Huaco retrato: tras las huellas de mi tatarabuelo, el patriarca colonial

El nuevo libro de la periodista y escritora peruana Gabriela Wiener, editado por Penguin Random House, está marcado por la muerte de su padre y los fantasmas de su herencia a través de una exploración memorable sobre el amor, el deseo, los celos y el racismo. Un adelanto de “Huaco retrato”.

Huaco retrato: tras las huellas de mi tatarabuelo, el patriarca colonial

Por Cosecha Roja
11/05/2022

La muerte de mi papá siempre coincidirá con la fiesta del tomate. Yo me fui y mi marido y mi mujer decidieron llevar a nuestra hija a la cata de tomates de Perales de Tajuña, un pueblo a las afueras de Madrid, para alejarla del tufo de la muerte. Desde que los tres nos fuimos a vivir juntos no habíamos experimentado nada tan triste, ni terrible. Yo tenía que haber estado en esa fiesta del tomate de inicios de septiembre, semidesnuda muriendo de calor en una comarca bañada por el río Tajo y no languideciendo de luto en Lima gris. En las catas los agricultores ponen en exhibición sus decenas de tipos de tomates, algunos tan grandes como una cabeza y de muchos colores, otros rosas fosforescentes tan carnosos como un corazón. 

Cuando por fin tengo un momento leo un mensaje de Jaime y uno de Roci. Jaime dice que me va a contar algunas cosas que ha hecho mi hija. La habían llevado al pueblo al que solemos ir a cosechar las verduras que nunca se come. Más tarde se había puesto a mirar fotos de su abuelo en el ordenador y había llorado con ese llanto adulto en el que no decimos nada y solo dejamos que algo de nosotros se caiga para luego levantarse. Había escogido una foto y la había metido en una carpeta en la que escribió «Abu». También abrió una foto suya y se quedó mirándola y empezó a hacerle agujeros con el programa de edición. Le hizo no uno sino muchos vacíos alrededor y Jaime cree que en todos ellos quería poner la foto que había escogido de su abuelo. Pero no pudo, o no supo cómo hacerlo. Tal vez un día le enseñaremos a llenarlos, aunque lo más probable es que aprenda a hacerlo ella sola.

Roci me cuenta que en la fiesta de los tomates había una serie de hermosas parejas gays que se tocaban, sudaban y amaban, y que toda esa exuberancia le hacía extrañarme. También que había imaginado a una niña llorando en un horrible aeropuerto, y que esa niña era yo. Esa era mi vida, había luchado mucho por no hacerlo tan mal como él. Y de pronto estoy aquí donde no quiero estar. Por su culpa, porque se ha muerto en el peor momento o en el mejor. En nuestra última conversación recuerdo que me dijo con una pizca de humor que me escoció dentro: «Ay, hijita, si en mi época hubiera existido el poliamor…». 

No han pasado ni dos meses desde la última vez que pisé esta ciudad. Aquella vez debí quedarme, sabía que probablemente no le quedaba demasiado tiempo, pero me fui. Cuando me dijo lo del poliamor, creyendo que eso nos acercaría, no sabía si volvería a verlo vivo y para despedirnos alquilamos una casa en una playa limeña. En invierno las playas limeñas son un paisaje ártico. Todo lo ocupaba el cuerpo ya sin cuerpo de papá, y los movimientos arduos de mi madre atendiéndolo, dándole de comer en la boca. Despertaba, echaba un ojo a los periódicos, pero no duraba demasiado. Él, el periodista, el escritor, el analista, lector fiel de la prensa diaria, de la amiga y de la enemiga, ya no resistía más de unos minutos sosteniendo los diarios sobre su pecho. Tampoco podía escribir, como cada día, su apasionada columna de análisis de la coyuntura, poniendo todos sus demonios a trabajar. Yo me acercaba al sofá donde dormía, le acariciaba la frente y le hablaba del libro de José Carlos Agüero que ambos acabábamos de leer. Un libro sobre el perdón, sobre perdonarnos como sociedad posconflicto y aprender a convivir con el enemigo rendido, escrito por primera vez por un bicho raro, completamente desconocido para la mayoría de peruanos: el hijo de dos miembros de Sendero Luminoso. Mi padre entonces volvía a contarme la historia del padre de José Carlos, al que recordaba como un valiente dirigente de los obreros metalúrgicos al que un día perdió de vista porque entró en Sendero y más tarde fue fusilado durante la operación que sofocó el motín de los presos de El Frontón. Hablábamos sobre todo de la madre, a quien había conocido militando en la izquierda antes de que también se volviera senderista. Cuando hablábamos de eso –y era mi parte favorita de la historia– mi papá solía confesarme que le había gustado mucho la mamá de José Carlos, que le atrajo durante un tiempo. A ella la secuestraron y asesinaron en una playa con una bala en la nuca, años después, cuando ya estaba retirada. A mi papá le incomodaba un poco el tono de reconciliación del libro, sentía que a José Carlos no le interesaba lo suficiente reconstruir el pasado de sus padres y las razones que los llevaron a la violencia, y lo comparaba con un niño que no sabe lo que hacen sus padres de noche y decide ya adulto que tampoco le interesa entenderlo. Para mí, sin embargo, la grandeza del libro no estaba tanto en su testimonio o en un supuesto ajuste de cuentas con su familia, sino en su esfuerzo por pensar qué hacemos con toda esa basura que nos dejó la guerra. Y que lo hiciera alguien condenado por el estigma de ser «hijo de» me parecía aún más valiente. Quizá a papá le hería ese aparente «desdén» de José Carlos. Quizá sentía que iba dirigido contra él también y contra toda su generación. Después de todo, desde los años sesenta él y sus compañeros venían intentando hacer la revolución contra un sistema que no da tregua. Algunos mediante una violencia bestial como los padres de José Carlos, algunos sin violencia como el mío. En el fondo creo que le molestaba que un hijo no le hiciera justicia a su padre. 

¿Cómo querría papá que lo recordara yo? ¿Funcionaría con él mi método de contar y reírme de mis propias miserias para hacerle más llevadero el hecho de que también iba a contar las suyas? ¿Aceptaría que le señalara su incoherencia como un compañero más del partido en una asamblea, la brecha entre su compromiso público y la ética de su intimidad, el no haber podido ser tan bolchevique en el amor como en la política? ¿Escribiría un libro para hacerle justicia?