NairaCofreces

Miriam Maidana* – Cosecha Roja.-

“Ven como eres, como eras, como yo quiero que seas/ Juro que no tengo un revolver” 

Tres chicas golpean a una chica. Tras la paliza, la chica duerme. No despierta. Al hospital.

La chica no despierta más. Tres chicas la han golpeado hasta matarla.

A diferencia de los linchadores anónimos, estas tres chicas son hermanas, del  mismo pueblo que la chica muerta, y una de ellas ha sido su compañera de colegio. Las otras dos hermanas vinculadas sanguíneamente fueron partícipes de la golpiza porque -según nos han informado los medios de comunicación incesantemente los últimos días- cuantos más participen de las palizas colectivas más efectivo el correctivo. Con un poco de suerte las personas agredidas –motochorros, chicas “chetas que se hacen las lindas”, mujeres de setenta feministas, etc- terminaran en un hospital o en la morgue. Así no joden más, y aprenden a comportarse.

Mientras tanto nos taladraran con imágenes y debates respecto a la inseguridad, se prescribirán muchos psicofármacos ante el miedo de morir latente y los colegios se excusarán porque lo que pasa de la puerta para afuera del establecimiento queda fuera de su responsabilidad.

En el caso que nos ocupa hoy, Naira Ayelén Cofreces tenía 17 años y según informes rápidos murió por no irse antes del colegio, como si hizo su amiga. Murió por “cheta”, murió por “hacerse la linda”.

En una síntesis horrenda, a Naira la mataron por tener lo que su compañera de clase no: la belleza, la ropa. Fue en la puerta del colegio secundario. El de los profesores ausentes, autoridades que no abren espacio a hablar de problemáticas instaladas, programas aburridos, y algunas leyes negadoras de estadísticas. En setiembre del 2013 se sancionó la ley de prevención de la violencia escolar. Es interesante pensar como se previene lo instalado.

Hay que decirlo: la violencia está presente hace bastante en todos los ámbitos, pero cada caso renueva la sorpresa. Cotidianamente leemos de jóvenes agredidos/agrediendo en boliches y colegios, en barrios y canchas de fútbol, en noviazgos y familiarmente. La respuesta suele ser infantil: “Basta de violencia”. En vez de leer y pensar en un fenómeno instalado, se cae en el poster barato. Es muy dificultoso ser adolescente en estos tiempos. Para ejemplificar, al niño con dificultades escolares o simplemente travieso se lo envía a tratamiento, se lo medica, se le tramita una pensión por discapacidad y se lo aparta bajo la figura de educación especial. No existe esa figura para el adolescente, con conflictos latentes todo el tiempo: porque el cuerpo se desbocó, porque es llamado a ejercer roles para los cuales no está preparado (maternidad y paternidad infanto/juvenil, ingreso al trabajo para sostener hogares precarios, divorcios conflictivos, ausencia de figuras masculinas, etc.) y porque es la franja donde las autoridades muestran que poca tierra firme tienen bajo los pies: las medidas para frenar los fenómenos van desde prohibirles andar de a dos en moto hasta pensar en volver a instalar el servicio militar obligatorio.  La adolescencia, pues, supone en los adultos un terreno de riesgo y desconocimiento.

Tal vez por eso una adolescente consigue que dos hermanas la secunden en “aplicar un correctivo” a otra adolescente de bando contrario: las que se hacen las “lindas”, las que se visten “diferente”.  Me pregunto qué hubiera pasado si la hermana de 29 años, la hermana “adulta”, en vez de acompañarla a pegar piñas y patadas hubiera contenido la situación. O el colegio hubiera abierto un canal de diálogo ante la rivalidad entre adolescentes que comparten entre 4 y 6 horas diarias.

Porque  planificar un ataque como el que terminó con la muerte de Naira no fue un momento de locura, algo fugaz, una discusión que se va a las manos. Seguramente hubo indicadores: cruces en los pasillos y en las aulas, discusiones, tal vez algún graffiti, amenazas. ¿Dónde estaba la institución educativa en esos momentos?  ¿Qué roles ocupan los adultos ante los conflictos?

Por poner un ejemplo: decirle a una anoréxica que debe comer porque su vida corre riesgos irreversibles es aplicar el sentido común a la patología, al síntoma, a la enfermedad.

Lo mismo pasa con la violencia: se insiste con el “basta” apelando a un tapón que silencia lo que subyace: los conflictos familiares, institucionales, ese cuerpo que explota, el aburrimiento, la ausencia de proyecto.

Por último hay una pérdida de sentido en la palabra riesgo. La metáfora posible es el conductor de motos que en vez de ponerse el casco lo lleva colgado de su brazo. El casco en este caso que debiera proteger sirve solo de imagen: es algo que cuelga sin función. Solo está allí, no sirve más que para la mirada del otro.

No creo que las hermanas que golpearan a Naira hayan pensado en que la matarían.

Entre adolescentes se suele utilizar una frase: “Aplicarle un correctivo”.

El punto es la delgadez del hilo.

Ese instante que determina que una chica de 17 años termine en la morgue.

Y ahora a estar atentos al efecto réplica: seguramente los medios de comunicación encontraran muchos casos de adolescentes agredidos en los colegios. Y debatirán fervorosamente, hasta que un nuevo titular ocupe las portadas. Otros se asombrarán, postearán en facebook o twitter mensajes con palomas llamando a la paz.

Pocos, algunos pocos, se sentarán a hablar de la violencia poniéndola en palabras.

No es posible prevenir lo que está instalado.

Si sería deseable que algo del posicionamiento adulto nos diferencie de los adolescentes.

Tal vez la hermana mayor de la compañera de Naira hubiera podido evitar la escritura de esta nota.

Algo así como el motoquero que se coloca el casco donde debe ir: en la cabeza.

Así, aunque se caiga al piso, evitaría que el cerebro le salte en pedacitos….

* Psicoanalista

Foto: Leo Vaca – Infojus Noticias