El Corán y el Termotanque – Cosecha Roja.-
Una vez más saldremos a las calles, esas mismas en las que desapareció Franco Casco. Pasó un año y por el Boulevard Oroño, en la zona pacata y de casas antiguas de Rosario, caminan los manifestantes. Se detienen, cortan la calle, algunos leen el documento que denuncia las prácticas sistemáticas de torturas, abusos y desapariciones de las fuerzas de seguridad provinciales y federales. Después bailan y cantan las murgas, y el centro queda ocupado por los barrios, los que reclaman, los que gritan el nombre y no dejan que Franco Casco se vaya del todo.
La Multisectorial de Justicia por Franco Casco convocó a la concentración en plaza San Martín, frente a la sede local de la gobernación. El lugar se transformó en origen asiduo de marchas y movilizaciones a partir de la repetición de casos de violencia institucional, desapariciones forzadas y muertes impunes que inundan la ciudad.
Franco había llegado desde Florencio Varela para pasar unos días en Rosario y visitar a sus familiares. Cuando estaba por volver, se evaporó. Lo encontraron merodeando, lo vieron sospechoso, le cargaron el peligro. Se lo llevaron los agentes de la comisaría séptima. Durante varios días no se supo nada de él, era un cuerpo perdido en el aire. Un desaparecido de ahora. Enseguida, los familiares y algunas organizaciones sociales, políticas y de Derechos Humanos se plegaron en un único reclamo: “Todos sabemos”, dijeron.
Durante esos primeros días de investigación, la búsqueda tenía aspecto de culpa. Es que era cierto, todos sabían: el 30 de octubre, el cadáver de Franco apareció en las orillas del Paraná, mientras terminaba una marcha en reclamo por su aparición con vida. Encalló cerca de la costa en la que se posan las torres inmensas, los faros del boom inmobiliario que fue conquistando los terrenos linderos al río, los barcos que se llevan los containers llenos de granos y hacen olas. Lo reconocieron por el tatuaje con el nombre de su hijo, Thiago.
A mediados de este año, como una confirmación de certezas, otro pibe desapareció. Otra vez, todos volvieron a saberlo. Gerardo Pichón Escobar salió de un after la madrugada del 15 de agosto. Un video muestra cómo la seguridad del boliche se asoma, mira hacia la esquina y avanza. Otra cámara de un edificio muestra cómo arrastran y golpean a Gerardo. Otra vez, fue un nadador que no llegó a la orilla con vida. Lo mataron y lo tiraron al río, que se fue transformando en una tumba que escupe muertos, que reniega de la impunidad de los ocultadores. Gerardo apareció en la otra punta, donde el río desemboca.
Los nombres de Franco y Gerardo simbolizan a todos los pibes que mató la policía en el último tiempo. La complicidad de las fuerzas de seguridad queda en el centro de la escena. Todos tienen la gorra puesta, todos son una amenaza. La historia se reproduce a sí misma: entre los patovicas involucrados en la desaparición y muerte de Pichón se encontraba un policía con licencia psiquiátrica. La justicia allanó las comisarías y algunas voces señalaron a la policía como principal sospechosa.
Una misma metodología se repite sobre víctimas demasiado similares. La combinación de juventud y pobreza, en Rosario, se tradujo en máxima peligrosidad. Desde el desembarco de Gendarmería y las fuerzas federales, a comienzos de 2014, se desplegó un amplio operativo de persecución y disciplinamiento que tiene sus focos principales en los barrios populares. Los índices de asesinatos se mantienen regulares año tras año, también el perfil de las víctimas: los que mueren, los que van presos, los que son abusados, verdugueados, linchados y expuestos a la violencia son siempre los mismos. La inseguridad es un fantasma que siembra incertidumbre y riesgo. La vida se hace precaria. Las fuerzas de seguridad controlan que no haya desbordes. Y si tienen que matar, matan: según un informe del Gobierno provincial, las balas policiales (16 casos) asesinaron este año más que las de los ladrones tan temidos (15 casos).
Por el centro de la ciudad se desliza la columna. Frente a los tribunales federales grita esa pequeña multitud de convocados. A veces la justicia escucha, obedece, como en el caso del Triple Crimen de Villa Moreno, en el que la movilización militante y la lucha de los familiares lograron penas históricas para los autores. Pero el camino es empedrado y, de un momento al otro, los recintos judiciales pueden volverse sordos: el 31 de agosto, el tribunal conformado por Adolfo Prunotto, Georgina De Petris y Daniel Acosta redujo las penas de los condenados y absolvió a uno de ellos, Brian Sprio.
“Si en esta causa tan emblemática, con un caudal probatorio tan frondoso, no se puede arribar a condenas, lamentablemente esta ciudad está condenada a que sus jóvenes maten y mueran sin ningún castigo. Estamos despedazados por esta resolución, es muy doloroso ver cómo la Justicia sigue dando las coordenadas legales para que nuestros pibes sigan matando y sigan muriendo sin que a nadie le importe nada. Y somos siempre los mismos los que seguimos poniendo los muertos”, dijo, apenas conocido el fallo, Pedro Salinas, referente del M26 (del que eran militantes Jere, Mono y Patom, los tres pibes fusilados) y concejal electo por el Frente Ciudad Futura.
Unos días después, en la entrega de diplomas a los candidatos elegidos, se enfrentó cara a cara con Daniel Acosta. El juez le dio el diploma y Salinas, el libro Soldaditos de Nadie, un trabajo colectivo que documentó el crimen y contribuyó a romper con la idea del “ajuste de cuentas”, que se empezó a agitar apenas los pibes fueron asesinados en la madrugada del primero de enero de 2012. Las víctimas vuelven a ser víctimas para acallar el crimen.
– Te equivocaste muy feo el lunes –le dijo en la ceremonia–, por eso te dejo el libro para que lo leas con tranquilidad y entiendas lo que te estoy diciendo.
Otra vez las lágrimas de los familiares, ya no de emoción, sino de pena; otra vez, la lucha recomenzó.
Cuando marcha ese puñado de personas, se vuelve visible la indiferencia: es un montoncito que atraviesa a paso lento las calles de la ciudad, que parece continuar su ritmo con desinterés, cabezas gachas que pasan por al lado, escuchando música, concentrados en el tránsito, apurados. Toda la precariedad queda exhibida en esa pequeña hilera que exige justicia en el corazón de una ciudad de vecinos en pánico, donde se avalan las jaurías linchadoras y se ruega por la implementación de cuarteles a cielo abierto, campamentos móviles que enseñen a vivir mansos y tranquilos a los que andan rajando, a los que no obedecen, a los que recuerdan que siempre se puede morir o ser asesinado. El terror se expande y la impunidad crece. Algunos pies continúan marchando, para que la muerte no deje de latir, para que la justicia no quede atrapada en los claustros de tribunales. Porque, en definitiva, todos sabemos.
Fotos: Fernando Der Meguerditchian y Flavia Guzmán de la Cooperativa de Comunicación La Brújula, Rosario.
Nota publicada el 6/10/2015
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