Por Mariame Kaba
Me involucré en una organización de lucha contra la violación en 1989, cuando estaba en la universidad. Quise ser voluntaria en un centro de atención crítica (1) antes, cuando estaba en la escuela secundaria, pero fui rechazada (esa es una historia para otro día). Después de la universidad continué siendo voluntaria, y luego trabajadora, en centros de atención para casos de violación y organizaciones que abordaban situaciones de violencia doméstica. Para entonces (fines de los ‘80), la lucha contra la violencia contra las mujeres y niñas (ahora más ampliamente denominado movimiento contra la violencia de género), ya estaba en camino de convertirse en un campo laboral profesionalizado. Ese proceso de profesionalización erosionó los modelos de apoyo entre pares, en los que sobrevivientes/víctimas se involucraban para ayudar a otr*s sobrevivientes a través de grupos de apoyo y consejerías. También generó que ciertas personas empezaran a identificaran como “expertas” en la materia y desalentó la asunción de roles de liderazgo por parte de much*s integrant*s de las comunidades. Como resultado, se empujó a las personas sobrevivientes de esas violencias hacia fuera del campo de intervención, alegando que todavía estaban “en crisis”, por lo que no debían ser ocupar la conducción. Se eliminó así la organización como un camino para la cicatrización.
Es importante recordar que el movimiento anti-violación de principios de los ’70, emergió de un movimiento feminista radical que sospechaba de la conveniencia de depender excesivamente del Estado para llevar adelante esta agenda. Las primeras organizaciones de base de atención a casos de violación funcionaban explícitamente por fuera del paradigma del servicio social y se enfocaban en la ayuda mutua. No se apoyaban en la ley y los tribunales. Les preocupaba que aceptar fondos estatales las atara a esos intereses.
Cuando me sumé a ese ámbito, el movimiento estaba muy lejos de ese momento originario y moderno de principios de los ’70, y continuó alejándose todavía más. Hoy, el movimiento anti-violencia está repleto de terapeutas bienintencionad*s, trabajador*s sociales y promotores que se sumaron a este trabajo con vocación de servicio social. Andrea Smith, activista y académica feminista, nos ofrece el siguiente contexto:
“Para el movimiento anti-violencia, el pasaje hacia la burocratización coincidió con el flujo de dólares del gobierno federal y de los estados hacia programas anti-violencia, y en particular, a partir de la Ley contra la Violencia Contra las Mujeres [VAWA, por sus siglas en inglés]. Los grupos anti-violencia comenzaron a cambiar su foco desde la organización contra la violencia hacia la provisión de servicios. Con las restricciones respecto de lo que los grupos anti-violencia podían hacer, que vinieron con el financiamiento del gobierno federal, su trabajo devino más amistoso hacia el Estado (por ejemplo, a través de la demanda del aumento de la criminalización por abuso sexual o violencia doméstica), en lugar de sostener posiciones de resistencia frente a éste (como las relacionadas con políticas de prevención o alternativas al encarcelamiento)”.
Actualmente estoy por cumplir 31 años en este campo (como activista, promotora, organizadora o trabajadora) y me autopercibo como una exiliada del campo financiado de las políticas contra la violación y la violencia doméstica. Desde esta posición de exilio, estoy comprometida con reclamar un modelo de abordaje centrado en los daños y no en el castigo estatal como primer resorte para obtener la así llamada “justicia”.
En eso, soy parte de un linaje de feminismo anti-carcelario que siempre desafió la idea de que la policía y el encarcelamiento son la solución a la violencia interpersonal.
Desde sus comienzos, los movimientos anti-violación y anti-violencia doméstica estaban plagados de divisiones entre aquellas personas que temían ser captadas por el Estado y aquellas que creían profundamente que era necesario que el Estado fuera receptivo hacia las demandas de castigo de la sociedad.
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En 1977, feministas del Movimiento contra la Violación de Santa Cruz (California), escribieron una carta abierta que circuló entre activistas de todo el país. La carta empezaba con estas palabras (2):
Esta es una carta abierta al movimiento anti-violación. Nosotras, las integrantes de Mujeres de Santa Cruz contra la Violación, escribimos esta carta porque estamos preocupadas por la dirección que está tomando el movimiento anti-violación. Si bien tenemos muchas preocupaciones, algunas de las cuales se expresan en esta carta, nos gustaría principalmente abordar el tema de la relación del movimiento anti-violación con el sistema de justicia penal. Las razones por las que estamos interesadas en este tema tienen mucho que ver con cómo nos vemos como un grupo de mujeres contra la violación. Somos un grupo político que hace foco en el tema de la violación y la violencia contra las mujeres, y que trabaja hacia el objetivo a largo plazo de una transformación radical de la base misma de nuestra sociedad. No creemos que la violación pueda ser erradicada dentro de la actual estructura capitalista, racista y sexista de nuestra sociedad. La lucha contra la violación debe librarse al mismo tiempo que la lucha contra todas las demás formas de opresión.
Cuando comenzó el movimiento organizado contra la violación hace unos cinco años, la mayoría de los grupos contra la violación eran colectivos de feministas, que se unieron debido a su enojo por la forma en que la policía y los tribunales trataban a las víctimas de violación. Estos grupos (y el nuestro estaba entre ellos) eran principalmente políticos. Éramos crític*s de la policía, los tribunales y los hospitales, las instituciones que tradicionalmente se ocupaban de las víctimas de violación. Su terrible trato a las mujeres se convirtió en un tema en los medios de comunicación, en gran parte debido a los esfuerzos del movimiento de mujeres contra la violación. En forma de bola de nieve, se formaron muchos otros grupos anti-violación. Muchos de éstos, sin embargo, no se consideraban políticos, ni siquiera feministas. Se consideraban a sí mismos grupos de servicio, que querían “ayudar a las víctimas de violación”. Sentían que el sistema de justicia penal y el movimiento contra la violación tenían una causa común, “sacar a los violadores de la calle”. Por lo tanto, estos grupos tendían a alentar o persuadir a las mujeres para que denunciaran las violaciones a la policía.
A pesar de estas preocupaciones, el feminismo punitivista ganó. El campo de movimientos contra la violación y la violencia doméstica fue increíblemente exitoso en lograr la aprobación de nuevas leyes y en la creación de nuevas categorías de “delitos”. El foco que pusieron en lograr que la policía ser más receptiva a estos casos de violencia condujo a una simbiosis entre los movimientos de lucha contra la violencia y las “fuerzas del orden”, una relación que en realidad pone en peligro y criminaliza a determinad*s supervivientes. Además, la profesionalización deslegitima y borra las voces de aquel*s que se resisten a aceptar que las intervenciones carcelarias sean la principal solución para terminar con la violencia de género.
La colaboración entre estos campos de activismo social con la policía ha tenido efectos destructivos sobre la seguridad de much*s sobrevivientes de violencia. Much*s habitualmente afirman no querer involucrar ni a la policía ni a los tribunales en sus vidas. Simplemente quieren que termine la violencia. Esto no es inusual. Menos de la mitad de las personas que son víctimas de delitos alguna vez acuden a la policía. La mayoría de la gente prefiere no hacer nada antes que recurrir al actual sistema de castigo penal. Esa es toda una crítica al sistema actual.
La realidad es que la mayor parte de las víctimas de agresión sexual no recurre al sistema penal, y la mayoría de los violadores no irá a la cárcel. Por cada 1000 agresiones sexuales, 230 son denunciadas ante la policía, 46 conducen a un arresto, 9 son formalizadas por fiscales, 5 conducen a condenas por delitos graves y en menos de 5 casos habrá encarcelaciones efectivas (3). Si su objetivo es poner fin a la violación a través de un proceso penal, entonces diría que, según los números, esa estrategia ya falló.
Leí por primera vez la carta abierta de Mujeres de Santa Cruz contra la Violación a mediados de los ‘90. Fue un bálsamo. Ya me estaba desencantando con el campo financiado de lucha contra la violencia de género. L*s sobrevivientes con quienes trabajaba, rechazaban sistemáticamente lo que les ofrecíamos, que eran principalmente respuestas legales. Esa carta abierta me envió por un camino absolutamente inesperado que me llevó a aprender más sobre la historia real de los movimientos contra la violación y la violencia doméstica. Aprendí que en cada momento de esa historia se cuestionaron ciertas ideas. Un lado ganó y otros perdieron. La historia no se desarrolló como una serie de olas, sino más bien como disputas y luchas.
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De 1977 a la actualidad: la crítica al “Movimiento contra la violación”
Actualmente, en este momento de auge del #MeToo, se advierte un renovado interés en ciertos sectores del público respecto de la violencia sexual. Bienvenido sea. Es importante aprender del pasado y evitar repetir errores. No vamos a erradicar la violación a través de la criminalización. El movimiento de Mujeres de Santa Cruz contra la Violación nos advirtió eso en 1977. Quería hacer este zine para presentar la carta abierta a una nueva generación de activistas, organizaciones y trabajador*s que quizás aún no la hayan encontrado. Invito a quien encuentre esta publicación, a leer la carta y discutirla con su comunidad. ¿Qué te resuena de la carta? ¿Qué te sorprende de ella? ¿Qué sigue siendo relevante hoy? ¿Qué te parece anticuado? Si tuvieras que escribir una carta abierta hoy, ¿qué dirías?
Mi propia carta abierta al movimiento contra la violación, escrita en 2020, señalaría que las cárceles y la policía abusan y violentan a las personas de forma estructural. Su dinámica es un reflejo de la violencia doméstica y sexual interpersonal. Esta es una de sus características, no un mero error. La prisión en particular es, como el profesor de derecho y activista Dean Spade sostiene, un “violador serial”. Cuando sentenciamos a la gente a prisión, esencialmente los estamos sentenciando a violación judicial. La criminalización es inherentemente violencia sexual. No es simplemente co-constitutiva a ella. Es la promulgación estatal de la violencia de género. Si no me creen, piensen en los registros rutinarios sobre los cuerpos desnudos que tienen lugar en los espacios carcelarios. L*s prisioner*s, por supuesto, están sujet*s a estos, pero también lo están las personas que l*s visitan. Los registros de cavidades en procedimientos de control vehicular en los caminos son parte de la vigilancia. La violación sexual en cacheos es rutinaria. Además, al hacer cumplir rígidamente el binarismo de género, las prisiones aíslan, castigan y atacan a las personas que no se ajustan a las normas de expresión y representación de género. En resumen, las prisiones y cárceles de forma rutinaria despliegan y mantienen la violencia de género. La criminalización reproduce y sostiene la violencia de género.
La prisión no es feminista. La opresión y la dominación son las principales características del complejo industrial penitenciario (PIC). La politóloga feminista Charlotte Bunch sugiere que el feminismo “como perspectiva política, se trata de cambiar las estructuras, poner fin a la dominación y resistir la opresión”. Por esta misma definición es que las cárceles no pueden ser feministas. Si, como sugiere Angela Davis, “la prisión es un componente clave del aparato coercitivo del estado, cuya función es asegurar el control social” entonces, ¿cómo puede un feminismo que busca acabar con la dominación y resistir la opresión, abrazar la prisión como una estrategia central para erradicar la violencia?
No podemos concentrarnos en abordar las vulneraciones y las violencias a través de la criminalización, que siempre es racializada, generizada y heteronormada. Una pregunta clave en 2020 debe ser: “¿Cómo creamos seguridad por fuera de las cárceles y sus lógicas?”. Ahí es donde debe enfocarse nuestra atención y organización.
Intenten escribir sus propias cartas abiertas. Necesitamos más manifiestos.
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Esta carta fue publicada originalmente en 1977 en Off Our Backs (una publicación feminista de gestión colectiva, que nació en los ‘70 en Estados Unidos). Para esta columna, utilizamos la versión en formato zine publicada en 2020 por Mariame Kaba y diseñada por Hope Dector. Ésta incluye la presente introducción y un epílogo (que pueden leer junto con la carta en la entrega anterior de Otrxs Dicen). Traducido por Ileana Arduino.
Quienes traducimos no compartimos necesariamente todas las ideas formuladas por les autor*s de los artículos.
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(1) Nota de traducción: lo centros de atención crítica (crisis centers) son espacios de acompañamiento (habitualmente telefónico) para personas que están atravesando diversas problemáticas de salud mental.
(2) Nota de traducción: la carta completa puede leerse acá.
(3) Fuente: rainn.org/statistics/criminal-justice-system