Sol Amaya – Cosecha Roja.-
Cuando el detector de metales comenzó a chillar a Aileen se le aceleró el corazón. Sonó porque tenía los anillos puestos, pero no tuvo tiempo de sentir alivio porque al instante un guardia le pidió que lo acompañara. Dentro de su cuerpo sentía retumbar 109 razones para tener miedo: la cantidad de cápsulas de cocaína que esta joven venezolana había ingerido en un hotel del centro porteño antes de llegar al aeropuerto de Ezeiza.
Tiempo después, al pisar el mismo aeropuerto, Betty, una mujer centroamericana, sentiría que había dejado atrás todo dolor. Los golpes de su primer marido, las heridas del segundo y, sobre todo, lo que terminó de partirle el corazón: la trompada que le dio su propio hijo. Tan enfrascada estaba en el pasado que no anticipó su futuro. La cocaína que llevaba en su equipaje fue descubierta por el personal de seguridad del aeropuerto.
María llegó a Ezeiza desde España, luego de que su restaurante se fundiera y sus socios le sugirieran un viaje a la Argentina costeado por ellos mismos. A cambio, sólo debía traer unos paquetes.
Sin conocerse, y viniendo de países tan distantes entre sí, estas tres mujeres tuvieron un mismo destino: una cárcel argentina.
Mulas, camellos, burros, aguacateras. Así se conoce a quienes se convierten en medios de transporte para pequeñas cantidades de droga. Así las llaman a Aileen, Betty y María.
En la Argentina, según un estudio realizado por Alejandro Corda, integrante de la Asociación Civil Intercambios, alrededor del 70% de las mujeres que están en prisión cayó por delitos relacionados con drogas. Un 90% de ellas son extranjeras, en su mayoría de países latinoamericanos.
Según indica Corda en su trabajo, que fue publicado en la Oficina en Washington para asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés), la aplicación de la ley “recae principalmente sobre los actores menores y más fáciles de capturar, y aparece vinculada al incremento de los encarcelamientos de dos poblaciones en situación de vulnerabilidad en particular: mujeres y extranjeros”.
La vida en prisión
En la pequeña habitación que funciona como aula y biblioteca de la cárcel Betty se siente segura. Llega varias horas antes de que comience la clase, ordena todo, prepara el mate para los maestros y trata de que los penitenciarios lleven a todas las alumnas. A sus 50 años, y tras haber escapado de la violencia en su propio hogar, Betty no quiere que la vean como una delincuente. Para ella estar tras las rejas es un error, una mala jugada que le hizo la vida.
María también busca refugio en los talleres y actividades recreativas y educativas. Son pocos los momentos en los que no llora. Llora por las noches cuando los ruidos de rejas, los murmullos, los pasos de las guardias y el llanto de otras mujeres no la dejan dormir. Llora por teléfono cuando habla con su hijo que fue sometido a una compleja cirugía en su ausencia. Y llora cuando intenta explicarle a alguien que ella no quería involucrarse en un delito.
Desde que se inauguraron las aulas nuevas, que tienen un pequeño jardín, Betty y María tratan de pasar la mayor parte del tiempo posible al aire libre. Si el clima lo permite les piden a los docentes que den las clases afuera. A pesar del alambrado perimetral a veces logran sentirse como alumnas en el colegio.
La mayoría de las mulas son primodelincuentes: antes de caer presas nunca habían tenido un conflicto con la ley. Tal vez sea eso lo que las hace moverse en grupo dentro de la cárcel. Las mulas se diferencian del resto de la población carcelaria. Es fácil distinguirlas. Son las más tranquilas, las menos “tumberas”. Mantener el buen aspecto y la conducta para ellas es importante. Tratan de vestirse de manera sobria y de llamar la atención lo menos posible.
Aileen no había estado nunca en prisión aunque sí conoció un penal venezolano cuando fue a visitar a un familiar detenido. Le causó espanto el hacinamiento, el ambiente, la falta de actividades. Por eso se prometió que nunca iría a una prisión en su país. Cuando quedó detenida en Argentina temió lo peor. Pero se adaptó. Se hizo un grupo de amigas, en su mayoría mulas como ella, y se anotó en varias clases. En los tiempos libres, entre otras cosas, le hacía las manos a sus compañeras. Nunca se le saltó el esmalte y hasta aprendió a hacer uñas esculpidas.
Casi todas las extranjeras, que son la mayoría, comparten un gran temor: que las manden a cumplir la pena a sus países de origen.
Betty creó su propia familia dentro de la cárcel. Ella hace de madre de las más jóvenes. Las otras mujeres suelen contarle sus miedos, sus preocupaciones y pedirle consejo. A veces se toma su papel tan en serio que las chicas se enojan por su exigencia. Las reta si no hacen las tareas, si dejan un vaso sucio, si no devuelven un libro.
Casi ninguna de estas mujeres que transportaron droga en su cuerpo o en su equipaje había consumido estupefacientes antes de estar en prisión. Una vez allí, algunas caen.
Aileen había probado la cocaína en Venezuela, pero no se dejó atrapar por la adicción. En prisión trabajó, estudió y logró juntar algo de dinero. “Me supe cuidar, porque estando sola en otro país no me podía dar el lujo de despilfarrar dinero”, dice. ¿Despilfarrar en qué? “Pues en drogas. Es más fácil de conseguir que afuera. Aunque es mucho más cara. Yo había dejado de consumir hace años, pero volví cuando caí presa”.
“Es importante no perder de vista que las drogas que entran a los reclusorios son introducidas mayoritariamente por el personal de seguridad y custodia de los centros, quienes generalmente gozan de impunidad”, resalta un estudio del International Drug Policy Consortium (IDPC).
En México, según el mismo estudio, a las mulas se las llama “aguacateras” porque la droga está envuelta con cinta canela, formando un bulto que se conoce como “aguacate” debido a su forma y tamaño. Recurren a todo tipo de escondites, entre ellos la vagina.
El peso de la ley
Un reporte de la Open Society Justice Initiative señala que entre 2006 y 2011 la población penitenciaria femenina de América Latina casi se duplicó, pasando de 40.000 a más de 74.000 internas. La gran mayoría de estas mujeres son acusadas de delitos de drogas, aunque están lejos de ser las protagonistas del tráfico.
El debate se plantea de manera pendular: de un lado están quienes creen que el micro tráfico debería ser un delito excarcelable. Por otro lado, quienes sostienen y aplican las leyes vigentes en las que ser mula es penado con prisión. Incluso en algunos países las condenas son mayores a otros delitos como el homicidio o la violación.
En Bolivia, por ejemplo, la pena máxima por tráfico de drogas es de 25 años mientras que por homicidio doloso es de 20. En Colombia, la pena máxima por tráfico es de 30 años, mientras que por violación es de 20. En México, la condena máxima por la violación de menores es menor que la pena máxima establecida por delitos de drogas no violentos, según información recopilada en “La Adicción Punitiva: La desproporción de leyes de drogas en América Latina”, un estudio del Colectivo de Estudios Drogas y Derecho (CEDD).
En Argentina el tráfico está penado por la Ley N°23.737 (Ley de Estupefacientes). Las penas van de 4 a 15 años de prisión. Pero el ser extranjeras puede resultar un beneficio para las mulas. Aileen accedió a un juicio abreviado y a los dos años y tres meses (la mitad de su condena) pidió ser expulsada del país, tal como lo permite la ley para los extranjeros detenidos, y volvió a sus pagos en libertad. Betty y María no tuvieron la misma suerte y hoy continúan presas.
Los llamados juicios abreviados, sin embargo, cargan con otro problema: al declararse culpable la mula no se investiga lo que hay detrás, es decir, en general no se llega a averiguar quiénes son los que cargan a las mulas, quién es el verdadero narcotraficante.
La cantidad de mujeres alojadas en las cárceles argentinas -que son apenas el eslabón más débil de la maquinaria del narcotráfico- ha generado numerosas propuestas por parte de legisladores y funcionarios.
La diputada nacional Victoria Donda, por ejemplo, presentó un proyecto de reforma a la ley de Estupefacientes que propone bajar la pena mínima a 2 años para las llamadas mulas. “Esto permitiría la aplicación de penalizaciones más flexibles que redunden en un trato más humano para con quienes son también víctimas del narcotráfico y que, por lo general, pertenecen a los sectores más vulnerables de nuestra sociedad”, fundamentó Donda.
Por su parte, el diputado nacional Fabián Peralta también planteó la necesidad de perseguir lo que hay detrás de las mulas. “Si no se investiga quién carga las mulas, de dónde viene la droga, a dónde va, cómo se recolecta el dinero y cómo se ingresa al circuito lícito, no sirve de nada encarcelar al portador de la droga, porque mañana hay otro en su lugar y todo sigue igual”, sostuvo.
Entonces, ¿cuál sería la solución? ¿La excarcelación? Algo así se consideró en España, tras una reforma al Código Penal llevada a cabo en junio de 2010. Cientos de presos, en su mayoría mulas, fueron liberados luego de que se rebajara la pena máxima de 9 a 6 años para el tipo básico del tráfico de drogas. También se redujo la condena para los tipos agravados del tráfico de estupefacientes, antes castigados con entre 9 y 13 años de cárcel y, a partir de la reforma, de 6 a 9. El objetivo de los cambios era reforzar la proporcionalidad de la pena.
Pero para un juez federal argentino, que vio pasar por su despacho muchas causas de narcotráfico –y que prefirió no ser citado con su nombre-, el problema no tiene que ver con una desproporción de las penas. El magistrado considera que las mulas ya obtienen beneficios cuando cooperan con la justicia. “Es un pequeñísimo porcentaje la cantidad de mulas que se detectan. Las demás pasan. Cambiar la ley no va a solucionar nada porque lo que hace falta no es penas más duras ni más blandas, sino voluntad política”, sostiene el juez. Y agrega: “Tal vez sea fácil perder de vista un par de mulitas, pero por acá pasan contenedores de droga sin ser detectados”.
Como sea, hay países en los que no se perdona el tráfico de drogas, por más insignificante que sea la cantidad. Tal es el caso de China.
Un artículo publicado por la BBC sostiene que en ese país cualquier persona encontrada con más de 50 gramos de drogas ilegales puede ser condenada a muerte y cita como ejemplo el caso de una sudafricana de 38 años que en 2011 fue ejecutada por haber intentado introducir al país tres kilogramos de metanfetaminas.
Poner el cuerpo
Las mulas latinoamericanas son en su mayoría jefas de hogares monoparentales, con dos o más hijos, procedentes de sectores marginados y con historias de vida marcadas por distintas formas de violencia y, en muchos casos, abuso sexual. La mayoría son las únicas responsables de sus hijos y, a menudo, de otras personas. Tienen bajo nivel educativo y una precaria inserción laboral antes del encierro.
“Nos encontramos con historias de vida muy desgarradoras a las que se suma la manera en que son detenidas, humilladas en la frontera, donde se tienen que desnudar, o que terminan en un hospital debido a la droga que llevan dentro del cuerpo. Ahora están llegando varias mujeres de Europa del este, que son amenazadas para transportar las drogas y pasan meses girando por Latinoamérica, hasta que son detenidas”, cuenta María Santos, del equipo de Género de la Procuración Penitenciaria argentina.
Un estudio realizado recientemente por este organismo reafirma la tendencia que se ve a nivel internacional: la mayoría de las mujeres presas lo están por delitos vinculados a la ley de drogas. “Muchas de estas mujeres se encuentran en una situación de pobreza extrema, al punto de estar tan desesperadas que acceden a convertir sus cuerpos en envases para trasladar droga”, cuenta Santos.
Es que las mulas ponen el cuerpo, literalmente. Muchas de ellas intentan atravesar los controles de las fronteras y los aeropuertos con decenas de cápsulas en sus estómagos. A veces, los nervios las traicionan y terminan entregándose. Pero muchas otras veces son sacrificadas. Así funciona el sistema del narcotráfico: alguien hace una llamada anónima para denunciar a una mula y, mientras ésta es retenida, otras tantas sortean los controles y llegan a destino.
En el caso de Aileen los escáneres del aeropuerto no detectaron más que unas mínimas manchitas, pero a esa altura la Policía de Seguridad Aeroportuaria ya no tenía dudas y ella no hacía nada para negarlo. Guardó silencio y esperó un milagro. La trasladaron al Hospital Interzonal de Ezeiza, en donde descubrieron que su estómago estaba cargado de pequeños dediles de droga.
Pasó cinco días internada evacuando las cápsulas. Tuvo suerte: ninguna se rompió, como si les pasó a sus dos compañeras de habitación en el hospital, a las que los médicos “tuvieron que abrir como chanchos” para que no murieran.
Aileen es parte de una estadística que muestra que en los últimos 17 años la Unidad Especial del hospital provincial de Ezeiza ayudó en la evacuación de 30.842 cápsulas de cocaína. En la mayoría de los casos no se dan complicaciones y los pacientes pueden evacuar la droga por sí mismos. Pero en un 5% de los casos, una cápsula se rompe y las mujeres son sometidas a cirugía porque la droga que se esparce por su cuerpo puede causarles la muerte.
El Ministerio de Salud de la provincia calcula que en general se ingieren unas 80 cápsulas por persona, aunque a veces puede ser más. Incluso tuvieron un caso que se convirtió en récord mundial: la mula cargaba con 298 cápsulas en su cuerpo.
“Yo tenía 1 kilo 200, pero los policías anotaron algo así como 400 gramos. Ojalá se hubieran quedado con más, quizás así me largaban antes”, contó Aileen durante su tiempo en la cárcel de Ezeiza.
Hay abogados que argumentan que obligarlas a expulsar las cápsulas es una violación al artículo 18 de la Constitución Nacional. Es como hacerlas declarar en su contra. Claro que rara vez esta afirmación es tomada en serio por un juez. Las mulas siguen llenando las cárceles de mujeres de Latinoamérica.
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