabajo informativo, jamás.
La procuraduría era superficial incluso en la indagatoria de su propia hipótesis. Las diligencias apuntaron a que Teresa de Jesús en efecto tenía una relación cercana con el crimen organizado. Su yerno era Sergio Servando Montalvo, ex mando policiaco del municipio de Hueyapan, que devino en jefe regional de los Zetas. El fiscal Maldonado reconoció: “Curiosamente en Hueyapan es donde el yerno de Teresa fue inspector de la policía municipal y una vez que salió de la policía se dispararon los secuestros. La mayor parte de los plagios se realizan en Coatzacoalcos y se cobran en Hueyapan”. Esta declaración se lee en la página 52 de Gregorio, asesinado por informar.
Gregorio Jiménez y Teresa de Jesús fueron parientes políticos. Raúl, hermano de Teresa, fue pareja de una hija de Gregorio. Tras la separación tuvieron conflictos por la manutención de los hijos. Una tarde, Teresa había bebido cervezas, irrumpió en casa de Gregorio y lanzó gritos y empujones: “¿Recuerdas la nota que sacaste? ¡Te la tengo guardada, conozco a los Zetas y te voy a pegar de plomazos!”. Gregorio sabía de la relación de Teresa con Servando y optó por la paz. Promovió ante el Ministerio Público una audiencia de reconciliación y los dos firmaron un acta en la que prometían no agredirse. Teresa le pagó 600 pesos por las macetas que había roto.
Las zonas de silencio
“Si algo me llega a pasar, ahí les dejo el encargo de que aboguen por mí”, le pidió Gregorio a dos reporteras unos días antes de su muerte.
En los crímenes de la mafia los cuerpos son un mensaje. Gregorio fue torturado, decapitado y mutilado. Su crimen pertenece a la estrategia para imponer zonas de silencio. Porciones del territorio nacional viven bajo regímenes de terror. Las mismas bandas del crimen organizado que explotan a la población son las que financian las campañas de los políticos.
La zona de silencio requiere callar a la prensa: ataques con granadas a las redacciones de los periódicos, desaparición forzada de periodistas, éxodos de reporteros amenazados son el complemento de este terrorismo de narcoestado.
Gregorio Jiménez se jugaba la vida a 20 pesos por nota. Se levantaba antes del sol y enviaba unas ocho notas al día. Cuando sus textos tocaban temas peligrosos, su editora le quitaba las huellas de su estilo y eliminaba su firma. Era su manera de protegerlo.
El 28 de mayo de 2 014, el procurador de Veracruz Ángel Bravo ofreció una conferencia de prensa. La policía ministerial, dijo, había tenido acceso a las imágenes de los teléfonos celulares de los inculpados por el crimen de Gregorio. Las fotografías confirmaban que los seis detenidos en efecto mataron al periodista, pero además plagiaron a “El Cometierra” y a una niña que había sido liberada y cuyo plagio Goyo también reportó.
Bravo reconoció por primera vez que el móvil del asesinato pudo haber sido el trabajo periodístico de Jiménez. Sostuvo tres hipótesis: se mantenía el móvil del conflicto vecinal; se admitía que el crimen era para silenciarlo por su trabajo informativo, o una combinación de las dos.
Pero ni las movilizaciones nacionales por Goyo detuvieron la censura criminal en Veracruz. El 2 de enero de 2015 un comando secuestró al periodista Moisés Sánchez Cerezo, editor del periódico La Unión en el municipio de Allende. Alejandro Almazán escribió: “Moisés había denunciado corruptelas en el municipio y, ante la violencia que azota al pueblo, había organizado patrullajes vecinales. Tres días antes de su desaparición un hombre lo visitó para decirle que el presidente municipal, Omar Cruz Reyes, había advertido que ‘le daría un susto'”.
Los periodistas se reagrupan de nuevo. Además de reclamar la presentación con vida de Moisés, exigen que se retire de Xalapa la edición mexicana del Hay Festival. Surgido en el Reino Unido, el Hay convoca a decenas de escritores y periodistas en distintos países “para imaginar el mundo como podría ser”. En Xalapa, sin embargo, Javier Duarte lo aprovecha para lavarse las manos y aparentar un clima de libertad intelectual al mismo tiempo que reporteros aterrorizados abandonan la profesión y huyen del estado. Pero así como algunos se van, otros entran al periodismo. Uno de los hijos de Gregorio me dice al teléfono que pretende seguir los pasos de su padre. Otra más me cuenta que va a estudiar comunicación. Y un tercero trabaja ya en un periódico. A pesar del miedo y la muerte siempre habrá mujeres y hombres que quieran contar historias y desafiar las zonas de silencio.
Segunda ilustración: de Diego Huacuja T. / Gatopardo
0 Comments on "Goyo, en la boca del lobo"