Oswaldo J. Hernández, Plaza Pública.-
A veces –como sucedió hace menos de una semana– los reciben amenazadoramente con leños alzados en el aire. En otras ocasiones es una lluvia de piedras lo que les cae encima. Y más frecuente, una advertencia: “Momento señores, momento por favor. Nosotros no queremos problemas con la Policía. Sabemos que están haciendo su trabajo. Pero nosotros ya llamamos a Juan Zapeta, nuestro alcalde indígena, y él va a venir a aplicar nuestra ley maya. Aquí se hará justicia. Ustedes vayan… vayan con el Estado”.
–Yo no sé, pero las comunidades tienen el número de ese señor (de Juan Zapeta.) Y lo llaman incluso antes de que los vecinos nos llamen a nosotros.
Tras su escritorio, Mota parece un oficial que gusta mucho de su trabajo. Tendrá casi 40 años. Sonríe por ratos y cada vez que puede alza las manos para hacer que sus gestos expliquen mejor las cosas que salen de su boca. Mientras habla, o cuando alguien llega a presentar una denuncia, él se entretiene escuchando baladas románticas de los años ochenta que reproduce desde una computadora. Su oficina, en el interior de la comandancia 71-11 de Santa Cruz del Quiché, es fea, pequeñita, fría, lúgubre, con un foco que emite luz opaca. Por cada turno que rota cada ocho horas, él dice que son solo siete oficiales –“uno en tribunales, otro en el hospital, tres patrullando y dos acá, en la oficina”– los encargados de velar por la seguridad de las 94 mil 700 personas que habitan las seis regiones que tiene delegada la PNC en este municipio ubicado en el Occidente de Guatemala.
Esta noche no es diferente. “Sólo siete”, afirma otro uniformado, más joven, apoyado en el umbral de la puerta de la oficina. Y ya ha empezado la plática, cuando la lluvia sobre las láminas de la comandancia se hace escuchar y Mota, desde un extremo, tiene que alzar un poco la voz para contar varios sucesos frescos, que todavía parecen no terminar de ser digeridos por la mente de este oficial que ha pasado no menos de cinco años en esta tarea.
“Hace ocho días, de noche, llegamos cerca de la estación de autobuses. Tenían a un ladrón amarrado a un poste del alumbrado público”, dice el agente, toma un respiro –presiona un botón para cambiar la canción en la computadora– y continúa: “Yo le dije a mi compañero: ‘¡Vamos a rescatar a ese cabrón!’. Ya lo íbamos a desatar cuando aparecieron cinco señores, de allí nomás, y nos dijeron que el alcalde, don Juan, ya venía en camino. Entonces nos detuvimos y esperamos… Cuando él llegó, primero nos saludó con un apretón de manos; ‘qué tal jefe, ahorita los atendemos a ustedes’, me dijo. Y empezó a investigar de qué iba todo aquel alboroto…”.
Esa noche, bajo la luz del poste que mantenía privado de libertad al acusado, el alcalde indígena celebró un juicio y consultó a las partes afectadas. Una vez que el ladrón confesó, sin mayor presión, entre todos los vecinos decidieron el castigo: cinco azotes en la espalda con la rama de un membrillo, y entre cada flagelo, los consejos de algunos ancianos del lugar, así como el convenio de pagar por lo robado.
Parece en todo caso un desafío. Un duelo que antes de llegar a las últimas instancias de la violencia, la ira o el arrebato, lanza un reto, demarca territorios, reacomoda posiciones y ubica dos escenarios: Aquí justicia, allá… el Estado.
Mota se sonríe de ese caso cuando ya recuerda otro. Se relaja sobre su silla, señala la empañada ventana que da a la calle y exclama: “Acá afuera, ve. Acá se puso grueso…”.
Definir una nación
Cuando en diciembre de 1996, el Estado y la guerrilla firmaron los Acuerdos de Paz, el Occidente de Guatemala fue una de las regiones con evidentes rearticulaciones en políticas públicas, como la administración de justicia, el gobierno local y el desarrollo comunitario. Hoy, en el área es notable la incidencia de tres alcaldías indígenas: la de Sololá, con un interés en lo político; la de Totonicapán, capaz de reunir con un tronar de dedos a miles de personas, debido a su organización y poder de convocatoria; y en Quiché, donde la alcaldía imparte justicia antes que el Estado…
Santa Cruz del Quiché es única por este detalle. Si preguntas en la calle, a cualquier peatón, sobre si sabe lo que significa en este lugar el derecho indígena, seguramente responderá que sí. Que lo ha visto con sus propios ojos. En el noticiario de la tarde de la televisión local. En el parque central. En alguna comunidad. O cuando han tenido un problema que refiere a la impartición de justicia. Resulta un tema muy próximo para ellos, algo cotidiano.
Otro dato es que un buen número de la gente entiende que la justicia maya no es un fenómeno común. Que como todo, cuando se analiza, tiene un trasfondo cultural contundente. Que no únicamente se trata de las pequeñas notas de sucesos que publican los diarios de mayor circulación nacional. Como tampoco linchamientos. Y saben que tiene protagonistas, un escenario político definido, principios y una historia fundamentada.
Lo más común a lo que se refiere la mayoría de personas (vendedores en el mercado, recepcionistas de hoteles, maestros de escuela, el conductor de un tuc tuc, la mesera del Pollo Campero, oficiales de la PNC, fiscales distritales…) es a la emisión del Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, aun si nunca en la vida lo han tenido ante sus ojos. Lo dicen casi como una cuestión de fe, de “ser así las cosas”.
Este Convenio, presentado en Ginebra por la Organización Internacional de Trabajo (OIT), en una conferencia internacional el 7 de junio de 1989, y aprobado internacionalmente en 1991, tiene dos postulados básicos: “el respeto de las culturas, formas de vida e instituciones tradicionales de los pueblos indígenas, y la consulta y participación efectiva de estos pueblos en las decisiones que les afectan”. Fue ratificado por Guatemala en 1997.
Y siendo la justicia maya una parte fundamental de las culturas originales existentes en Guatemala, con este convenio, podía obtener autenticidad dentro del Estado, y en contraste, funcionar en paralelo al concepto de derecho que utilizan las culturas occidentales.
En Guatemala, para entonces, el tema de culturas originales se trabajaba de manera localista. Desde antes de la firma de los Acuerdos de Paz, las partes signatarias ya contemplaban la inclusión de los pueblos indígenas y su derecho consuetudinario dentro de la Constitución de la República. Ambas partes, al pensar en los pueblos indígenas, construirían una “Nación” en base al respeto de los diferentes campos de acción política, incluida la justicia maya, que en conjunto sería validada por el documento que rige todas las normas del Estado.
El panorama, sin necesitar depender ni tener muy en cuenta la existencia y ratificación del convenio 169 dentro de Guatemala, marcaba un punto de inflexión interesante para la historia del país al ser entendido, constitucionalmente, como una región multicultural y plurilingüe.
Pero en mayo de 1999 aconteció una polémica coyuntura, un referéndum nacional donde el tema de pluriculturalidad entraría a debate, desataría enardecidas opiniones, y todo el proyecto de incluirlo como un tópico constitucional, tras revisar los resultados, se vino abajo.
La primera papeleta del referéndum (un papelito de media hoja de papel tamaño carta) consultaba, de modo muy simple y directo, a toda la ciudadanía:
– “Pregunta 1: Nación y pueblos indígenas: Sí / No”.
El resultado fue: 366 mil 591 guatemaltecos dijeron “No”. Y 32 mil 854 que “Sí”.
Lo que no se pudo cambiar, bajo el título de “Definición de nación y derechos sociales” fue este artículo de la Constitución:
Artículo 1. Protección a la persona. El Estado de Guatemala se organiza para proteger a la persona y la familia; su fin supremo es la realización del bien común.
Por este otro:
Artículo 1. De la persona humana y la Nación. El Estado de Guatemala se organiza para proteger a la persona humana y la familia; su fin supremo es la realización del bien común. La Nación guatemalteca es una y solidaria; dentro de su unidad y la integridad de su territorio es pluricultural, multiétnica y multilingüe.
Con 91.8 % contra el 8.2 %, Guatemala negó así precisarse como una “nación” de muchas pequeñas “culturas” definidas…
Ellos, un sistema de justicia
La calle de adoquín, afuera, de regreso a la comandancia 71-11 de Santa Cruz del Quiché, es sumamente angosta y tiene una inclinación de al menos 40 grados. El oficial Reyes dice que allí, en el exterior, hace apenas tres semanas, una turba estaba envuelta en una gritadera. La PNC había capturado a un chantajista y una multitud, molesta, pedía que de inmediato se lo entregaran.
Los oficiales recuerdan ese día cuando los candados y las puertas de madera pintadas de colores PNC (gris, amarillo y azul) tronaban en la entrada de la comandancia. Al sindicado lo mantenían encerrado en una pequeña celda en la parte trasera de las instalaciones. Y los agentes –siete nada más– esperaban, ansiosos, ya sea refuerzos, apoyo del Ministerio Público, el ejército, o lo que fuera; aun si nada, ninguna de las opciones, se entendiera como una salida optimista.
En el mismo momento en que llegaba un escuadrón de antimotines al lugar, las autoridades indígenas y Juan Zapeta se presentaron para reconocer la situación. “Tranquilos señores. Tranquilos, aquí vamos a respetar a según como vaya la ley”, gritó el alcalde a la muchedumbre. Mota dice que con solo estas palabras todos guardaron silencio, se calmaron y las paredes de la comandancia dejaron de “tronar”.
De nuevo, espontáneamente, se definían los campos de acción. “Una justicia” contra “un Estado”: “Ley indígena” contra “legislación estatal”. Y en medio de autoridades y policías, esperando algún choque o una reacción frontal entre los dos extremos, un proceso legal, un estafador y una turba.
“Ese señor se sentó allí donde está sentado usted”, me dice el oficial. (Una banca frente al escritorio del jefe de turno.) Ahí le explicaron al alcalde durante varios minutos el caso del chantajista capturado y con toda la información necesaria, salió a preguntar en dónde estaban los estafados:
“Yo”, “a mí”, “a mí también”, respondieron algunas voces en medio de la aglomeración.
“Vengan entonces”, dijo Juan Zapeta, “vengan que van a declarar”. El mismo oficial Mota Reyes tomó las declaraciones de los estafados, en tanto afuera, la multitud se iba disipando, a medio día, entre las angostas calles de Santa Cruz, sin mayores consecuencias.
–Lo que sucede es que tenemos un convenio con esas autoridades. Si nosotros atrapamos a un acusado primero, ellos no se meten (no se lo llevan). Si ellos lo atrapan antes, nosotros respetamos.
–¿Y ellos juzgan?
–También los juzgan.
–Y la comunidad, ¿tiene opinión?
–Pues como le decía, muchas veces llegamos justo al mismo tiempo en que llega el alcalde indígena. Pero la comunidad ya tiene agarrados a los delincuentes y quieren que se aplique la ley maya. Nosotros esperamos.
–Pero el derecho maya es más complejo que eso.
–Sí. Póngale que uno cuando llega y mira que tienen amarrado a un árbol a la gente, uno lo primero que quiere es ir y ponerlo en libertad. Pero a veces, cuando ya está el juez de paz presente, el MP y nosotros, el mismo capturado nos dice que él es el culpable, que está allí por su voluntad y que lo que quiere es ser juzgado de acuerdo a la ley de sus abuelos.
–Y lo que se pone en entredicho es el Sistema de Justicia Oficial.
–¡Ellos son un Sistema de Justicia! Eso pasa. Y así nosotros nada podemos hacer.
–¿Y el índice de delincuencia?
–Por ejemplo, ya no se escucha de linchamientos a cada rato. Hasta el momento todo ha sido un asunto de coordinación– dice el oficial Mota Reyes, más tranquilo, sin alzar la voz, cuando la lluvia ha dejado de caer.
Tan sólo un vistazo a los datos recopilados por Minugua, establecen que de 1996 a 2002 hubo 77 linchamientos en esta región, con un saldo de 52 muertos y 36 heridos de gravedad. En 2004 –año en que apareció la figura de Juan Zapeta (al que entrevistaremos después)–, el índice de fallecidos por linchamiento, a nivel nacional, descendió a 4, y 50 heridos de gravedad. Y aunque existe un repunte en las estadísticas de todo el país a lo largo de los últimos años, en Santa Cruz del Quiché solo han ocurrido 5 casos, con 1 fallecido, de los 73 que registran los datos de la PNC en lo que va del año 2011 en toda Guatemala.
El Convenio y la Constitución
Unos meses después del referéndum de 1999 que no logró “redefinir” a Guatemala como una nación multiétnica, era inevitable una reacción por parte de diversos sectores y activistas de los derechos indígenas. Y tras largas horas evaluando otras posibilidades para replantear el pluralismo jurídico e introducir los conceptos de conciliación, reparación, pedagogía, agilidad y legitimización propios de la cosmovisión maya, se fraguó una vía de validación para el derecho consuetudinario.
En ese momento habían transcurrido tan solo dos años desde junio de 1997, cuando el Congreso, en una sesión plenaria, ratificó el Convenio 169 para Guatemala. Guillermo Padilla, uno de los abogados especializados en el tema indígena, había analizado, por inclusión y exclusión, dos artículos en la Constitución de la República de Guatemala: El artículo No. 203 que establece la exclusividad de juzgar a la Corte Suprema de Justicia y demás tribunales, y que concluye con una sentencia implacable: “Ninguna otra autoridad podrá intervenir en la administración de justicia”.
En contraste, y con la ratificación del Convenio 169, Padilla y otros juristas como Amílcar y Álvaro Pop, se apoyaron en el artículo No. 46, en la parte de derechos y libertades fundamentales, y que “establece en principio de que en materia de derechos humanos, los tratados y convenciones aceptados y ratificados por Guatemala, tienen preeminencia sobre el derecho interno”. Los activistas lanzaron la propuesta y esperaron.
El 1 de marzo del año 2003, en el Cantón Chiyax de Totonicapán se dio el primer caso resuelto por autoridades indígenas y que, mediante el Convenio 169 y el artículo No. 46 de la Constitución, fue validado por el Sistema de Justicia Estatal. A decir de Padilla, los procedimientos para poder juzgar fueron encontrados en el texto del Título de los Señores de Totonicapán, libro escrito entre 1554 y 1562 en el altiplano de Guatemala. Y este caso, único para entonces, ha servido como un antecedente para explicar el fenómeno de justicia comunitaria, paralela, desafiante y crítica que con cada acción pone a raya y en juego la credibilidad de todo el Estado.
Alcalde, juez y parte
Cuando el teléfono de Juan Zapeta da tono por primera vez, uno no sabe lo que puede ocurrir.
Electo alcalde indígena en tres ocasiones seguidas (desde el 2004, por períodos de 3 años); que ha puesto en evidencia la poca credibilidad que tiene el Sistema de Justicia Estatal en todo el altiplano para intervenir en casos importantes; que celebra juicios de derecho maya apoyado por toda la comunidad en el parque municipal de Santa Cruz del Quiché a plena luz del día; y al que apodan “Juan sin miedo” en otros departamentos por el simple hecho de enfrentarse y cuestionar a gobernadores departamentales, fiscales distritales, policías, asesinos, turbas enardecidas, o delincuentes comunes, uno no esperaría que alguien con esos antecedentes pueda contestar con una voz serena, suave y amable, al otro lado del auricular.
Juan Zapeta vive en una humilde y pequeña comunidad llamada Xisec Segundo. Apenas hay unas 100 casas de adobe diseminadas en una zona boscosa, al lado de un camino de terracería.
Entre su casa y la casa de su hermano Mateo, donde también vive la vicealcaldesa indígena de Santa Cruz del Quiché, doña María Lucas García, existe un pequeño claro de bosque al que ellos llaman su “oficina”. Muchos juicios se han resuelto justo allí, en medio de los árboles de encino. “Aquí los que no entienden permanecen amarrados en lo que investigamos y resolvemos el caso”, dice doña María con una sonrisa.
Juan Zapeta, con un rostro que parece tener un gesto permanente de atención, como en alerta aun si todo su cuerpo indique relajación y tranquilidad, aparenta tener 52 o 53 años de edad. Casi siempre usa un sombrero de paja. Y gusta de dejar crecer su barba en forma de un candado. Su trabajo como alcalde, al igual que doña María, lo realiza sin un sueldo fijo, ad honorem. Sobrevive con lo que la gente le da voluntariamente cuando atiende un caso. A veces son Q30, otras Q50, “para la gasolina de la moto”.
Cuando él no puede atender, cuando hay un caso donde ha sido afectada una señorita, doña María Lucas asciende a tomar las funciones del alcalde. Ella dice que tenía apenas tres horas de nacida, el 4 de julio de 1954, cuando murió su padre por una complicación respiratoria. Su mirada es nostálgica e inocente; sus manos, como se ve cuando está frente al comal echando tortillas, han trabajado muchos años en la tierra. Aunque como advierte: “También sirven para dar chicotazos”. De su vida cuenta –apenas habla castellano– que tuvo que pasar 17 años en la montaña, “eso durante el conflicto armado”, y bajaba cuando podía. “A veces meses o años sin bajar”.
Juan Zapeta, por su parte, también recuerda sus 15 años como militante en el Ejército Guerrillero de los Pobres. Y que antes de ser acusado por su propio tío –un agregado militar– de estar metido en la insurgencia, “sin estarlo”, fue conocido por infinidad de proyectos de educación bilingüe (castellano y k’iche’) en distintas partes del altiplano sin haber cumplido los 20 años de edad. “Eran años en que las personas que teníamos sexto grado de primaria, podíamos educar a nuestros vecinos, a las comunidades. Y poco a poco, educando, tomabas conciencia de las injusticias y la discriminación que vivían nuestros pueblos. Cuando mi tío me acusó de ser guerrillero, me vi forzado a evaluar el panorama. El ejército ya me buscaba, día y noche, y me decidí a ser parte de la guerrilla”.
–¿Las operaciones del ejército en esta área fueron determinantes para convertirse en Autoridad?
–El interés personal es la comunidad. Y en ello se incluye la discriminación y las injusticias que se han cometido en contra de ella.
La historia de estas dos autoridades, como alcaldes de su comunidad, empezó en el año de 2004. Se trató de un esfuerzo que surgió de la Defensoría K’iche’ por recuperar el concepto de “alcaldía” indígena en el municipio de Santa Cruz. Aunque como actores en pro del derecho indígena, ambos, desde 1996, tras la firma de los Acuerdos de Paz, formaron parte de varias instituciones como Red K’iche’ de Derechos Humanos Rech Pa Qatinamit.
Apenas tenían un día de estar en funciones, en junio de 2004, cuando ya estaban de apoyo en un caso con el MP. Y desde esa fecha parecen todavía no haber descansado. Los han amenazado de muerte, enviado mensajes de textos inquietantes a sus teléfonos celulares, rondado sus casas en horas de la madrugada… O como la noche en que estuve en casa de doña María Lucas: llamaron a su puerta al menos en tres ocasiones, dijeron el mismo número de veces su nombre desde la oscuridad, y en cada oportunidad, cuando salía: nadie.
–Yo no tengo miedo. Total, me voy a morir. Yo no tengo miedo. Total… – exclamaba doña María en la oscuridad.
El sistema y la justicia
En tanto se recorren los bien acondicionados pasillos del Centro Comercial en el que han instalado esta extensión departamental del MP, en medio de oficinas vacías, fiscales relajados, secretarias que platican en los corredores –donde solo hablan español y tienen un solo traductor para todo el edificio–, uno, a lo mejor, puede ir armando un cuestionario para esta institución en una hoja de papel.
Por ejemplo: ¿Cómo ve el Sistema de Justicia Oficial de esta región la figura de alguien como Juan Zapeta?, ¿su trabajo tiene en realidad validez para el Estado?, ¿acaso usan como evidencia los juicios que hacen las autoridades indígenas para probar alguna acusación?
Cosas así, por el estilo.
Esta mañana es miércoles, y en los pasillos del MP sucede algo que llama la atención. Doña Magdalena y doña Cruza, ambas madres de dos menores de edad acusados de asesinato, procedentes de la aldea/cantón Panajaxit, han sido citadas a las 11:00 horas en punto en la sala de audiencias de menores. Ellas visten hoy –como se ve– sus mejores trajes; y –como se oye– parece que poco hablan el español. Las acompaña, por eso, en medio de esta burocracia, una de las hijas de doña Cruza como guía y como intérprete.
La intérprete dice “que dicen” que es la primera vez que vienen al Centro Comercial y se sienten asustadas.
Dice “que dicen” también, como dato importante, que su caso ya fue resuelto por el alcalde Juan Zapeta. Por ello saben que sus hijos, respaldados por el Convenio 169, no pueden volver a ser juzgados. Mucho menos por el Sistema Oficial.
Una vez que han logrado llegar al tercer nivel, donde un guardia ha dicho que se encuentra la sala de audiencias de menores, las puertas de vidrio que tienen calcomanías de ositos, carritos rojos, verdes y azules, están cerradas y parece que desde muy temprano no ha habido ninguna actividad. No obstante, hay música sonando dentro. Y parece que, siendo las 11:05, hay que tener paciencia y esperar unos minutos. Pero, como dice una secretaria, “tal parece que la licenciada Cristy ha tenido un problema o una emergencia y ha tenido que ir a la Capital”. Pero no hay problema, indica, “las atenderá un fiscal auxiliar”.
César –como dice su gafete– saluda y se presenta como “César”. La hija de doña Cruza pone al tanto al auxiliar de que el caso ya fue resuelto. “Las autoridades indígenas ya lo conocieron, ya juzgaron”.
–Lo que pasa seño, es que este caso trata de un asesinato –dice el fiscal auxiliar.
–¿No vale lo que hacen las autoridades? –le cuestionan.
–Vale, sí, cuando son casos más domésticos. Cuando se roban una bicicleta, o unas gallinas. Esto se trata de un asesinato. Y el MP aquí sí tiene que intervenir.
–Pero ya hubo una sentencia…
–Lo que pasa seño es que unos cuantos azotes no valen. Así no funciona la ley.
Juan Zapeta y María Lucas al evaluar y conocer el asesinato con la comunidad de Panajaxit, al haber investigado en el lugar, y averiguar que, una noche de hace 6 meses, en marzo, dos muchachos habían estrangulado con un cinturón a otro muchacho luego de beber alcohol, juzgaron y sentenciaron a cada joven acusado, cuando apenas habían pasado tres días del crimen. Si doña Cruza no recuerda mal, “dice que” fueron 13 correctivos (x’ica’yes o azotes con membrillo) y una multa compartida, entre los dos acusados, los hijos de doña Magdalena y doña Cruza, de Q100 mil para ser pagados en un plazo de un año.
La parte acusadora ya había recibido Q10 mil cuando llegó a exigir justicia al Centro Comercial, es decir, al MP.
El licenciado Casimiro Hernández es fiscal distrital del MP de Santa Cruz de Quiché. Si se le pregunta acerca de alguna opinión tocante al derecho maya, él contesta que quisiera ver implementado el Sistema de Justicia Maya a un nivel general, “que impere de la misma forma en que lo hace el Estatal, en toda Guatemala, siempre y cuando esté enmarcado dentro de los parámetros del Convenio 169”. De momento también comenta que lo que se hace es una coordinación. Reconoce además que el Sistema Oficial de Justicia, en este sentido, valida los juicios que se llevan a cabo en las comunidades. Respeta el trabajo de los alcaldes. No está dispuesto a repetir juicios, ni imponer nuevas sentencias. Pero, en lo que el licenciado Hernández no está de acuerdo es en la proporción de los castigos, “debe haber balances entre falta y consecuencia”, dice. “En el caso de un asesinato, por ejemplo, debe haber más consenso”. Y antes de finalizar admite que lo está en juego “es la credibilidad de todo el Sistema de Justicia”. “El derecho maya tiene la ventaja de la rapidez, de la involucración con la sociedad, la confianza”. “En contraste: nosotros tenemos lentitud, manipulaciones constantes de la información… Es digna, necesaria, una revisión exhaustiva de todo nuestro Sistema de Justicia. Pero todo depende de la voluntad política”.
Ahora, casi medio día, doña Cruza y doña Magdalena atraviesan el parque central en dirección, una vez más, del Centro Comercial. El fiscal auxiliar, César, luego de no poder tomar su testimonio a causa de la emergencia de la licenciada Cristina, ha “olvidado” redactar una razón que indique que las dos señoras sí se presentaron, que sí mostraron interés.
“Ya las volveremos a citar”, dice César como despedida…
El método y la crítica
El hombre que al realizar juicios públicos en el Parque de Santa Cruz ha paralizado al MP y Gobernación. Que instituciones gubernamentales lo ven llegar rodeado de cientos de personas y deciden mejor cerrar sus instalaciones y suspender el servicio durante varias horas en lo que él resuelve un conflicto. Al que la PNC incluso le guarda respeto… tiene a bien explicarme algunos de los métodos de justicia.
De hecho, las autoridades indígenas a nivel nacional, coordinadas por el Proyecto de Fortalecimiento Institucional de las Defensorías Indígenas del Instituto de la Defensa Pública Penal, hablan ya de una sistematización para fortalecer las instituciones propias de los pueblos indígenas de toda la República. Únicamente como “estudio y evaluación política de sus costumbres”, pues tienen claro que su Sistema Jurídico no busca dogmatizarse, ni tener un guía específica para resolver conflictos. “Cada caso es único, cada consecuencia también”, comenta Zapeta.
En un encuentro de 2009, por ejemplo, el procedimiento para la resolución de conflictos fue establecido así:
- Se recibe la denuncia, o la autoridad se entera del problema. (Juan Zapeta contesta su celular los siete días de la semana, todo el año).
- La autoridad escucha a las partes del problema. (En Santa Cruz, al alcalde se le ve en su moto roja de un lado para el otro).
- La autoridad cita a la alcaldía a las personas del problema, investiga, busca. (Hubo una vez que se buscaba a una asesinada; fueron al barranco, con el MP, pasaron cinco horas entre cadáveres de animales sin encontrar nada).
- Se escucha por separado a las dos partes (“Hay que ver y conocer la verdad; a veces la verdad no es la verdad de otra persona”).
- Se celebra audiencia con las dos partes (Los vecinos nunca tienen miedo de opinar, acusar y denunciar).
- Se busca el arreglo voluntario, que incluya a toda la comunidad. (“Nosotros pensamos en los efectos, si tiene hijos, si sostiene a su mamá. Si va a la cárcel es contraproducente y nadie velará por su familia).
- Si no se resuelve por la vía voluntaria, el alcalde deberá buscar una solución que beneficie a las dos partes.
- Si son peleas graves, se da un tiempo para resolver. (“Nos tardamos, lo más, cuatro días”).
- Si no hay negociación, si no se logra acuerdo, la autoridad consulta a la comunidad e impone un castigo. (“Los ancianos son los más escuchados”).
- Hay castigos económicos, físicos y morales acompañados de consejos. (La mayoría acepta las condiciones por su voluntad).
La palabra q’atb’altzij, dice Juan Zapeta, se refiere al acto de hacer justicia, y se asocia con la evaluación de la veracidad de los hechos y las personas involucradas en una disputa. “La prioridad número uno –un gran reto, al parecer–, es que nadie mencione la palabra “gasolina”, o “linchamiento”. Y si se menciona, hay que retomar el orden, “explicar que nosotros no resolvemos así”.
El castigo moral se llama k’ixba’l o vergüenza y busca, en el afectado, trastocar el sentido de la comunidad. El consejo es el p’ixab’ y se realiza, por lo regular, por aquellas personas que ya han llegado a cierta edad más allá de los 40 años y tienen una opinión de la vida: los ancianos tienen prioridad.
Y por último, uno de los elementos más polémicos, que mantiene en debate y hasta separados a los líderes comunitarios de Santa Cruz del Quiché: la corrección o azotes con membrillo o chicotazos o, todo resumido como X’icay’s.
Una rama de membrillo, tras una fuerza inducida por un humano, es capaz de zumbar como un chiflido, dice el alcalde, y según la velocidad, dejar una marca por varios días. ¿Derechos Humanos? ¿Violencia? Todo en este tema se le ha venido encima a la autoridad indígena de Santa Cruz.
Los más reacios, los más grandes enemigos de Juan Zapeta en el tema de justicia, habitan espacios de poder muy cerca del alcalde municipal que no pudo reelegirse por estar acusado de malversar Q20 millones, don Delfino Natareno. Son representantes de provincias como el Caserío San José, o la Cofradía de Santa Cecilia, a donde Juan Zapeta y el castigo físico nunca es invocado. Unos de los líderes, consultado en el interior de la Municipalidad de Santa Cruz del Quiché, Felipe López explica que “lo que hace Juan Zapeta no es derecho maya. Nosotros no llegamos a dar chicotazos”.
Resulta que la Municipalidad Estatal cuenta con una novedad, una primicia noticiosa, algo que puede ser entendido como una “Oficina de Integración Multicultural”. Al intentar entrevistar al alcalde municipal –don Delfino– tras pedir audiencia y esperar más de media hora en una fila con el número 11 escrito en un papelito, no quiso hablar. Jony Pineda, el vocero de esta entidad, dice que es una medida única en todas las municipalidades. Pineda tiene un semblante bonachón, es alto, y desde el 2005 trabaja este tema con la autoridad oficial. Dice que el derecho indígena es algo, sin duda, apasionante.
El encargado de llevar a cabo este proyecto, en conjunto con las autoridades estatales se llama Lucas Argueta, líder comunitario que forma parte de la Defensoría Indígena Waxqajib No’j, y que según dice, no le gusta dar entrevistas. También él está en desacuerdo con los métodos que utiliza el alcalde indígena Juan Zapeta: “Es violento; violencia para enmendar violencia. Ponga allí nada más que hay líderes que se oponen a los azotes”.
En el aspecto de pueblos indígenas, ha existido un fuerte apoyo financiero e institucional que proviene de Europa. Es notoria la presencia de Noruega, Suiza, Dinamarca y Reino Unido que, según la politóloga británica, Rachel Sieder, “constituyen esfuerzos internacionales para respaldar los Acuerdos de Paz”. Aunque también entiende que críticos como Mario Roberto Morales, Edgar Esquit o Santiago Bastos denuncian una “oenegización” en el tema de pueblos indígenas desde el año 2000. Es decir que algunos líderes, para subvencionar las asociaciones, responden a ciertos requisitos, ya sea en el marco de los Derechos Humanos, o a como critican otros dirigentes, “la regulación de las costumbres”.
Las defensorías en esta cabecera son tres: Defensoría Maya, Defensoría indígena Waxqajib No’j, con redes a nivel nacional; y la Defensoría K’iche’, solo local.
Las autoridades, Juan Zapeta y María Lucas, no obstante, mantienen cierta independencia en lo que hacen: “Desde nuestros inicios, el elemento de los azotes o x’icay’s fue un tema fuerte, que causó muchas diferencias. Muchos ancianos fueron consultados y narraron que desde pequeños sus padres y abuelos les aplicaron este correctivo. Es una costumbre nuestra, heredada, que tiene cientos de años”, dice Zapeta. Y admite, quizá por la inevitable presión social de distintos grupos de poder, que en octubre se llevará un referéndum a nivel local: “Un consenso”, refiere, “la comunidad decidirá y tendrá opinión sobre nuestros métodos. Ellos serán quienes decidan: x’icay’s o no ya más de este tipo de correctivo”.
El derecho maya, en sí, ha sido a lo largo de la última década un sistema jurídico con una estructura dinámica, propia. El conjunto de elementos filosóficos, teóricos y prácticos, basados en la Cosmovisión Maya se adapta a cada situación en la que interviene. Sieder, en su libro Autoridad, Autonomía y Derecho Indígena en la Guatemala de Posguerra, entrevista a un anciano de la comunidad que dice: “En la cosmovisión maya la persona está constituida por dos energías: positiva y negativa. La energía positiva es la que hay que potenciar, en esto juega un papel importante el sistema de los nawuales en la vida de las peronas, la familia y la comunidad. Corregir las energías negativas que desequilibran el comportamiento de la persona en la familia y en la sociedad, se incia con el p’ixab’. Cuando la persona comete delitos graves su energía negativa deberá ser reparada mediante una reacción fuerte con la aplicación de los x’ik’a’y”.
En el convenio 169, los artículos 3 y 4, promueven el respeto de las propias formas y organización de los pueblos originarios. Y de mayor contundencia, son los artículos 9 y 10; uno de ellos dicta: “Deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros”. Es decir, en tanto el derecho maya no esté reconocido por el Sistema Oficial, será validado por el convenio como una práctica consuetidinaria, aceptada como una costumbre capaz de implementar justicia dentro de los pueblos indígenas, como complemento del Estado.
Doña María Lucas, durante mi visita a su casa, se nota tranquila frente al comal hasta que, cada cierto tiempo, necesita tener conciencia de dónde está su teléfono. Lo busca con la mirada. Revisa que esté cargado y lo vuelve a poner allí, cerca de ella. Y cada vez que suena, corre, por si se tratase de un caso al que tiene que atender. “Esta gente no entiende. No entiende”, dice cuando toma su café. A sus 59 años de edad, solo justifica: “Y si no yo… ¿Quién?”. Se ha ganado el respeto de la comunidad, poco a poco, “con esfuerzo, tratando de ser muy justos”, explica.
–¿Sucedería algo adverso para Santa Cruz si, como ha mencionado Juan Zapeta, se diera la oportunidad y pudiera finalmente descansar, retirarse? –fue una pregunta que le hice al oficial Mota Reyes unos días atrás.
–En lo que nosotros confiamos es en que su figura ya haya marcado un precedente. Una autoridad. Y llegue quien llegue, la continuidad de su persona, sea algo que se herede de manera institucional. Que se respete. Desde las autoridades indígenas y su ley–, respondió sin vacilar.
Pienso en esta respuesta cuando doña María Lucas está corriendo, buscando su teléfono, que no deja de sonar justo a un lado de su comal…
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