Un chocolate, cigarrillos y fósforos: lo que pude traerme de Malvinas

Alberto Ismael Fernández es uno de los 10 mil soldados argentinos que pelearon en Malvinas. Tenía 19 años y recién había arrancado la colimba. Sobrevivió al hambre, el frío y las decisiones improvisadas de los altos mandos. Volvió a su hogar de Casilda, Santa Fe, con los pies entumecidos y lo poco que le dejaron traerse. Dejó algo valioso enterrado en su trinchera que algún día, si vuelve, piensa recuperar.

Un chocolate, cigarrillos y fósforos: lo que pude traerme de Malvinas

Por Natalia Arenas
01/04/2022

El envoltorio dorado del chocolate de taza Godet de 150 gramos tiene una etiqueta con la palabra “Suerte” y otra con un nombre: Verónica. Un poco más allá dos banderitas celestes y blancas. 

Alberto Ismael Fernández nunca supo quién era Verónica. La golosina se la comió hace 40 años, algún día de los más de 70 que estuvo en Malvinas. Uno de los pocos alimentos que llegaron a sus manos de todos los otros que les enviaban y los colimbas nunca recibían. También llegaban cartas anónimas. “Nos daban fuerzas. Sabíamos que el pueblo argentino estaba con nosotros”, dice. 

En su trinchera, ese pozo que cavó él mismo y que durante la guerra fue su resguardo, su comedor, su cama y hasta podría haber sido su tumba, dejó enterrado el Salmo 91 que le mandó su tía Noemí en una carta fechada el 13 de mayo de 1982. Si algún día vuelve a las Islas, dice, lo va a buscar. “Así cerrará mi historia”.   

A su casa de Casilda, Santa Fe, volvió con lo que pudo. El envoltorio del chocolate, varios paquetes de cigarrillos, dos cajitas de fósforos, la chapa de identificación y la ropa puesta. 

-No pude traerme nada más. 

-¿Y qué más te hubiese gustado traerte?  

– La recuperación de las Malvinas. 

***

Alberto tenía 18 años el 5 de enero de 1982, cuando ingresó al Servicio Militar Obligatorio en la Primera Brigada Aérea de El Palomar. Tres meses después, ya con 19, estaba viajando a Malvinas.  

“Nos dijeron que íbamos a viajar al sur, para reemplazar a los que estaban ahí que se iban a Malvinas”, cuenta. El 6 de abril los llevaron hasta Comodoro Rivadavia. A medida que iban pasando las horas empezó a correr el rumor de que los llevaban para Malvinas. 

“Dijimos: Guau, qué bueno, vamos a pisar nuestro territorio por primera vez”, recuerda. “Imaginate: vos tenes 18, 19 años, te dan un fusil, cargadores, estás preparado para la guerra. Tenés todo el entusiasmo y también una responsabilidad. No se te pasa por la cabeza todo lo que nos pasó después”, dice. 

El 9 de abril Alberto y otros 149 soldados, entre oficiales y suboficiales, de la Primera Brigada Aérea de El Palomar llegaron a las Islas. Tenían la misión de custodiar la zona del aeropuerto.

El entusiasmo les duró hasta el 1 de mayo a las 5.40 de la madrugada, cuando cayeron las primeras veinticinco bombas inglesas de 1500 libras cada una. “Ahí nos cambió la vida. Ahí entendimos que la guerra la íbamos a vivir en carne propia”, recuerda. 

Esa noche no durmieron. Y tuvieron la primera y única baja: Guillermo García, uno de los más de 200 soldados argentinos que está enterrado en el cementerio de Darwin.    

Tomaron conciencia de la muerte. Y esa idea de que te pueden matar en cualquier momento los acompañó hasta el último día.

***  

Durante más de 70 días convivieron con tres enemigos: los ingleses, la niebla y el frío. 

La niebla no los dejaba ver. Pero los ingleses sí los veían a ellos. Eran más y con tecnología. “Estábamos a merced de cualquier ataque”, dice. 

Y el frío. Alberto no recuerda un día sin viento. 

De Malvinas también se trajo los pies entumecidos. Un día de junio tenía tanto hambre que sacó de un galpón lleno de comida un paquete de galletitas y un frasco de dulce de leche. Su superior lo descubrió y lo castigó: lo dejó enterrado a la orilla de la playa durante 24 horas.

Los enterramientos y estaqueos fueron castigos habituales en Malvinas, supo muchos años después. “Se castigó en tiempo real durante la guerra. Nos dejaban a merced del frío, el viento y los ingleses. Hubo oficiales que no estuvieron a la altura”, dice.    

***

Mucho cigarrillo, charla y contención entre los colimbas. Eso es lo que recuerda Alberto que hacían en los pocos momentos en los que no había alerta roja. “Lástima que no había celulares para mostrarnos fotos, pero nos contábamos de nuestras vidas y nuestras familias”. 

También soñaban con lo que iban a hacer cuando volvieran. “Lo único que queríamos era que todo terminase en paz y con las Islas Malvinas recuperadas”, cuenta.

Para los creyentes como Alberto, el rezo se hizo cotidiano. “Uno se tiene que abrazar algo. Yo me abracé a la fe”, dice. Por eso fue fundamental para él esa carta que le mandó su tía con el salmo que llevó como un escudo. Y que algún día desenterrará.  

***

Después de pasar sus últimos días en Malvinas como prisioneros de los ingleses, el 20 de junio de 1982 los 149 de la Primera Base Aérea del Palomar se embarcaron en el Almirante Iriza. Les dieron un sándwich y una naranja. Y, después de 74 días, se pudieron bañar por primera vez. 

Llegaron al puerto de Ushuaia a la madrugada siguiente. Alberto quedó deslumbrado. “De la oscuridad de Malvinas ver esa ciudad luz, esos cerros nevados. Fue hermoso”, dice. De ahí los trasladaron en colectivos a Río Grande. Y después otro avión hasta El Palomar. 

En El Palomar los recibió la banda de música con todos los compañeros que se habían quedado. Y con un desayuno abundante. 

En la base de El Palomar estuvieron unos días más. Uno por uno, los hicieron pasar a un cuarto y les preguntaban si en Malvinas tuvieron algún problema con un oficial o suboficial. Alberto prefirió callar. “Yo lo único que quería era volver a mi casa. Estar en mi cama, en mi patio, con mi perro, mis padres, mis amigos, volver a esa vida normal”, dice. 

Cuando volvió a su casa, su familia, vecinos y amigos lo esperaban con los bomberos. Lo subieron a la autobomba, prendieron la sirena y así saludó a todo el barrio. Como un héroe.  

Al otro día, le pidió a su mamá que le preparara una palangana con agua caliente. “Que sea hirviendo”, le dijo. Todavía tenía los pies entumecidos por aquel día de junio. 

Nadie supo del enterramiento. No se lo contó ni a sus padres, ni a sus amigos, ni siquiera a la familia que armó después. 

Veinticinco años después de la guerra, con un tratamiento psiquiátrico de por medio, noches sin dormir y cientos de charlas en los centros de veteranos que se fueron armando, pudo contárselo a la jueza Mariel Borruto, quien lleva en Río Grande la causa judicial que investiga a un centenar de exmilitares por torturas a soldados de su propia tropa en Malvinas. 

“Todo fue improvisado allá. Lo único que organizaron fue que un grupo esté acá y otro allá. Lo demás, ni ellos sabían lo que tenían que hacer”, dice. 

***

En febrero de este año Alberto cumplió un sueño: volver a “la ciudad de la luz”, Ushuaia. Todos estos años quiso volver para recorrerla. Recién este año pudo hacerlo por el Pre Viaje. 

El viaje ya era movilizante. Alberto sabía que se venían días de emociones intensas. Lo que no sabía es que iba a empezar tan rápido, en el vuelo de Aerolíneas Argentinas. Su hijo Matías le tenía preparada una sorpresa: junto a su novia escribió una carta para la tripulación del vuelo, contándoles que allí estaba viajando un ex combatiente de Malvinas que iba a pisar Ushuaia 40 años después.   

Los aplausos, los abrazos y los saludos fueron más allá del vuelo. En cada plaza, calle, excursión, había una persona que lo reconocía y lo saludaba. “Vos sos el ex combatiente del avión”, le decían.

Por estos días, Alberto está ocupado organizando la primera vigilia de Casilda por los 40 años de Malvinas. Otra forma de “malvinizar”, que es lo que hace décadas vienen haciendo los ex combatientes y veteranos por todo el país. 

“Somos un poco la voz de los que no pueden hablar, porque están en Darwin o sepultados en el Belgrano, o quizás están vivos, pero no pueden hablar”, dice.

Le quedan preguntas por responder. Quizás nunca encuentre las respuestas. Pero él ya perdonó, dice. Incluso al oficial que lo castigó y enterró. No quiere más mochilas pesadas. Si de algo está seguro es de que todo lo que contó es la verdad: lo que sintieron y vivieron los colimbas en Malvinas.  

Natalia Arenas